Tienes toda la razón, Mario, cuando escribes que la vida es una madriza sorda, sintiendo los golpes a ras del suelo (por eso mejor a ras de lona). Pero escúchame también: a veces de tanta madriza nos hacemos oír en todos los rincones, en todos los tugurios, con la aplastante realidad en contra nuestra. Entonces subimos a las cuatro cuerdas (no paredes a menos inasibles) y aún tenemos suficiente DIGNIDAD para sonreír de oreja a oreja, incluso con la boca ensangrentada.
Cómo me hubiera gustado verte, Mario, arriba del Cuadrilátero, ya bien pedo y mariguano con tu boca toda floreada a punta de madrazos, por irreverente incólume, diciendo uno de tus poemas más sentidos (que más me gustan por sórdido): “Despiadado de mí” que dedicaste a tu entrañable amigo Roberto Bolaño y a Enrique Lihn, donde te encuentras en un baldío “abierto en canal por la mano firme de la luna llena”, como hoy se suelen encontrar los cuerpos de muchos jóvenes asesinados no por aquel satélite sin vida que Robert Graves llamó “La diosa blanca”, sino por el crimen organizado.
Diez años después de que fueras atropellado como perro callejero (como le pasó a mi Wagner) en medio de tu “delirio de muerte”, el Distrito Federal, bendito sea Rafael Catana que te rescató por medio de ese atroz (por bello) poema para la revista electrónica “Nomedites” en un día afortunado de otoño, en el 2008. Fue lo mejor que me podía encontrar entre las náuseas del Conaculta. Me la regaló Rebeca, tu mujer (editaba entonces libros para niños) que ahora después de tanto sufrimiento en un hospital que nada pudo hacer, por fin está contigo. Aunque fueras un pinche mujeriego, todo te lo perdonaron quién sabe por qué (sólo me falta decir: por pinche poeta).
Ahora en esta noche de escritura, que mi mujer está dormida y sueña que no la encuentro, que alguien piensa en la inmortalidad del cangrejo y se pone a estudiar astronomía, te me apareces más nítido que nunca, entre los muertos de todos nuestros muertos. Ya lo sabrás porque estarán los recién llegados haciendo fila para obtener su entrada permanente al infierno, donde yo también obtengo mi boleto: un pisco reservado que me regaló mi mejor amigo chileno.
No me importa si me leen o no me leen, valedor: me importa entablar una conversación contigo, Mario, hablarte de lo que pasa en este país del que están haciendo un podridero. Yo no me reuniría y menos brindaría con Felipe Calderón, ni aunque un sicario (vestido de federal o militar, da igual) a punta de pistola “amablemente” me lo pidiera. Ni madres. Menos si me han matado el alma. A tu enferma salud, (¿podría decirte Mafffffio?) dedico estas palabras, sólo a ella y a quienes como tú se han partido el lomo todos los días en esta cruenta realidad de mierda.
¿A quién te pareces, Maffio, o mejor dicho, a quién te le apareces? Tu fantasma es tu voz que deambula en lo más telúrico del aire, en el desierto, entre cadáveres proscritos y derrumbes de una mina que se volvió un cementerio. No sé lo que hubieras pensado tú, pero lo que pasó en Pasta de Conchos es lo que en verdad no tiene nombre.
Si no hubiésemos pasado por alto este crimen industrial y de Estado en México (como sí ocurrió en Río Blanco y Cananea, hace más de 100 años) nuestra sociedad tendría más diligencia frente al caos en que nos han metido. Y este caos sólo podrá ser remendado por los poetas porque lo conocen más que nadie, porque saben debatirse y batirse a duelo con él.
Lo que más me duele de México: la injusticia de los días, meses, años, siglos sin respuesta que se han acumulado como la Fosa Común de nuestra historia. Llévalos entonces con tu poesía, Mafffio, por lo que más quieras. A los 65 mineros y a mí, el número 66. Háblales en medio de la oscuridad, sobre las fronteras que podemos traspasar; de la memoria que nunca muere; de la dignidad que siempre nos hará recordarlos.
Que Calderón me otorgue una medalla, el Aguascalientes si más quiere (como a Sicilia), para poder saldar algunas cuentas.
Muéstrales, Mario, una salida de este sumidero. Yo sé que tú podrías forjarles el último de los semblantes. Confío en la entrega a la poesía y a la vida de los guerreros como tú. No sé si te habían dicho que te pareces a ellos, a los Mineros, que ante esta clase de injusticias, lo único que logran es hacerlos más fuertes. Quién le va a tener miedo a los abismos si día y noche se adentran varios cientos de metros bajo tierra y consiguen “salir de las cuerdas & fajarse la madre en el centro del ring”.
Conocí en Puebla a algunos mineros, mientras tomaban la carretera principal a la Ciudad de México como último recurso para cumplir con una serie de demandas. Habían llegado del norte. Tipos duros, enormes, venidos desde lo profundo (¿dónde habrían de venir, como tú, sino desde el sueño?) que arribaron en camiones desde Zacatecas, San Luis Potosí y Coahuila, después de que las obreras de una maquiladora automotriz les pidieron ayuda porque un grupo de choque, pagado por la empresa Johnson Controls (proveedora de Volkswagen y con gran “prestigio” trasnacional) había tomado la planta en el primer turno de un lunes y las había golpeado brutalmente por pedir, en suma, mejores condiciones laborales.
No es que los mineros no tengan nada que perder, sino que su lucha es histórica. Pocos saben que en la Nueva España fue la primera huelga de América y los primeros en ponerse en huelga fueron los indígenas mineros de Mineral de Monte (ahora en el Estado de Hidalgo) en 1766. En ese entonces, no es sólo curioso que ya teníamos al hombre más rico del mundo en nuestra tierra. No era un magnate de las telecomunicaciones como ahora, sino un inglés (que ahora pudiera contratar, digamos, a un chicharito) de la que alguna vez fue la mina de plata más productiva de la región y del orbe entero. Así es, el capitalismo era igual de salvaje sólo que hoy en día mucho más sofisticado.
Cuando ocurrió la tragedia en Pasta de Conchos, las autoridades de la Secretaría del Trabajo (Javier Lozano, yo por pendejo no he votado en contra de estos cerdos) en contubernio con la empresa (denuncian los mineros) y Grupo México (del empresario Germán Larrea, en la actualidad tercer mexicano más rico del mundo oficialmente, después de Slim y Salinas Pliego) declararon que no podían recuperar los cuerpos, ni siquiera intentarlo, por una situación que calificaron de “riesgosa”, cuando en los hechos sólo afecta los intereses de los responsables que no tienen mayor consigna que preservar su impunidad.
Escarbando en la mierda o, como se dice profesionalmente, investigando de manera puntual los hechos, desde una sociedad que respalde y garantice la seguridad de ciudadanos críticos en el aquí y el ahora, se podrían encontrar no sólo a las víctimas (que un Ulises Lima que es Mafio Santiago ha visto desde la tragedia que termina en farsa), sino que quedarían al descubierto y se castigarían las omisiones en que incurrió Grupo México (donde también, por cierto, está más que metido Carlos Salinas de Gortari). Aunque yo no comprendo en mi más lejana embriaguez y mariguanez por qué sucede todo esto. Sólo sé que tú estás muerto, Mario, junto a Zapata y Villa estarás ya sentado, pero aún somos más los vivos que recuerdan tu muerte, más que aquéllos que buscan con mentiras el olvido.
En medio de una lluvia que caía sobre Puebla, hablé con los mineros miembros de la sección de Cananea y me dieron un dato aún más aterrador con respecto a Pasta de Conchos: unos días antes del “accidente”, Grupo México había puesto a la venta algunas de sus acciones, con lo que después del desastre se desplomaron y los mismos capitalistas las volvieron a adquirir pero mucho más baratas. Provocado o no, la especulación financiera en torno al accidente les resultó muy beneficiosa y por demás inhumana.
“No te alebrestes tan pronto”, me dijo un minero en medio del aguacero. “Hay que aguantar para saber dar unos putazos”, como si esperara que las cosas se pusieran mucho más difíciles. Nos resguardamos en una lona a las afueras de Johnson Controls. Los mineros y las obreras me seguían contando lo que pasaba en este infierno que se ha vuelto México y yo me sentía cada vez más impotente. Sin embargo, otro de los mineros me hizo una precisión de tono pugilístico: “Mira, es como si los electricistas ahorita estuvieran en la lona, mientras nosotros seguimos dando la pelea”.
Entonces recordé a mis amigas poetas que también son de Puebla y que han dado peleas poéticas arriba y abajo del ring. Por ejemplo, cuando se libró la batalla de Gabriela Puente contra Javier Gaytán en un evento de exhibición y que fue una auténtica épica. Alguien las buscó por toda Puebla, pero se habían ido de parranda. Aún así, aquellas obreras de ojos impávidos en medio de la carretera México-Puebla siguen esperando más poesía o como dice Mario: “donde la vida mira al precipicio”.
Nota: Antes de enviar mi texto para la columna épica, he tecleado mal una palabra, pero me he dado cuenta de que nunca habría podido escribir estas líneas desde un “seminario” (clerical y/o académico) tanto como de un semanario de poesía que se ha vuelto los lunes de insomnio por la madrugada, por supuesto, con la presencia inabarcable de Mario Santiago.
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