domingo, 27 de marzo de 2011

La lógica poética


Nuevos apuntes sobre el poeticismo

Por Enrique González Rojo Arthur


A decir de Adriano Rémura, el poeticismo es el movimiento poético menos estudiado. Pero me sospecho que será en el futuro uno de los más comentados. ¿Por qué? Porque en cada grupo (modernista, contemporáneo, etc) se despliega una manera de hacer poesía (o varias) mientras que el poeticismo, en su esencia, busca basarse en el sustrato de todas las maneras (la lógica poética).

Los poetas son como pájaros y también los grupos (parvadas) que cantan a su manera, pero no investigan en general los mecanismos internos que emplean para poetizar. El poeticismo era una inquisición sobre el poetizar. En este sentido, se acerca al creacionismo (Vicente Huidobro) que es una inquisición sobre el crear.

Pero no era una mera investigación, una fenomenología o un teorizar, sino que era un escarbar en el campo de la producción (para dar con los mecanismos de la poiesis) con el propósito de que ello coadyuvara a la creación. Así como se habla de práctica-teoría-práctica, el poeticismo hablaba de poesía-lógica poética-poesía. Aunque no ignoraba la unidad indisoluble de la obra (poema), el poeticismo hablaba nuevamente de forma y contenido.

La forma es la parte reglamentable de la poesía. En la poesía clásica tradicional: metro, rima y retórica. A esta parte se le puede llamar la canónica poética y es susceptible de enseñanza y aprendizaje. El contenido es lo que se halla más allá del metro, la rima y la retórica. La retórica (o las figuras retóricas) son un primer intento de arrojar las redes de la reflexión para sacar a flote una lógica poética, porque ya no alude a la externidad de la forma (que es prescindible) como lo muestra la poesía moderna, sino a la corteza o la superficie del contenido.

La esencia de la retórica (y también su limitación) es que localiza y define procedimientos: paronomasia, prosopopeya, metáfora, metonimia, aliteración, sinécdoque, etc. La poesía clásica está en estrecha relación con la forma (versificación) y los tropos de la retórica. Pero no se identifica o confunde con ellos. Se puede ser un buen versificador y conocedor de las figuras retóricas y no ser poeta. Cualquier persona puede aprender la canónica poética, pero la poesía está allende ésta. Cuando se habla de lo poético que trasciende lo meramente formal o retórico, se tropieza uno con la inspiración.

La inspiración es la red o el anzuelo que le permite a la imaginación adueñarse de lo poético. El poeticismo hablaba de dos interpretaciones de la inspiración: la idealista y la materialista. En la interpretación idealista (muy de los románticos, pero no sólo de ellos), la inspiración es el medium entre lo sobrenatural y la página en blanco. Aquí el poeta no es sino el micrófono de la divinidad. Para los intérpretes de la inspiración, no puede haber una lógica poética porque las raíces últimas de la inspiración se hunden en las brumas del misterio.

Para la interpretación materialista de la inspiración, ésta no es sino un producto humano. No es algo que le advenga al hombre desde el más allá, desde el ignoto parnaso de la metafísica. La inspiración, aquí, no es sino un estado especial de la imaginación, una disposición vivencial del alma para recopilar hallazgos que consideramos poéticos. En Reflexiones sobre la poesía, mi texto de 2007, se expone la idea que el poeticismo tenía de la lógica poética. Antes de proseguir, conviene hacer notar que si la inspiración, independientemente de la interpretación que se le dé, conduce a sacar de sus escondrijos a la belleza, sólo la concepción materialista de ella conduce al fervor poeticista de construir/descubrir la lógica poética inherente a la creación lírica. 

La lógica poética no es, desde luego, la lógica de la que habla la filosofía. Esta última estructura o el molde general que emplea el pensamiento para aprehender la realidad. Las diferentes lógicas de la filosofía – forma, simbólica, matemática, dialéctica- son un organon intelectivo para adueñarse epistémicamente de porciones cada vez más amplias de la naturaleza, la sociedad y el propio pensamiento.

La sustancia de la lógica poética no es la verdad, en el sentido de la adecuación o reflejo, sino que alude a la forma específica en que los fonemas se enlazan para producir un placer estético. Un juicio científico, propio de la lógica tradicional, sería decir: el agua se enfría cuando baja la temperatura. Una imagen lírica, con su sustrato de lógica poética, sería afirmar como el clásico: "el agua se pone fría/ para que nadie la toque”.

En el primer caso, la verdad salta a la vista. En el segundo – y todos lo sabemos: el poeta y sus lectores- hay una simulación de verdad. Desde el punto de vista de la lógica científica, la imagen lírica mencionada es un dislate: se trata de una burda antropomorfización de la realidad. Pero la misma imagen, desde el punto de vista lírico, es totalmente válida. Pero ¿por qué?

Una primera respuesta a esta pregunta es: porque su criterio de validez no es la verdad. Pero una respuesta más profunda va por este lado: porque lo que nos place de la imagen es advertir cómo el poeta ubica un objeto (en este caso el agua) dentro de una lógica que parece convenirle, pero que no le conviene. La lógica poética está lejos de prescindir de la lógica filosófica. Pero, ojo con esto, echa mano de ella pero despojándola de su fidelidad con lo estrictamente real.

Una parte del goce estético de la poesía –desde luego, subrayo, que no todo- se produce al someter las criaturas de la fantasía a los principios de la lógica (concepto, juicio, raciocinio). El resultado de ello es la apariencia de la existencia de un orden lógico donde no lo hay. Pongo un ejemplo muy sencillo: Si decimos “Pájaros de oficio carpintero” (López Velarde), estamos poniendo en juego dos principios lógicos: el género y la especie. En la vida cotidiana decimos: los hombres que tienen un oficio (género) pueden ser carpinteros, sastres, relojeros, etc. (especie). Es obvio que, en sentido estricto, los pájaros no trabajan ni pueden tener un oficio diferenciado de otros. Pero esto es una interpretación cientificista. En “la realidad poética” generada por el mentiroso empleo de principios lógicos – incluyendo el símil convertido en metáfora entre carpintero (hombre) y pájaro carpintero- la falsedad empírica es echa a un lado por la construcción figurativa, que resulta válida estéticamente.

Creo que el placer estético generado por este simulacro de lógica reside en el hecho de que, frente al rigor de la ciencia, en que la lógica se aplica necesariamente a los enlaces que efectivamente tienen su lugar en lo real, el poeta primero (y en cierto modo sus lectores después) experimenta la libertad de proporcionar un andamiaje aparentemente riguroso a lo que carece de él. Elementos inconexos de la realidad se someten a una supuesta relación causal o de acción recíproca, o de fenómeno y esencia, o de juicio hipotético (si… entonces), etc. Y producen un efecto aparencial de realidad diferenciada tanto de la lógica científica como de la realidad en su pluralidad inabarcable. Esta realidad poética y la libertad que presupone es la fuente más visible del placer estético.

El simulacro de lógica (o sea la síntesis) entre los objetos manipulados por la imaginación y la lógica tradicional es el terreno donde nace y se desarrolla la lógica poética. Más hay que dejar en claro que esta lógica no puede nunca tener la pretensión de ser definitiva y acabada. Así como el conocimiento es infinito (porque el objeto del conocimiento también lo es), la lógica poética es inabarcable (porque los campos de la fantasía lo son también). Pero así como en términos relativos se pasa constantemente de lo desconocido a lo conocido, se puede transitar en los mismos términos, de la ausencia de la lógica poética a la develación de ella. La lógica poética tiene, pues, un camino infinito que recorrer. El poeticismo no hizo otra cosa que llamar la atención sobre su existencia y emprender la complicada labor de dar los primeros pasos. La lógica poética no tiene fin, ni puede constituir un sistema acabado, porque tanto el afuera del hombre (la realidad en sí misma) como el adentro de él (la imaginación) son infinitos.

Una última cosa: aunque el poeticismo estuvo influido por las vanguardias (desde el futurismo hasta el estridentismo pasando por el creacionismo) no fue ni tenía pretensión de ser un movimiento de vanguardia. La razón de esto resulta ahora ya muy comprensible: las vanguardias rechazaban las viejas maneras de poetizar a favor de lo nuevo, mientras que el poeticismo busca la lógica poética que subyace tanto en lo nuevo como en lo viejo.
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lunes, 21 de marzo de 2011

Cartelera de revistas: Los Perros vs Los Bastardos

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Debido a mis últimas incursiones a la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería, me hice de dos publicaciones que están dando todo de sí dentro del ámbito literario, adversarias gemelas dentro de la épica que es la literatura. Para algunos irreverentes, publicar una revista literaria supone por sí misma una tarea heroica: Perros del alba y Los bastardos de la uva. La primera revista regresa después de un impasse que la había dejado suspendida en el aire después de un salto desde la quinta cuerda; la segunda viene de parir tres números al hilo, con K.O incluido, que han servido para sacar a relucir a los borrachos escritores, desde las cantinas al centro del cuadrilátero, cuyas colaboraciones tienen en común que en su momento fueron textos rechazados.

En lo fraterno de un encuentro con sus editores, ambas publicaciones llegaron a mis manos, mientras se llevaba a cabo un homenaje al escritor Eusebio Ruvalcaba por sus sesenta años, quien además de ser padrino de las revistas con las secciones “Los perros de la uva” y “Los perros bastardos”, ha sido también un espléndido manager con un récord impecable de complicidades literarias. Después del homenaje al autor de la novela Los ojos de los hombres, sé de buena fuente que ambas revistas se fueron a embriagar con Eusebio. Las puedo imaginar con un par de copas encima, poniendo las más adoloridas canciones de la rockola (José Alfredo Jiménez al fondo), sacando a relucir el charol de sus poemas. Ruvalcaba entonces dice: “me estoy yendo, señores”, como lo hizo Juan Rulfo en días de juerga. Con el último brindis de la noche, Perros y Bastardos habrán armado tal desmadre que la tertulia seguramente se convirtió en jauría. Dicen que los perros llevaron a Eusebio hasta la puerta de su casa, luego a los más heridos, a los héroes más etílicos. Dicen que al amanecer se quedaron a descansar en una azotea.

Los perros del alba, como declaró en una ocasión su fundador, Anuar Jalife, desde la cantera de Guanajuato, constituye un doble homenaje a los poemarios de Efraín Huerta y Roberto Bolaño: Los hombres del alba y Los perros románticos, respectivamente. La revista llevaba una camada de cinco números cuando una lesión en su cuerpo editorial la mandó a sala de recuperación. Fue cuando David Ortiz tuvo el mérito de proporcionarle una terapia intensiva, que la puso de nuevo en pie, lista para la contienda. Cuenta por su parte Ricardo Lugo-Viñas, en el primer número de Los bastardos de la uva, que el nombre de esta revista está inspirado en un insulto que le propinó un borracho en su cantina favorita, mientras esperaba la llegada de una dama de ocasión. Desde ese momento los bastardos han desnudado las intrínsecas relaciones del alcohol con la literatura, las más de las veces de forma beligerante.

Previo a la contienda por el título de esta columna indómita, ambas publicaciones se acompañan durante todo el entrenamiento. Se les ve caminar por las calles del Centro Histórico, subiendo y bajando las escaleras del Palacio de Minería. Atienden las recomendaciones de Eusebio en cuanto al ritmo que deben seguir para mantener su periodicidad: “menstrual” o “semenstral” como dirían los infras. Las revistas se resguardan en las mochilas. Llegan a una cantina, entonces piden la primera ronda con tequila, aunque los menos prefieren Vodka. Se quitan el marasmo; ambas se toman la foto con el cantinero, sonríen, se pesan. Un jurado improvisado aprueba sus ligerezas.

Ambas revistas piden una segunda ronda de bebidas. Se le mira alegres, afinando la voz. Se han ejercitado con ensayo, poesía, cuento y entrevista. Incluso aparecen fragmentos de una novela. Se toman de la tercera cuerda y en el cuarto trago, ya bien pedos, se van a la cuarta caída en un mano a mano por el título. Con el quinto trago ambas quedan tendidas sobre el cuadrilátero. Al siguiente día se despiertan con un dolor de encabezados envidiable. Inocentes, se miran entre sus páginas, supervivientes de la juerga callejera. Conversan, ya no en la embriaguez de la poesía sino en el estado de lucidez provocado por la cruda.

Los perros del alba en su sexta edición, abre con una crítica sobre la perdición literaria (en su más extenso sentido). Alejandro Pérez Cervantes rescata a dos personajes “inmersos en un extraño diálogo a través del tiempo: un escritor perdido traduciendo a otro escritor perdido”: Ambrose Bierce y Rodolfo Walsh; mientras que Los bastardos de la uva, abre con el cuento de un “héroe cáido” (en total correspondencia con el dossier de la otra): la historia de “el Chompis”, escrita por Hugo César Moreno Hernández, que quería llegar a ser de los grandes en el pambol. un canalla que terminó su vida a trancazos, muerto como un “perro famélico” después del ultraje cometido.

Julio César Chávez, por otra parte, es visto por Luis Miguel Estrada desde la óptica del boxeador caído, víctima de sus propios excesos, con el poder del espectáculo vuelto instrumento político. Incluso el boxeador, dice el artículo, fue de los primeros deportistas que exhibieron su amistad con miembros del narco. Salinas, por su parte, recibió los guantes del entonces campeón, después de indicarle a Chávez, ante un empate deslucido, que su lugar estaba en el ring, no junto a un político más allá del bien y del mal. Salinas de manera similar había recibido por parte del asesino del poeta salvadoreño Roque Dalton, Joaquín Villalobos (ahora asesor de seguridad de Felipe Calderón), la AK-47 que antes le había regalado Fidel Castro. El héroe mítico que era Chávez no pudo con el peso del estigma de la derrota.

Así de fuerte es el imaginario colectivo, el mismo que alza y tumba a figuras de la talla de José José o José Alfredo. Me gustan las correspondencias en este sentido, pues mientras que en Los bastardos de la uva aparece un epígrafe apuntado por Ismael Betancourt de José Alfredo Jiménez que dice: “ahorita ya no sé si tengo fe”; en Los perros del alba Marco Vuelvas nos cuenta de su visita a una cantina en donde Pepe-Pepe (para los cuates) forma parte de la educación sentimental de muchos mexicanos. Hay también en Los bastardos de la uva crónicas ficticias que abordan visitas inhóspitas a tugurios citadinos. No cabe duda que el líquido amniótico de esta publicación es una noche llena de fugitivos.

Por su parte, Eusebio Ruvalcaba en Los Bastardos de la uva rescata de la congestión retórica a Miguel A.L Morgan, quien a su vez presenta un fragmento de novela excepcional para los que gustan de buena literatura en torno al tema del crimen organizado, donde se da un viraje interesante cuando pone a un judicial como el mejor elemento, antihéroe dentro de la misma corporación. Fernando Brito por su parte en Los Perros del alba, nos retrata esta cruda realidad. Las imágenes en calma de la naturaleza contrastan con la soledad de los asesinados, “en espera de que pase el infierno” como versa la última línea de un poema de Mariana Salido, joven poeta que como dice Eusebio “a la intensidad suma el prodigio”. Y es que al leer una revista literaria como ésta, nos adentramos a los infiernos de la condición humana, no tanto por la revelación de lo sórdido, sino lo sórdido que puede encontrarse en un atisbo de belleza.

A estas alturas de la columna, me dispongo a tomarme un mezcal, pues la lectura y la escritura me han puesto un tanto sediento. Por eso mismo Roberto Bolaño declaró alguna vez que si no hubiese sido escritor quizá habría vivido más tiempo. Lo hago, voy a servirme otro trago, como lo recomienda Marco Vuelvas antes de terminar de leer su artículo sobre la perdición de “El Príncipe”, que también de manera efectiva pudo haber aparecido en Los bastardos de la uva. Sólo le faltó contar a Vuelvas (porque quizás no lo sabe), que en el Parque de la China (en la colonia Clavería), antes de su incuestionable “recuperación”, se le podía encontrar “en el camino del ebrio”a José José dormido en una banca, olisqueado por los perros sin dueño, lugar en donde actualmente se le ha levantado una pequeña estatua en su memoria, con micrófono en mano cantando “espera un poco, un poquiiiito más”. De esta forma, el compositor Jorge Vidales parece contestarle: “la última y nos vamos” como el título de su columna bastarda cuya partitura es el cierre de una revista que bien puede terminar de leerse en un cuarto trago de mezcal, puesto que en ella sólo hay “letras para trastabillar en las cantinas”. El cierre de la revista Los perros del alba son sus columnas, bien defendidas por su terna de colaboradores, donde se pueden leer comentarios sobre música, libros de poesía, cine, el ejercicio mismo de la escritura, entre otros. Disfruté leer la entrevista al poeta Luis García, tanto que empecé a escuchar a Joaquín Sabina, amigo íntimo del poeta español, quien precisamente tiene una canción o un disco que se llama “Los perros del amanecer”.

Al fondo de la mesa, el caballito con mezcal a medio llenar, la novela de Eusebio Ruvalcaba Los ojos de los hombres haciéndome de nuevo ojitos para que continúe con su lectura, después de haber atravesado todo el norte del país, desde Ciudad Juárez a México, donde nadie ha ganado todavía la última de las batallas, “no nos han derrotado todavía”, como dice el poeta juarense Carlos Macías. Abandono entonces a ambas revistas, desgreñadas llenas de poesía, en un sillón. Mientras comienzo a leer la novela, una de ellas aúlla y la otra revista me dice “salud”.



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domingo, 13 de marzo de 2011

Minificciones de Fernando Reyes



En la crepitación de los destellos: Las luciérnagas de Fernando Reyes

Por Arturo Alvar

Los seres humanos estamos hechos de tiempo, dice Borges. Distinto a otros seres como las plantas, el universo vegetal que vive sobre la verticalidad, o los animales, cuyo atributo es el desplazamiento, situándose en la horizontalidad. Por eso el autor de La biblioteca de Babel, afirma que el tigre que ha visto el egipcio del antiguo río Nilo es el mismo que nosotros podemos ver en los ojos de un felino, ahora enjaulado, dibujando los ochos del infinito, puesto que sólo nosotros hemos concebido la historia, mientras que la conciencia de nuestra propia temporalidad es quizá la primera tragedia del mundo. La segunda tragedia sería entonces la concepción de los propios dioses, derruidos y vueltos a erigir una y otra vez bajo distintas formas. La tercera tragedia en todo caso, como señalaron los infrarrealistas, puede llegar a ser una comedia, o una crueldad irónica, como el tono del libro que presentamos en José Martí el pasado sábado.

En estos tiempos de ignominia, los dioses del anfiteatro que denunció alguna vez Francis Bacon, han adquirido las figuras del dinero, la fama, el poder; la absoluta posesión de los placeres a costa de la depredación del entorno y el abandono del propio porvenir. Por eso el narrador Italo Calvino ha dicho que la brevedad es un atributo para la literatura del próximo milenio, no sólo por su carácter posmoderno, donde los acontecimientos son acelerados a propulsión por los medios de comunicación masivos, sin dejar espacio para el ámbito reflexivo del sujeto, donde se termina perdiendo la propia referencia del ser y estar en el mundo; sino también por la vertiginosidad de la información que, en el caso de la literatura, puede llegar a arrinconarla a espacios cada vez más restringidos, no sólo en las formas de publicación, sino en los propios alcances que pueda tener, a través de la lectura, por supuesto, para penetrar en la conciencia de un proyecto humanístico, indispensable para la propia supervivencia. 

Por eso es necesario que la literatura siga iluminando las zonas de oscuridad que mellan sobre la consciencia del ser humano, que no es otra cosa sino la conciencia de nuestra propia temporalidad. El atributo que menciona Calvino, se cumple fen el narrador Fernando Reyes, cuya literatura, que la crítica suele clasificar como minificción, en el caso de su último libro de cuentos “para incendiar la oscuridad”, no es breve por lo que deja de contar, sino por el rastro de luz que alcanza en la consciencia de lo que llega a iluminar.

Con una inteligencia envuelta en las llamas de su propia crepitación, la narrativa de Fernando Reyes nos muestra el comportamiento del fuego que va consumiendo a las palabras, de principio a fin en cada cuento. Escritura de una sucesión de destellos, intermitencia que nos va dando cuenta de cada aspecto del entorno que vamos atravesando a ciegas sobre los mares del inframundo, tal como lo hace Fernando Reyes, en el medio del camino de la vida, como inicia el poema dantesco, al publicar este libro con que Versodestierro emprende la tercera edición dentro de su colección extraordinaria.

En la diversidad de temas que trata Fernando Reyes, de un dominio y eficacia envidiables, el que me deja una cicatriz incandescente es el tema de la corrosión del tiempo vivido, el breviario sobre la levedad de las cosas frente a la eternidad de un instante. Su libro me ha provocado en ocasiones una risa extraña, como la que me causan los cuentos infantiles que tienen toda la crueldad de los infantes. Me ha dejado estupefacto, con su narrativa delirante, como si hubiese tenido un sueño demasiado cargado de metáforas e imágenes. Pero más que corrompido por su literatura, después de leer este libro de cuentos, uno se siente corroído, un lector metido en las propias historias que esperan cruzar la esquina de un final que nunca se ha esperado.

En Cuentos para incendiar la oscuridad, hay un puñado de luciérnagas escritas sobre la sombra de la página. Con la lectura, subjetiva por antonomasia, de este libro, creo que con el paso del tiempo la literatura de Fernando Reyes se mantendrá con un estilo bien cimentado en el resplandecimiento, donde los relatos que sobrevivirán serán aquellos que en sus destellos, más que deslumbrar, iluminen la conciencia del instante.