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Debido a mis últimas incursiones a la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería, me hice de dos publicaciones que están dando todo de sí dentro del ámbito literario, adversarias gemelas dentro de la épica que es la literatura. Para algunos irreverentes, publicar una revista literaria supone por sí misma una tarea heroica: Perros del alba y Los bastardos de la uva. La primera revista regresa después de un impasse que la había dejado suspendida en el aire después de un salto desde la quinta cuerda; la segunda viene de parir tres números al hilo, con K.O incluido, que han servido para sacar a relucir a los borrachos escritores, desde las cantinas al centro del cuadrilátero, cuyas colaboraciones tienen en común que en su momento fueron textos rechazados.
Debido a mis últimas incursiones a la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería, me hice de dos publicaciones que están dando todo de sí dentro del ámbito literario, adversarias gemelas dentro de la épica que es la literatura. Para algunos irreverentes, publicar una revista literaria supone por sí misma una tarea heroica: Perros del alba y Los bastardos de la uva. La primera revista regresa después de un impasse que la había dejado suspendida en el aire después de un salto desde la quinta cuerda; la segunda viene de parir tres números al hilo, con K.O incluido, que han servido para sacar a relucir a los borrachos escritores, desde las cantinas al centro del cuadrilátero, cuyas colaboraciones tienen en común que en su momento fueron textos rechazados.
En lo fraterno de un encuentro con sus editores, ambas publicaciones llegaron a mis manos, mientras se llevaba a cabo un homenaje al escritor Eusebio Ruvalcaba por sus sesenta años, quien además de ser padrino de las revistas con las secciones “Los perros de la uva” y “Los perros bastardos”, ha sido también un espléndido manager con un récord impecable de complicidades literarias. Después del homenaje al autor de la novela Los ojos de los hombres, sé de buena fuente que ambas revistas se fueron a embriagar con Eusebio. Las puedo imaginar con un par de copas encima, poniendo las más adoloridas canciones de la rockola (José Alfredo Jiménez al fondo), sacando a relucir el charol de sus poemas. Ruvalcaba entonces dice: “me estoy yendo, señores”, como lo hizo Juan Rulfo en días de juerga. Con el último brindis de la noche, Perros y Bastardos habrán armado tal desmadre que la tertulia seguramente se convirtió en jauría. Dicen que los perros llevaron a Eusebio hasta la puerta de su casa, luego a los más heridos, a los héroes más etílicos. Dicen que al amanecer se quedaron a descansar en una azotea.
Los perros del alba, como declaró en una ocasión su fundador, Anuar Jalife, desde la cantera de Guanajuato, constituye un doble homenaje a los poemarios de Efraín Huerta y Roberto Bolaño: Los hombres del alba y Los perros románticos, respectivamente. La revista llevaba una camada de cinco números cuando una lesión en su cuerpo editorial la mandó a sala de recuperación. Fue cuando David Ortiz tuvo el mérito de proporcionarle una terapia intensiva, que la puso de nuevo en pie, lista para la contienda. Cuenta por su parte Ricardo Lugo-Viñas, en el primer número de Los bastardos de la uva, que el nombre de esta revista está inspirado en un insulto que le propinó un borracho en su cantina favorita, mientras esperaba la llegada de una dama de ocasión. Desde ese momento los bastardos han desnudado las intrínsecas relaciones del alcohol con la literatura, las más de las veces de forma beligerante.
Previo a la contienda por el título de esta columna indómita, ambas publicaciones se acompañan durante todo el entrenamiento. Se les ve caminar por las calles del Centro Histórico, subiendo y bajando las escaleras del Palacio de Minería. Atienden las recomendaciones de Eusebio en cuanto al ritmo que deben seguir para mantener su periodicidad: “menstrual” o “semenstral” como dirían los infras. Las revistas se resguardan en las mochilas. Llegan a una cantina, entonces piden la primera ronda con tequila, aunque los menos prefieren Vodka. Se quitan el marasmo; ambas se toman la foto con el cantinero, sonríen, se pesan. Un jurado improvisado aprueba sus ligerezas.
Ambas revistas piden una segunda ronda de bebidas. Se le mira alegres, afinando la voz. Se han ejercitado con ensayo, poesía, cuento y entrevista. Incluso aparecen fragmentos de una novela. Se toman de la tercera cuerda y en el cuarto trago, ya bien pedos, se van a la cuarta caída en un mano a mano por el título. Con el quinto trago ambas quedan tendidas sobre el cuadrilátero. Al siguiente día se despiertan con un dolor de encabezados envidiable. Inocentes, se miran entre sus páginas, supervivientes de la juerga callejera. Conversan, ya no en la embriaguez de la poesía sino en el estado de lucidez provocado por la cruda.
Los perros del alba en su sexta edición, abre con una crítica sobre la perdición literaria (en su más extenso sentido). Alejandro Pérez Cervantes rescata a dos personajes “inmersos en un extraño diálogo a través del tiempo: un escritor perdido traduciendo a otro escritor perdido”: Ambrose Bierce y Rodolfo Walsh; mientras que Los bastardos de la uva, abre con el cuento de un “héroe cáido” (en total correspondencia con el dossier de la otra): la historia de “el Chompis”, escrita por Hugo César Moreno Hernández, que quería llegar a ser de los grandes en el pambol. un canalla que terminó su vida a trancazos, muerto como un “perro famélico” después del ultraje cometido.
Julio César Chávez, por otra parte, es visto por Luis Miguel Estrada desde la óptica del boxeador caído, víctima de sus propios excesos, con el poder del espectáculo vuelto instrumento político. Incluso el boxeador, dice el artículo, fue de los primeros deportistas que exhibieron su amistad con miembros del narco. Salinas, por su parte, recibió los guantes del entonces campeón, después de indicarle a Chávez, ante un empate deslucido, que su lugar estaba en el ring, no junto a un político más allá del bien y del mal. Salinas de manera similar había recibido por parte del asesino del poeta salvadoreño Roque Dalton, Joaquín Villalobos (ahora asesor de seguridad de Felipe Calderón), la AK-47 que antes le había regalado Fidel Castro. El héroe mítico que era Chávez no pudo con el peso del estigma de la derrota.
Así de fuerte es el imaginario colectivo, el mismo que alza y tumba a figuras de la talla de José José o José Alfredo. Me gustan las correspondencias en este sentido, pues mientras que en Los bastardos de la uva aparece un epígrafe apuntado por Ismael Betancourt de José Alfredo Jiménez que dice: “ahorita ya no sé si tengo fe”; en Los perros del alba Marco Vuelvas nos cuenta de su visita a una cantina en donde Pepe-Pepe (para los cuates) forma parte de la educación sentimental de muchos mexicanos. Hay también en Los bastardos de la uva crónicas ficticias que abordan visitas inhóspitas a tugurios citadinos. No cabe duda que el líquido amniótico de esta publicación es una noche llena de fugitivos.
Por su parte, Eusebio Ruvalcaba en Los Bastardos de la uva rescata de la congestión retórica a Miguel A.L Morgan, quien a su vez presenta un fragmento de novela excepcional para los que gustan de buena literatura en torno al tema del crimen organizado, donde se da un viraje interesante cuando pone a un judicial como el mejor elemento, antihéroe dentro de la misma corporación. Fernando Brito por su parte en Los Perros del alba, nos retrata esta cruda realidad. Las imágenes en calma de la naturaleza contrastan con la soledad de los asesinados, “en espera de que pase el infierno” como versa la última línea de un poema de Mariana Salido, joven poeta que como dice Eusebio “a la intensidad suma el prodigio”. Y es que al leer una revista literaria como ésta, nos adentramos a los infiernos de la condición humana, no tanto por la revelación de lo sórdido, sino lo sórdido que puede encontrarse en un atisbo de belleza.
A estas alturas de la columna, me dispongo a tomarme un mezcal, pues la lectura y la escritura me han puesto un tanto sediento. Por eso mismo Roberto Bolaño declaró alguna vez que si no hubiese sido escritor quizá habría vivido más tiempo. Lo hago, voy a servirme otro trago, como lo recomienda Marco Vuelvas antes de terminar de leer su artículo sobre la perdición de “El Príncipe”, que también de manera efectiva pudo haber aparecido en Los bastardos de la uva. Sólo le faltó contar a Vuelvas (porque quizás no lo sabe), que en el Parque de la China (en la colonia Clavería), antes de su incuestionable “recuperación”, se le podía encontrar “en el camino del ebrio”a José José dormido en una banca, olisqueado por los perros sin dueño, lugar en donde actualmente se le ha levantado una pequeña estatua en su memoria, con micrófono en mano cantando “espera un poco, un poquiiiito más”. De esta forma, el compositor Jorge Vidales parece contestarle: “la última y nos vamos” como el título de su columna bastarda cuya partitura es el cierre de una revista que bien puede terminar de leerse en un cuarto trago de mezcal, puesto que en ella sólo hay “letras para trastabillar en las cantinas”. El cierre de la revista Los perros del alba son sus columnas, bien defendidas por su terna de colaboradores, donde se pueden leer comentarios sobre música, libros de poesía, cine, el ejercicio mismo de la escritura, entre otros. Disfruté leer la entrevista al poeta Luis García, tanto que empecé a escuchar a Joaquín Sabina, amigo íntimo del poeta español, quien precisamente tiene una canción o un disco que se llama “Los perros del amanecer”.
Al fondo de la mesa, el caballito con mezcal a medio llenar, la novela de Eusebio Ruvalcaba Los ojos de los hombres haciéndome de nuevo ojitos para que continúe con su lectura, después de haber atravesado todo el norte del país, desde Ciudad Juárez a México, donde nadie ha ganado todavía la última de las batallas, “no nos han derrotado todavía”, como dice el poeta juarense Carlos Macías. Abandono entonces a ambas revistas, desgreñadas llenas de poesía, en un sillón. Mientras comienzo a leer la novela, una de ellas aúlla y la otra revista me dice “salud”.
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