Por Arturo Alvar
Los seres humanos estamos hechos de tiempo, dice Borges. Distinto a otros seres como las plantas, el universo vegetal que vive sobre la verticalidad, o los animales, cuyo atributo es el desplazamiento, situándose en la horizontalidad. Por eso el autor de La biblioteca de Babel, afirma que el tigre que ha visto el egipcio del antiguo río Nilo es el mismo que nosotros podemos ver en los ojos de un felino, ahora enjaulado, dibujando los ochos del infinito, puesto que sólo nosotros hemos concebido la historia, mientras que la conciencia de nuestra propia temporalidad es quizá la primera tragedia del mundo. La segunda tragedia sería entonces la concepción de los propios dioses, derruidos y vueltos a erigir una y otra vez bajo distintas formas. La tercera tragedia en todo caso, como señalaron los infrarrealistas, puede llegar a ser una comedia, o una crueldad irónica, como el tono del libro que presentamos en José Martí el pasado sábado.
En estos tiempos de ignominia, los dioses del anfiteatro que denunció alguna vez Francis Bacon, han adquirido las figuras del dinero, la fama, el poder; la absoluta posesión de los placeres a costa de la depredación del entorno y el abandono del propio porvenir. Por eso el narrador Italo Calvino ha dicho que la brevedad es un atributo para la literatura del próximo milenio, no sólo por su carácter posmoderno, donde los acontecimientos son acelerados a propulsión por los medios de comunicación masivos, sin dejar espacio para el ámbito reflexivo del sujeto, donde se termina perdiendo la propia referencia del ser y estar en el mundo; sino también por la vertiginosidad de la información que, en el caso de la literatura, puede llegar a arrinconarla a espacios cada vez más restringidos, no sólo en las formas de publicación, sino en los propios alcances que pueda tener, a través de la lectura, por supuesto, para penetrar en la conciencia de un proyecto humanístico, indispensable para la propia supervivencia.
Por eso es necesario que la literatura siga iluminando las zonas de oscuridad que mellan sobre la consciencia del ser humano, que no es otra cosa sino la conciencia de nuestra propia temporalidad. El atributo que menciona Calvino, se cumple fen el narrador Fernando Reyes, cuya literatura, que la crítica suele clasificar como minificción, en el caso de su último libro de cuentos “para incendiar la oscuridad”, no es breve por lo que deja de contar, sino por el rastro de luz que alcanza en la consciencia de lo que llega a iluminar.
Con una inteligencia envuelta en las llamas de su propia crepitación, la narrativa de Fernando Reyes nos muestra el comportamiento del fuego que va consumiendo a las palabras, de principio a fin en cada cuento. Escritura de una sucesión de destellos, intermitencia que nos va dando cuenta de cada aspecto del entorno que vamos atravesando a ciegas sobre los mares del inframundo, tal como lo hace Fernando Reyes, en el medio del camino de la vida, como inicia el poema dantesco, al publicar este libro con que Versodestierro emprende la tercera edición dentro de su colección extraordinaria.
En la diversidad de temas que trata Fernando Reyes, de un dominio y eficacia envidiables, el que me deja una cicatriz incandescente es el tema de la corrosión del tiempo vivido, el breviario sobre la levedad de las cosas frente a la eternidad de un instante. Su libro me ha provocado en ocasiones una risa extraña, como la que me causan los cuentos infantiles que tienen toda la crueldad de los infantes. Me ha dejado estupefacto, con su narrativa delirante, como si hubiese tenido un sueño demasiado cargado de metáforas e imágenes. Pero más que corrompido por su literatura, después de leer este libro de cuentos, uno se siente corroído, un lector metido en las propias historias que esperan cruzar la esquina de un final que nunca se ha esperado.
En Cuentos para incendiar la oscuridad, hay un puñado de luciérnagas escritas sobre la sombra de la página. Con la lectura, subjetiva por antonomasia, de este libro, creo que con el paso del tiempo la literatura de Fernando Reyes se mantendrá con un estilo bien cimentado en el resplandecimiento, donde los relatos que sobrevivirán serán aquellos que en sus destellos, más que deslumbrar, iluminen la conciencia del instante.
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