sábado, 26 de diciembre de 2009

El requinto onírico

Una mañana por fin creyó recordar algo. Se levantó apresurado y sacó la guitarra, los papeles pentagrafiados, la grabadora digital y el amplificador. Empezó a tocar, tratando de reproducir lo que había soñado, pero no le fue posible; estaba completamente desilusionado.

Abrió la ventana para ventilar su cuarto, es difícil mantenerse fresco bajo el ardor del desierto. El jazz no le dejaba para vivir. Por las noches tocaba en un bar taciturno, El Bep, no muy lejos de la avenida principal. Por las mañanas intentaba componer un disco, esperando reunir algo más de dinero para comprar una camioneta gabacha, con el deseo loco de realizar una gira por todo el país. Pero sobre todo, no quería verse obligado a trabajar en la línea de producción de alguna maquiladora, eso si es que tenía suerte y lo contrataban como mano de obra barata. Se negaba a aceptar que no podría él solo. Esta mañana, por lo pronto, no intentaría ninguna composición nueva.

Se sentía algo frustrado por lo que le pasaba. Cayó en cuenta, en medio de la peor crisis, que andar como músico no es fácil. Se consolaba con pensar que todavía estaba chavo. Al llegar la noche, mientras tocaba, empezó a preguntarse por qué nunca lograba recordar lo que escuchaba en sus sueños, sin poner mucha atención en lo demás. Se olvidaba de la banda y sólo quedaban él y Nat, su amigo contrabajista con quien rentaba la planta baja de una casa, en la que continuamente llegaban a vivir personas que intentaban cruzar la frontera. Tiempo atrás, un chilango saxofonista emigrado al norte, había tocado con ellos en distintos antros de mala muerte, pero después se entregó al alcohol por completo. Después Kata también los había abandonado, la afroamericana con voz de falena noctámbula había dejado la frontera, porque con tanta violencia “ya no se puede cantar tranquilamente”.

Si bien el saxo del chilango bebedor les hizo pasar buenos momentos de música, serenatas de blues al fondo de una calle vacía, con la ventana cerrada de una novia invisible; sin la voz de Kata se consideraban completamente perdidos, entre otras razones, puesto que por ella los habían contratado en El Bep. Ahora tendrían que tocar en los camiones, lidiar con los reguetoneros y seudorraperos que andan de cacharpos y, sobre todo, soportar los corridos de narcos que ponen los choferes a todo volumen. Con eso se torturaban Nat y él al hablar sobre el futuro más inmediato.

De lo único que estaba seguro era que amaba la música. La consumía de manera exquisita, o más bien la música lo consumía. Sus preferidos no eran tanto los grandes, sino aquellos músicos que lograban por momentos, en algunas canciones, el grado máximo al que se puede aspirar: “a transparentar la sangre escuchando el torrente del corazón”, como él siempre pensaba en sus sueños, pero no lo alcanzaba a decir en el instante del despertar.

Sus ideas eran pocas y raras. Por ahora el jazz ocupaba sus dedos, pero más allá un umbral le esperaba; adentro de su memoria se encontraban las guitarras estridentes y, todavía un poco más adentro de sí mismo, se encontraba su música, la creación que tejía el prodigio de un requinto para salvarse. Alguna vez pensó que dentro del bar nocturno de su cerebro, habitaban rolas que llegaban a igualar a sus maestros. Después lo consideró y se abstuvo de juicios tan a la ligera, pero es que en verdad creía que la música de aquellos sueños era sublime, en sueños que hacían surgir de entre las cuerdas las sombras fugaces de sus dedos.

Así le gustaba pensar, mientras tocaba. Se le hacía más difícil estar en el mundo real y analizarlo todo al mismo tiempo. En la canción encontraba un mundo aislado, más comprensible para su persona y capaz de resolver sus pequeños problemas. Pero en sus sueños era donde pertenecía el guitarrista poeta. Soñaba en notas casi imposibles de tocar, espacios en blanco, en espera y poco a poco los bemoles de un piano estremecido asaltaban a un tren en marcha, prolongando la noche con su tacto de arena en las dunas del sonido. Un gesto de rebeldía sonaban entre las cuerdas y el lenguaje armónico se adentraba en lo más profundo de su existencia humana.

Al despertar sucedía –cada vez más seguido- el presentimiento de que la canción todavía susurraba en su cuerpo, pero al tratar de transportarla al mundo real, se esfumaba, igual que el humo danzante de todos los cigarros consumidos en El Bep. Ya entrada la noche, ese día el dúo terminó con algo de su siempre repetida: “tú puedes escucharme, pero yo te puedo amar”, como también era su vida, una intervención de cuerda vertiginosa en el mundo, a la que sólo podía escuchar y amar en el secreto de sus sueños.

Se acordó que una vez, cuando era un niño, logró traer a su mente la tonada que había soñado, la estuvo chiflando durante todo ese día y su papá le dijo “esa canción que chiflas suena bien”. Él le contestó que la pasaban en la radio y no se habló más del asunto. Fue la única vez que pudo recordar un sueño musical. Su papá nunca supo que él la había compuesto toda entera.

Se despidió de los meseros y decidió caminar hasta su casa. Esa noche no durmió. Padecía insomnio algunas ocasiones, pero no pensaba ni hacía nada excepto poner a Pink Floyd bajo sus audífonos y cerrar los ojos. Entonces venía el sueño, aparecían guitarras y las mismas sombras cubriendo las cuerdas. La batería a lo lejos, casi imperceptible, entonces venía el grito de una vocalista. De pronto, una voz se prolongaba en el aire rojizo de un desierto, el cual transparentaba las llamas de una ciudad cubierta por la catástrofe, contemplando todo el abandono: la ciudad y sus antros destruidos; melodías sofocadas por el resonar de las sirenas; un deshuesadero de teclados, guitarras y baterías; instrumentos musicales sustituidos por cuernos de chivo y granadas de mano.

Se despertó con una cruda acústica muy fuerte. La cabeza le estallaba y luego casi le revienta cuando se percató de que su aparato de sonido se había quemado. No tenía dinero para componerlo. Dio todo un viaje por el lado oscuro de la luna y la anduvo recorriendo como veinte veces antes del amanecer. Los oídos le retumbaban, pero en verdad disfrutó cada augurio de los Pink Floyd.

En realidad no era tan importante el estéreo; en su potencial interno creaba música suficiente hasta el fin de sus noches. De niño incluso cree que durmió escuchando la flauta mágica de Mozart, aunque de eso no siempre estuvo tan seguro. ¿Para qué se necesitan cosas materiales teniendo el poder de los sueños? Pero sentía hambre y los sueños no llenaban el estómago. El refrigerador aún estaba vacío. Tenía que lograr de alguna forma recordar su música. Su mayor contradicción era saber la respuesta y tener hambre, no sólo de la que aparece en el estómago, tenía hambre de triunfo, hambre de felicidad y de muchas otras hambrunas que también pueden matar a las personas. ¡Qué diablos pasa en este mundo!

Aborrecía la vergüenza, pero más detestaba sentir lástima. Tragó con orgullo un pedazo de bolillo y salió apresuradamente, mientras el sol se ocultaba entre la ciudad.

El bar y el jazz se habían vuelto una rutina tediosa. A veces tocaba totalmente ausente, sin hacerle caso a nadie. Incluso su Gibson llegó a parecerle traicionera pero no, ella no tenía la culpa. Llegar a su casa y dormir era la seguridad de que al despertar sucedería lo mismo. Ya estaba cansado del olvido, de tomar esa distancia con el mundo.

Aquella noche que descubrió al chilango tocando fue la más amarga que recuerda. Soñaba estar escuchando una canción extraordinaria, de pronto despertó y se dio cuenta que en la planta baja, Nat había llegado con el chilango saxofonista y antiguo miembro del grupo, ambos hasta la madre de pedos, y a cierta altura el chilango había tomado su guitarra y la tocaba de manera precoz y desafinada. La realidad era esa: jamás había soñado los sonidos armoniosos, nunca en su mente creaba las más sublimes canciones antes oídas. Todo reafirmaba lo que el mundo le escupía diariamente: naciste fracasado.

No habló de ese asunto con Nat al día siguiente, ni por la tarde cuando se recuperaban, ni cuando caminaron juntos hasta el bar. Estaban desarreglados y sin bañarse. No le había quedado más remedio que seguir la juerga con sus amigos. Durante parte de la noche, que había llegado demasiado rápido, sostuvo su guitarra y tocó sin conversar. La gente realmente no le tomaba en cuenta, ellos iban a lo suyo, no a la música. De pronto no le vio sentido a la creación del arte. Él que siempre supuso necesario el orden de las cosas y la búsqueda de sí mismo, nunca había aprendido a perderse en las fronteras del amor que predicaba. “Al menos ese pinche chilango lo logró anoche”. Es duro cuando lo que crees se desvanece inexorable ante tus manos, porque las manos están hechas para crear. Nunca sería, pues, un hombre pleno. En el bar se encontraban algunas parejas coqueteando y uno que otro ebrio ya entrada la noche.

Lo que sucedió empezó casi imperceptible pero fue llegando más fuerte, todos lo recuerdan de forma vaga; sólo dijeron que, ya casi para cerrar, comenzó a escucharse una guitarra que rompió con el ambiente muerto del lugar. Era el chico que se encontraba con el grupo. Algunos le habían visto antes con indiferencia, pero les atrapó sin más. Nat trató de seguirle sin éxito. Al principio parecía estar moviendo los dedos, muy rápido. Luego ya no parecía moverlos, no se parecía a nada que hubiesen visto o escuchado antes. Era realmente impresionante. La música quedaba fija en el firmamento, una melodía cósmica de las esferas a lo lejos.

Es cierto que suceden cosas indecibles, pero hay acontecimientos sin nombre, como el de aquel chico de la lira en aquel bar. Así lo recuerdan. Cuando terminó, todos estaban acabados. De una manera el hecho los había extasiado hasta la tranquilidad de un mar sin olas. El músico salió corriendo del bar muy consternado, con pasos cortos, a un lado de la banqueta.

Entró a la casa y subió a la azotea. Como siempre, no se veían muchas estrellas, pero necesitaba tranquilidad después de mantener a tal grado su ser. Es verdad, lo que soñaba era veraz y extraordinario. Aún le retumbaba la música que era su música. Estaba toda en su cabeza. Cada nota, cada movimiento, cada tiempo, lo recordó completo y claro. Qué raro se siente, pensó, he cruzado el límite del ansia. Sin embargo, poco a poco se fue calmando hasta que nuevamente no recordó nada, pero ya no estaba deprimido ni angustiado. Sí, es cierto que esa noche le llegó a los grandes con su talento. También es cierto que aquella rola nunca más la recordó. Pero vinieron otras noches y vendrán otras noches para recrear al mundo y a su requinto onírico.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Salir de las cuerdas

Darse en la madre porque nos parió la poesía
un día de catástrofes para ángeles caídos
ya no abrirán sus alas para escapar del cielo
sólo este suelo que recuerda nuestras tumbas
un parque de fresnos para un cementerio
estatuas que en vuelo esculpe la muerte
sueño del bosque relumbra los huesos
nos lleva a saciar la sed con lluvia.

Darse en la madre porque nos parió la poesía
lo mismo en callejones que antiguas cantinas
no es que la rima quedara de golpe
fue la madriza que llevó el retoque
en una esquina la cólera estética
el vaso diáfano que el tequila incinera
en otra una mano que escribe la aurora
lo escrito amanece en la cruda de mi hora.

No hay argumentos para este insaciable deseo
de darse en la madre en el centro del ring
como lo quiso Maffio como se quiere al fin
un atajo inequívoco a la muerte
salir a pelear a pesar de la derrota
hasta acabar con la costra de tu sangre derramada.
Ya no hay mafia, sólo hay Maffio

lunes, 14 de diciembre de 2009

Los ojos de los perros



Los ojos de los perros

A Eusebio Ruvalcaba

En esta ciudad vacía y desnuda
tristeando en solitario
los perros te acompañan:
uno de ellos se muerde la cola y aúlla
otro con rabioso se esconde de la luna
aquél, más sensible, olfatea la poesía
en el hueso que roe un camarada.

Una perra en su mirada está dios que ladra
cuida a unos niños, sus hijos
Rómula y remo en un andén del metro
sacando el colmillo
para que puedan dormir tranquilos
después de haber chupando teta de la Vía Láctea:
xólotl-escuincles malcriados por el hambre
por el mísero bocado que masticas con un trago
de aguardiente, con la botella entre las patas
cauterizas la noche de intemperies
borracho de lujurias para una jauría
pidiendo por tu corazón en celo:

Entrégate a ellos
los perros corrientes como tú
de raza fiel
pueden dejarse matar por sus amos
pero ellos, sin más amo que la noche
te llevan siempre de regreso a casa.

Y tú no eres ya el mismo al alba.

Cópula de nadie (poema de Arturo Alvar)







 
IV

Rompo tus pasos
irrumpo en la catástrofe del páramo
los retornos no existen
polvo que se queda en nuestras manos

El rescoldo se avecina

en el límite del ansia
grito que declina a un sol
amoratado por la autora
tejido en el lienzo del desierto

Soledad que es cólera fortuita

cúmulo de cráneos
desvelo sin ojos
una rosa lapidada en hojarascas
por aprócrifos verdugos de tu cuerpo.

La muerte inefable

inhóspita como este tiempo
el abordaje a un sonido
de tren cargado con brazos
mutilados en el hondo crujir
del engranaje.

Los dedos se colapsan:

sólo queda escribir con la mirada.

Arturo Alvar

domingo, 6 de diciembre de 2009

Espacio en negro

Música de lotos

Escribir para no suicidarse..
EGRA

Koji iba a hacerlo, qué hacer frente a tantos Cristos crucificados. Salió del cine. Traía consigo el libro donde, sin saberlo, le estaba cifrado otro destino. Ese contacto con lo que estaba escrito, le rodeaba. Se sacudió y contrajo al leer una página azarosa, en lo que caminaba, bajo los puentes, a su departamento de Nebraska. Algunos recuerdos pasaron en un primer hojeo, desde sombras de la guerra hasta el rostro del narrador, con quien viajó por toda España. Años atras, en Toledo, bajaron juntos una cuesta empedrada, al pie de las murallas, atisbando mezquitas, disfrutaron perseguir trenes que se escapaban de sus relojes atrasados. Luego, recordó, cerca de la frontera con Portugal, en Guadalupe, subieron por un bosque, hasta encontrar una Ermita y muy cerca de ahí, aislado, un caballo encadenado a un árbol. Sintieron compasión, pero sólo Koji se atrevió a acariciarlo. Ambos vieron el horizonte, como tratando de encontrar una montaña. Un espíritu tan vasto como el de Ryoko, que los dos reconocían pero que en ella se mostraba como algo incomprensible y cerrado. ¿Ryoko está enamorada de ti? Preguntó Koji, asombrado al ver el pañuelo blanco con la inscripción de un templo budista que le había regalado Ryoko al joven poeta. Sólo es un regalo, contestó. Aparte de sus libros, había traído consigo un legajo de grabados adquiridos en una imprenta popular de México. Se los obsequió a Ryoko, la primera persona que le brindó su amistad desde el otro lado del charco. Unos días después, ella apareció con el pañuelo, un loto grabado en él, suave para acariciar el atardecer incendiado de los techos toledanos, junto a un kanji atravezado por la transparencia del día. ¿Qué significan esos signos? Preguntó el poeta en un momento del viaje a Koji. No es tan fácil de traducir, contestó, digamos que es un camino que puede conducir a la felicidad. Por supuesto, dijo el autor, he tenido ese presentimiento desde que llegamos anoche a este monasterio.

Koji recuerda, camina, abre la puerta, su mujer lo espera...