domingo, 19 de julio de 2009

Traslaciones

En esta ciudad abominable pasa algo peor que los espejos y las cópulas. Estamos hechos de traslados y distancias. El tiempo nos consume, animal hermoso que digiere al mundo. Nunca había sentido de tan intensamente este viaje narrado a diario como en cuenta regresiva. Cataclismo fallido, pues todo sigue en pie, concentrando el caos. Después de atravezar la ciudad, puntos cardinales desconocidos, rutas deshabitadas por el aguacero, pasillos llenos de basura, el regreso sin Ítaca, los bosillos vacíos, la limosna arruinada. Algunas veces pienso que no hay nadie en el mundo que esté dispuesto a tal o cual barbaridad, que algo así pueda ser posible. Estamos tan expuestos a la contingencia, que un simple traslado es disyuntiva entre la espera de la vida y el tráfico a la muerte. Prefiero caminar aún sea de subida. Existen las hazañas de miles de jóvenes que todos los días se trasladan de sus hogares hasta Ciudad Universitaria, la Escuela Nacional de Artes Plásticas, la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en el mejor de los casos, como Joaquín, Lalo o Juan de Dios lo hicieron buena parte de su carrera, estudiando en los camiones, andenes y asientos del metro. Abro un libro para esconderme, me confieso caracol y al igual que todos, derivo en el ser lo que ocultamos, sin coraza y babeantes de infinita oscuridad. A veces, cuando he querido salir de esta ciudad, ella no me deja, me hace perder los estribos y voy blasfemando las horas carcomidas, donde trato de alcanzar los límites del alba. Ella me acaricia con sus cabellos de luz, me besa con sus labios de lámpara encendida, sostiene mis párpados de insomnio perene. Sólo la azotea del edificio gris de diez pisos de la Unidad Marina-Nacional, donde acostumbro subir con Javier, Luis y el Chino, me permite liberar este vicio de no dejar de ver el horizonte. Me recuerda un poco a ese sueño continuo que sólo se interrumpe con la llegada del día, con el paso del tiempo en el que he aprendido a sumar identidades: la otredad de lo indistinto. A cada lugar que llego, de pronto, ya me siento parte. Soy una extremidad de la ciudad, xelhua, una constelación amputada del firmamento, alumbramiento desprendido en ágatas de furia, efluvio detenido en lo incandescente de una vela, donde voy navegando proscrito en "mi barco izado de poemas".