sábado, 6 de marzo de 2010

Realidad

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Desde que entró en rehabilitación esta computadora, no he podido escribir regularmente en el blog; aún le hace falta una memoria suficiente para que pueda estar a la velocidad de mi pensamiento y reaccione, por fin, a los estímulos de los dedos, maldita frigidez de la tecnología, pues cuando escribo y consulto información resulta que a veces se tarda demasiado antes de abrirme alguna página, que en nada coincide con el buscador. Hablo con ella, pero ella me desconoce. "Fue un desmadre componer esta compu", me había dicho Rodrigo la última vez y le he llamado de nuevo para que pueda atenderla de inmediato, pero resulta que aún no tengo dinero para instalar otra memoria. Además, para que la vuelva a arreglar tendré que dejársela un par de días más y, en consecuencia, la imposibilidad de teclear... no de escribir.

Esto me ha obligado a llenar de signos los papeles que ya no me sirven, formándose palimpsestos con una caligrafía que a veces también me desconoce. Había perdido el callo que hace el bolígrafo, pero de nuevo empieza a dibujarse; son esos signos en el cuerpo que nunca deberán desaparecer en un escritor. El recurso del papel en blanco me hizo pensar en la cima de una montaña, ante el vacío que nos provoca el mundo virtual de la pantalla de la computadora, en donde leemos algo que se desprende de nosotros y el mundo.

Ahora he leído, sobre todo, en los andenes y vagones del metro. A veces es complicado estar al tanto de lo que pasa entre la lectura y el bullicio, pero otras se entra por entero en el umbral de lo que ocurre. Una mujer miraba al hombre que leía, advertía su mirada yendo y viniendo de un lado a otro de las páginas, parándose cuando el recorrido hacía vibrar el tren y tenía que apretar la mano para asirse mejor del tubo. Era la hora pico, el montón de gente, pero entre ambos se había quedado de pronto un espacio vacío, un túnel que los hacía visibles en sus rostros, afanados por hallarse en la interpretación de ese momento. Él leía un poema en el que una mujer había abandonado a su amante en un tren, amante de un amor pasajero. Cuando llegaron a la estación y se abrieron las puertas del metro, él sólo alcanzó a alzar la vista, para mirarla perderse entre la muchedumbre.
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