Paseaba por los pasillos del panteón francés, buscando estatuas de ángeles caídos. Mis ojos hacían algo parecido con el libro de Ovidio, El arte de amar, como queriendo enterrar sus páginas al fondo del recuerdo, hasta que depositaron mi mirada en una tumba abierta. Me pregunté de quién sería aquella boca sin fondo, la respuestas de los árboles fue: tal vez el último refugio que esperaba Huidobro al final de Altazor. "He aquí la muerte que llega como la tierra al globo que cae". Entonces me senté a leer a las orillas del agujero, pensé en mi propio obituario y unos días más tarde escribí: "Escapan los gusanos de tu fosa/ íntima fosa sin reposo/ no cansados con comerse los ensueños/ en hondos vivideros/ frescos en otoño./ Pujante fosa/ ¿quién nacerá? /Es tu cadáver/ que exquisito cae como las hojas/ facciones de otra cara en los escombros. / Sólo hacen cosquillas los entierros. / Ya no hay huesos, sólo están las lápidas / muda floración de los retoños/ la muerte que bosteza y siembra un coro". A finales de 2004 Obituario era ya un libro de poemas, como dice Sabines, recién parido en el lecho de la muerte.
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