miércoles, 16 de septiembre de 2009

La nada de los dioses

Fue en el segundo año del dios de viento, cuando los hombres abandonaron la ciudad buscando otro cardinal del mundo. 

Aquellos edificios fueron vaciados por la tolvanera de voces que llegaron como una premonición de la derrota. 

¿Volveremos al bosque? Se preguntaban, mientras las construcciones encallaban en soledad, trasatlánticos encadenados en una bahía desierta. 

Pasó el tiempo de la siembra cuando los albañiles descifraron el umbral de la guerra. Prefirieron llevarse los ladrillos que construir ignominias para las afrentas. 

Los dioses observaban la partida de los hombres de aquel tráfico de objetos ya inservibles: dinero, basura, armas, cenizas de libros, escombros de espejos rotos por el furibundo reflejo de nuestra especie. 

En el año axial del viento, la arena cubrió por completo los cadáveres. 

Una rosa herida de gravedad subió a los confines de la tropósfera, mientras caían las bombas en el estrecho sin fin de la ciudad en llamas. 

No sólo observaron, sino que los dioses pidieron por mi corazón para acabar con todo aquéllo. 

Me abrieron de tajo el pecho, pero no había nada, ni un latido, sólo el rumor de un mar desolado. 

Se asomó el sol en el horizonte y no vio nada. 

Vino la luna exhausta en su devenir nocturno, a descansar en mi hombro, tatuado por su sombra.

En el estruendo lejano del horror de la ciudad, asomándose por un hueco de la fronda, la luna miraba a través de un celaje, tras la contemplación de las ruinas para desprecio de los dioses y la nada.


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