domingo, 23 de enero de 2011

Sobre la metáfora poética en el pensamiento hispanoamericano


Tentaciones ingrávidas: La metáfora poética en el pensamiento de Ortega y Gasset y Octavio Paz.

En el nombre de la rosa está la rosa
Jorge Luis Borges


Por Arturo Alvar

Una doctrina estética exige el acomodamiento de valores por parte del que reflexiona sobre ella, de tal forma que, además de mera y sensata contemplación, requiere de una toma de postura (si el crítico pretende con ello un cambio de perspectiva). La voluntad de escribir este ensayo responde no tanto a una exigencia académica como a una vocación de estilo que intenta centrar las principales reflexiones y puestas en discusión, de tal modo que se pueda ofrecer con plena luz las continuidades y rupturas del pensamiento que los forja. En este sentido, la posmodernidad se nos presenta como un inacabado proyecto para dar respuesta a la multiplicidad de transformaciones que han acontecido en el mundo, incluyendo por supuesto el campo artístico.

La doctrina estética

La deshumanización del arte como una doctrina estética merece, en principio, de una contextualización. A decir de sociólogo Salvador Giner, el libro donde se exponen y se hacen explícitos sus principales conceptos, pertenece a una teoría más general, llamada “cultura de masas”, donde se expone la “degradación de la cultura en mano de la política moderna, tanto de la democrática como de la totalitaria”. Dicha teoría tiene sus fundamentos en el pensamiento de Toqueville y su formulación más acabada en los estudios y planteamientos intelectuales de la escuela de Frankfurt. Giner critica sus limitaciones: moramos en el paradigma entonces formulado y también en el cansancio de un debate que no será superado jamás porque carece de salida en los términos que se analizan y discuten las cosas. A pesar de los cambios de las últimas décadas que se proyectan vertiginosamente al siglo XXI, la discusión no ha cambiado en nada, tanto en los panoramas teóricos como ideológicos.

En el Ortega y Gasset de “La deshumanización del arte”, este diagnóstico no le es tan desfavorable, ua que los planteamientos de dicha teoría fueron consolidados en una obra ulterior: “La rebelión de las masas”. Al escritor se le puede pedir coherencia, pero también tiene el derecho a la autorréplica o inclusive a la negación (como ocurrió con Wittgeinstein), aunque tampoco este último caso sea el del filósofo español, pues hay que considerar otro aspecto: la política moderna de su entorno específico aún no había abierto los ojos a la experiencia democrática, ni todavía se sobrecogía al advenimiento del totalitarismo. Encontramos, por tanto, a un Ortega y Gasset diacrónicamente neutral a la esterilidad teórica en términos políticos y no es arbitrario ver en “La deshumanización del arte” un justo medio para permitir nuevas pautas de entendimiento por medio de la inquietud estética. Como dice Nietzsche, hay hombres que nacen póstumos y esto parece ser el sino bajo el cual el pensamiento orteguiano sede al devenir histórico.

Al hablar de “La deshumanización del arte” como doctrina, se requiere, por su defendida o atacada vigencia, de una aclaración histórica. Ortega y Gasset quiso ver en España un modelo europeizado de país. Su proyección trascendió a la generación que el filósofo precedía y en el ámbito de la consolidación institucional, desde la educación y la investigación, Ortega puso en marcha su planteamiento de emancipación de la élites, que no fue sino la circunstancia y búsqueda incipiente que se tradujo en las vanguardias artísticas. En este sentido, es un mecenas de la generación venidera: la de 1927 y al mismo tiempo una prefiguración de su fatalidad. Ante eso, Dámaso Alonso llamó a la idea de “deshumanización del arte” como una “doctrina” que seguían sus contemporáneos pero de la que el poeta autor de “Los hijos de la ira” tomaba distancia. Al respecto, no sé qué tan coherente haya sido su apasionada (in)comprensión, pero por una cuestión de empatía poética, asumo también esta distancia para poder ver mejor el bosque puesto que, en palabras del mismo Ortega, las ideas más arraigadas son también las más sospechosas.

Pensar la poesía y vivir la poesía

Aclarado lo anterior, quiero concretar uno de los temas que se exponen en “La deshumanización del arte”, que es acerca de la metáfora. Mi descubrimiento de Ortega y Gasset fue a partir de las primeras lecturas de la obra crítica de Octavio Paz. Así, mi deseo para llenar de estilo al presente ensayo, es hacer dialogar a estos dos pensadores universales, con sus profundas convergencias como también de sus respectivas divergencias. Son sólo unas pocas páginas de las que haré mención en ambos, actitud aparentemente contradictoria dadas sus correspondientes y copiosas obras. Sin embargo, coincido con el autor de “Piedra de sol” cuando escribe que leyendo la “Antología Griega”, envidió que los grandes poetas clásicos sobrevivan gracias a un puñado de sílabas. Si me puedo permitir un papel de antologador de las ideas acerca de la metáfora en Ortega y Paz, se debe a un doble movimiento: el de pensar acerca de la poesía y el de vivir para la poesía. ¿Hay algo de humano en ello? Acudiré a mis propias metáforas para explicar estas “tentaciones ingrávidas”.

Solidaridad de las artes y unidad del poema

Cedo la palabra a Octavio Paz: “la unidad de la poesía no puede ser asida sino a través del trato desnudo con el poema”. Ese trato desnudo no puede ser otra cosa que un motivo de libertad; para Ortega, la conversión de lo subjetivo a la objetivo del nuevo arte, hecho por los jóvenes, se resuelve en la conveniencia por “liberar la poesía que, cargada de materia humana”, no dejaba soltar el lastre. Hay, por lo tanto, un lirismo renovador y levitante en la concepción de Paz, pues sólo es posible asir la unidad reconociendo la dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas, como he escrito con anterioridad: “un bicéfalo con dédalos tatuados”. De esta manera, el poeta mexicano se siente inclinado a coincidir con Ortega y Gasset: “nada autoriza a señalar con el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La Fontaine y el Cántico espiritual”.

Sin omitir la idea de Paz acerca del poema, antes es necesario advertir en “La deshumanización del arte” un postulado central. Para el filósofo, lo importante es que existe en el mundo una nueva “sensibilidad estética” que frente a la pluralidad de direcciones especiales y de unas obras individuales, “representa lo genérico, como el manantial”. Ortega ha señalado antes la solidaridad que tiene cada época consigo misma en todas sus manifestaciones, “sin darse cuenta de ello, el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente con los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta, el dramaturgo”. Es entonces que Paz converge, pues dice que “la diversidad de las artes no impide su unidad, más bien la subraya”. Por tanto, “los artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente distintos a los que emplea el poeta”. Podemos afirmar, entonces, con confianza, que “poema” y “solidaridad” son conceptos afines en ambos pensadores: forma y sustancia de la misma comunión estética.

Sustrato y transminación

Mientras que para Ortega y Gasset la nueva sensibilidad del arte está dominada por un “asco a lo humano” y el poeta “empieza donde el hombre acaba”, para Octavio Paz, “ni por sus materiales ni por sus significados las obras trascienden al hombre”. Todas son “un para” y “un hacia” que desembocan “en el hombre concreto”. El poema puede no entenderse (tal vez por ignorancia, enajenación o falta de perspectiva); pero el poema que no se siente está destinado a desaparecer. El poema, como elemento genérico de la obra artística, puede transmutarse en pintura, escultura o música; en un diálogo con los muertos; en un trato al parecer poco humano pero cuya lectura nos ponga “la carne de gallina” como deseaba Bonifaz Nuño respecto al efecto en los escuchas y lectores. En este sentido, el “mero sustrato acústico del verso” que propone Ortega, cede su métrica y rigor a la metáfora sonora de una gruta donde estalactita y estalagmita están a punto de tocarse, donde la poesía se transmina a través de la condición humana del poeta.

Diálogo de las metáforas

El filósofo entonces nos responde: “la metáfora es probablemente la potencia más fértil que el hombre posee”, pues, “sólo la metáfora nos facilita la evasión”. Por eso a Ortega le parece “extraña la existencia en el hombre de esta actitud mental que consiste en suplantar una cosa por otra”. Puesto que según el autor de “La deshumanización del arte”, la metáfora nace del tabú: “Previa la imagen verbal, la metáfora se origina con el afán de evitar la realidad”. El instinto de esa fuga primigenia es lo que el filósofo llama “infrarrealismo” (¿simple coincidencia con respecto al movimiento infrarrealista gestado en México a mediados de los setentas?). Sin embargo, dentro de esta “nueva sensibilidad”, sucede una operación contraria, ya que “se trata de realizar la metáfora”. En otras palabras, existe una desmitificación del lenguaje, como efecto del desencantamiento del mundo moderno, que nos dice que entre el “nombrar” y el “objeto nombrado” existe una absoluta distancia. Este “mísero esquema”, como dice Ortega, no puede hacer gran cosa con nuestra ingenua naturaleza humana de “idealizar lo real”. Pero el artista se revela (en ambos sentidos) y en su negación “ha vuelto las pupilas hacia un paisaje interno y subjetivo” en donde queda inaugurado, por vez primera, el drama de las ideas. De ennoblecer al objeto real, el poeta de hoy parece denigrarlo. Por tanto, la metáfora en Ortega es una perspectiva invertida, en principio “deshumanizada”, pero que no deja de estar enmarcada dentro del tabú, la prohibición como el primer capítulo de las cosmogonías.

Inventar la palabra es un ejercicio de libertad para el poeta. Si en Ortega y Gasset tiene su origen en el terror cósmico, Paz señala, por contraste, que la primera actitud ante el lenguaje fue la confianza: el “signo” y el “objeto” presentado eran el “mismo”. Lugar de la divergencia, Ortega recalca la poderosa naturaleza de la metáfora como instrumento de “deshumanización”, cuya función puede estar suplantada con otras posibilidades menos complejas: “basta con invertir la jerarquía de las cosas”. Sin embargo, en la concepción de Octavio Paz, el lenguaje entero es ya metáfora. Cada palabra o grupo de palabras, es una metáfora. Sirve como un instrumento mágico que transmuta las cosas que alcanza, digamos, a nombrar; es decir, la concepción paciana (rimbaudiana) de la poesía como acto de iluminación.

Las concepciones de ambos pensadores, filósofo y poeta, no son antagónicas, sino que se complementan en su quehacer intelectual, en su tejido intrínseco; pero también se advierte un cambio de sensibilidad y una delimitación temporal de 30 años desde la publicación de sus respectivos libros, que va desde 1925 hasta 1955. La doctrina es puesta en crisis cuando Paz expone que con la metáfora, el hombre no huye de la realidad, sino que invoca sus más hondos orígenes: “Por la palabra el hombre es una metáfora de sí mismo”. Ansia de comunión frente al instinto de digresión, el poeta participa de ese estado primitivo, convencido de que alejado del mundo tarde o temprano regresará al común de los hombres, mediante la palabra.

La tribu comunicante

Como he escrito anteriormente, el poeta no sólo aumenta el mundo, sino también lo redescubre. El abismo que existe entre la identidad de la cosa y su nombre, responde a la conciencia del hombre mismo. Secreto centro del laberinto, Octavio Paz aborda la idea orteguiana de “deshumanización” cuando dice que para resolver dicha distancia “el hombre debe renunciar a su humanidad, ya sea regresando al mundo natural, ya trascendiendo las limitaciones que su condición le impone”. Si para el autor de “Libertad bajo palabra” estos movimientos son tentaciones inherentes a la misma creación, para Ortega la metáfora crea ante las cosas “reales arrecifes solitarios, florecimiento de islas ingrávidas”. Es decir, que también acude a las metáforas para aclarar su pensamiento, incluso en evidente afrenta al prejuicio de la inspiración. Si el poema es un “vaso comunicante”, éste exige sustentarse de un lenguaje común. El lenguaje del poeta, concluye Paz, es el de su comunidad, cualquiera que ésta sea. Sin embargo, para Ortega y Gasset, el pueblo es difícil de encontrar entre la masa. Hace falta pues, reconocer desde dónde se habla en estos tiempos. ¿Podremos encontrar la voz de nuestra tribu?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tu ensayo es una excelente reflexión donde hay cultura, conocimiento, habilidad analítica, buen gusto, creatividad verbal. Tanto es así que creo que puede dar lugar a un ensayo más amplio y exhaustivo de las coincidencias y divergencias entre Ortega y Paz sobre lo poético. Un ensayo sobre ambas concepciones sería muy necesario para entender un capítulo de la cultura hispánica. Si te decides a escribirlo, yo te aseguro su publicación. Del mismo modo puedes contar con cualquier apoyo mío para ahondar sobre el pensamiento orteguiano. Estoy muy de acuerdo contigo en la divergencia sobre la cultura de masas en uno y otro autor. Creo que Ortega, sin embargo, no pretende un arte sin poderosos efectos en la vida humana, sino que cree que hay que preservar el arte de su uso político y entonces sólo llegará a una minoría. Por otro lado, Ortega sí cree, así lo explica, que toda palabra es una metáfora anquilosada. Paz y Ortega extraen esta idea de Nietzsche. Respecto al final de tu ensayo, supongo que haces la referencia a la reflexión sobre lo poético de J.A Valente. Si no fuese así, está en su ensayo: Las palabras de la tribu.

Rafael Fuentes, F.O.G