martes, 18 de enero de 2011
Las confesiones del Lago
Paisaje religioso en San Manuel Bueno, Mártir
el que habla es más taciturno que el que escucha,
así como el que reza es más silencioso que Dios...
Walter Benjamin
Por Arturo Alvar
El escritor español Miguel de Unamuno, representante por antonomasia de la llamada Generación del noventa y ocho (1898), propone un argumento por demás interesante en su novela San Manuel Bueno, Mártir, narrada en un tono confesional y dialógico. La historia es contada por una avejentada mujer del pueblo, imaginario, de Valverde de Lucerna, Ángela, quien recuerda sus años de juventud como un conflicto constante, agónico, junto con el sueño de las tribulaciones, alrededor del cura del pueblo, Don Manuel, quien va cargado con las angustias religiosas de Valverde y, sobre todo, con la propia duda acerca de Dios. Pues, como confiesa el hermano de Ángela, Lázaro, después de la muerte del cura: “hay cosas que aunque se las diga uno a sí mismo, debe callárselas a los demás”. El tono confesional es la característica esencial de la novela, cuyo análisis se abordará a continuación.
Este texto pretende resaltar la cualidad del paisaje narrado como extensión de la personalidad del entorno específico y del perfil de los sujetos creados por Unamuno en San Manuel Bueno, Mártir. Así, el autor consigue lo que el poeta griego Odysseas Elytis llama “la otra arquitectura”, es decir, ver la esencia de un pueblo por medio del espíritu de su paisaje. En el caso de Elytis es la guerra, la invasión de los nazis a Grecia durante la segunda guerra mundial, la que hace “replegar las flores” y le hace reclamar al cretense: “Sol, ¿no eras el eterno?”. En el caso de San Manuel Bueno, Mártir, el cura se repite incansablemente, como Cristo lo hizo en la cruz: “Dios ¿por qué me has abandonado?”.
Esta condición de crisis espiritual y mímesis con el paisaje también se prolonga dentro de la tradición poética hispánica, en las obras de muchos poetas, entre ellos, León Felipe, en un poema de gran talante, donde el poeta, cargado de amargura, le pide al “caballero de la triste figura”, que sea su acompañante: “Por la manchega llanura / se vuelve a ver la figura / de Don Quijote pasar”. Esta empatía con la obra cervantina, por demás histórica, da vueltas como una noria dentro de las obsesiones literarias de la modernidad. En el caso de los novelistas, Unamuno también se siente íntimamente ligado al Quijote, a la necesidad de la ilusión, en la Vida de Don Quijote y Sancho, también obra de su autoría, quien, como Cervantes, incorpora esta tradición, además de la reflexión filosófica en las temáticas tratadas.
Si pudiésemos ver en la novela San Manuel Bueno, Mártir, un ejemplo concreto de artificio literario, éste es el de la metáfora del lago, que funciona como un elemento intrahistórico que progresivamente aparece una y otra vez como el cúmulo de las tristezas de los personajes, quienes desde sus respectivos diálogos van dibujando la personalidad de Don Manuel, creada más por confesiones que por descripciones. El lago es la duda de Dios, en un pueblo cuya alma se encuentra desolada y busca fervorosamente la beatificación de su párroco, propuesta que Ángela con cincuenta años encima, toma con cierta incredulidad.
Acerca del cura Don Manuel, confiesa Lázaro: “En el fondo del alma de nuestro Manuel hay también, sumergida, una villa”, donde alguna vez se oyen sus campanadas. El lago es en principio, un paisaje de religiosidad parecido al alma, cuya profundidad oculta las dudas acerca del más allá después de la vida. Pero, a pesar de que tal vez ese más allá sólo sea un sueño, Don Manuel tiene que sostener su papel como cura, encarnando el conflicto de la colectividad en un “deber ser”. Pare él, la religión es necesaria para los pobladores de Valverde, “en cuanto les consuela haber tenido que nacer para morir”, según palabras del “apóstol” Lázaro a Angelita.
El tono taciturno de la narración se hace más evidente a medida que las tribulaciones de los pobladores terminan, como el lago, por ahogar a Don Manuel. El pueblo y su conflicto interior se hacen externos en él, como las heridas de Cristo: “¡Si pudiera cambiar el agua toda de nuestro lago en vino!”. Entre creer y no creer, seguir la tradición o dar el paso al mundo moderno, alejado de las explicaciones religiosas, el cura queda abandonado, “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Esto no es otra cosa que la proyección de Ángela, quien al final de la novela confiesa: “Quedé más que desolada, pero en mi pueblo y con mi pueblo”. Así termina congelando sus recuerdos, como la nieve el lago.
El lago, a través de las consecutivas escenas, termina por sumergir a Valverde de Lucerna en el mutismo de la religión cristiana apresada en el dogma de la fe, condición humana que Unamuno logra desnudar a través del diálogo entre los personajes. El diálogo y el rezo son expresión del mismo conflicto, pues el rezo se concibió dentro del cristianismo como la forma de hablar con Dios y que seas escuchado, la intimidad entre Dios y el Hombre. Sin embargo, Dios en el mundo moderno ha muerto, como escribe Nietzsche, entonces le rezamos como Don Manuel, al silencio donde el cura se vuelve un personaje taciturno. La injusticia, la duda, el crimen, la resignación y la desesperanza lo hieren: “todos, sin tener que ir al confesionario, se le confesaban”. Pero si todos se le confesaban, ¿el cura a quién tuvo para confesarse? Necesitaba de un ángel caído. Tal vez Unamuno, en este sentido, lo que nos propone en la novela es el ocaso de los pecadores.
Sin embargo, la función de la confesión dialógica durante la novela, a manera de crítica, tiene como centro moral, antes que el arrepentimiento y la expiación de los pecados, mostrar un planteamiento filosófico de los valores religiosos bajo el cuestionamiento: ¿Dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición? Es pues, en el personaje de Lázaro donde recae la figura secular. Como proyección bíblica, Lázaro termina por sufrir una conversión moral y termina viejo, contándole a Angelita las confesiones del cura, salvado por Don Manuel de la enfermedad progresista que lo hacía despegarse de Valverde y de su gente.
Si bien al final de la novela se plantea un artificio por parte del autor, donde a través de una epístola el lector puede adquirir la consciencia crítica del argumento, también se puede definir como conclusión simbólica al personaje de Ángela como aquél que termina llorándolo todo, ese llanto silencioso del lago de Vadalverde. “Bien sé que lo que se cuenta en este relato, es que no pasa nada” escribe Unamuno, pero al final, como Don Quijote, convertido y salvado por el cura del pueblo en Alonso Quijano, nos enfrentaremos ante la muerte, más allá de las creencias que tengamos, por más firmes que éstas sean. La novela San Manuel Bueno, Mártir es, pues, una prolongación de El sentimiento trágico de la vida.
(Ensayo de literatura española del siglo XX, como parte de la beca de la Fundación José Ortega Y Gasset, 2005).
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