domingo, 17 de enero de 2010

Los ecos del nómada


He llegado a Mexicali hace un par de días, pero el trabajo me impide conocer la ciudad en estado de turista. Desde el avión se veía el país como una hoja arrugada y, de pronto, la extensión del desierto, junto al cielo inabarcable que comparte su vastedad con el mar. Esperaba verlo, como si la península dejara ver a ambos lados, a cierta altura, los rostros del cortés y del pacífico.

Pero el mar estaba en otra parte y el desierto era su antifaz y su escudo. Sólo antes de aterrizar se asomó un oasis a relumbrar en medio de la arena, basalto invadido por musgo en derredor a un ojo solar. En tierra, de nuevo escarabajo, decidí caminar bajo el calor invernal, que quema y no calienta, pero terminé por regresar a la estación al ver los escasos autos, sobre todo camionetas, que pasaban en varios minutos.

El taxista confirmó mis impresiones, “esta ciudad se construyó sobre el desierto”. Los taxistas como fuente de conocimiento, recorriendo las calles desiertas en el desierto del desierto, quizás no sean tan nefastos como en la ciudad de México. Aunque me llevó a un hotel bastante aislado, a la orilla de la carretera Lázaro Cárdenas, motivado por la comisión que le daban, bastante lejos del centro, junto a un antro que se llama El Establo, también algunos otros taxistas me han rescatado de la oscuridad de los descampados y durante un par de días que me he instalado en un par de hoteles de paso, hasta quedar muy cerca del lugar para cumplir mi primera misión, han sido buenos informantes.

Todavía me siento perdido, pero es bueno comenzar de cero. En las inmediaciones de la zona industrial, sobre la carretera en un kilómetro 11 a San Luis, donde me he hospedado en un motel de paso para levantar un pequeño y solitario laboratorio sociológico, se levantan las tolvaneras de polvo y un silencio interrumpido por el bullicio de trenes y trailers. Palomas aplastadas, como si no hubieran alcanzado a remontar el vuelo o la fuerza del aire las hubiese azotado contra el pavimento, cuarteado por el sol inclemente de otras estaciones.

Un par de perros destripados, que no alcanzaron a pasar al otro lado, que permanecen varios días a la intemperie junto a un estrecho camellón, cerca del paso de los autos. Cruzo con cuidado y veo a la trasnacional con su logo en medio de la nada, las vías del tren imponiendo un límite, la tolvanera que reseca en la garganta, las preguntas que formulo en mi mente antes de pronunciarlas.

Entonces los veo salir, obreros que acaban de terminar su jornada, ensamblando piezas que harán posible el funcionamiento de un arma muy destructiva para alimentar el negocio que han establecido los señores de la guerra en esta parte, con la complicidad del gobierno para imponer sus condiciones paupérrimas de trabajo. Decía Gramsci que había que encontrar un nuevo equilibrio. ¿Qué haces? Pregunto a un obrero. Me responde que un Caza F-16. “A estos cabrones les gustan los juguetes de la muerte”, me dice y pienso en la producción en serie y el complejo iindustrial militar estadounidense, con la mano de obra barata, carne de cañón para los buitres del capital.

Vienen los obreros, que no sé si quieren llamarse así, los rostros que dicen que están bien, pero que en realidad ganan muy poco dinero, están preocupados por la crisis. Llegan en la madrugada, siempre tienen prisa, otros salen mientras persigo esa imagen donde amanece en el desierto e intento mirar hacia ese día en que el trabajo sirva para conjuntar nuestro ser y estar en el mundo, los deseos y los deberes, las ideas y las manos, por fin reconciliados y así podamos construir, por vez primera, un futuro propio.

Traigo las herramientas, las cuestiones elementales, lo que sabes o lo que no sabes. Obtengo información valiosa. Nadie dice sobre alguna organización colectiva, todos ganan muy poco, pero la empresa se lleva 40 mil millones de dólares. Lo que se fugó en capitales durante la crisis de agosto de 1982, un mes antes de mi nacimiento. Fue duro porque una empresa de estudios de mercado por esas fechas tuvo que despedir a mucha gente y entre ellos, a mi padre, que no tuvo más remedio que meterse a dar clases de literatura, aunque eso era lo que al final de cuentas le apasionaba.

Se acaban los días en Mexicali y antes de conocer lo que sucede con la producción aeroespacial, persisten las dudas, pero siento la frontera más que antes, he comenzado a aprender a perderme en las polvaderas, allá dentro están los molinos de la guerra, alimentándolas, habría que fracturar el engranaje del infierno.

Voy a cantarles la canción del polizonte para que salgan todos, al tiempo que revivo y me quedo con secretos, los más siniestros y anhelantes, con esta voz al susurro de las musas, ah, los ecos.

Tengo el rostro de los obreros como apariciones, necesito saber quiénes son ellos. Espero que el laboratorio sociológico me otorgue esa posibilidad, aún quedan algunas horas para pensar y analizar todo lo que ha ocurrido.

Y para llegar a ti, amor mío, pondré todo mi empeño, la frontera ya no me abandona y llegaré hasta ti bajo el auspicio del desierto.

Arturo Alvar
Mexicali, enero de 2009



El viento me ha seguido hasta el desierto
remotamente el polvo cubre tu recuerdo

la soledad muda de abrigos
a la intemperie del silencio

puedo decir que te espero todavía
con los mismos párpados sedientos
en la quietud de astros semejantes
hacia otra parte lejos de tu cuerpo
cunde la noche a prolongar abrazos
vendavales sueltos para el vuelo del humo

desde el cielo como islas hay ciudades
resplandeciendo intactas a los cirros

esas nubes sonámbulas
que sueñan con tus besos

anhelos que aún se avistan

a través de la tormenta.
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