Cuando miré en el espejo, estuve de acuerdo con la sentencia de ese gesto extraño frente a mí: te has convertido en un borracho, dije, antes que poeta. Ahora serás el payaso de Henrich Boll, abandonado por Marie a su enfermedad. La crisis de los veintiocho años se había concatenado con la crisis del veintinueve ―a punto de los treinta―. En un país no sólo adolorido, sino desmembrado por la corrupción, sentirse desolado, querido Hans, es cosa de todos los días. Sólo encuentro ante esta cruda realidad un “remedio pasajero: el alcohol”.
Subo al metro y aparece Renato Leduc parado junto a mí. “Así es, estamos en el cenit y ya no nos queda sino descender”. Vivir el “momento Atlántida” que Roberto Bolaño vislumbró en su “Prosa de otoño en Gerona”, escuchando los latidos de una “desconocida” que sin darte cuenta te ha dejado el corazón alucinante, como dice la canción: “tan lleno de amor”. La noche anterior, ella estaría en las calles del centro de Juárez, desafiante, tan solita como “estrella distante” o con sus amigas, instaladas en el precipicio de una barra o bailando Ska, mientras afuera la danza de la muerte se anidaba en unas cuantas cabezas cercenadas.
Si ya no poeta, al menos estaba dispuesto a ser un hombre. Pero no cualquiera, sino el hombre del juebebes, día 19 de enero, anexado a la presentación de otra revista de literatura, definitivamente más ad hoc con mi estado de ánimo: Los bastardos de la uva. No tienen madre estos cabrones, apenas se han ganado la beca para revistas independientes y ya sacaron evento en el Gran Hotel de la Ciudad de México. La última vez el trago de deshonor había consistido en un par de botellas de vino tinto, que en escasos minutos sólo fueron gotas, pero ahora sé que es porque andaban medio jodidos, como andan los que no tienen beca. Una manera de solidarizarme con ellos, entonces, fue llevando mis propios insumos etílicos.
La antigua editora del Semanario Deportivo de Poesia, Estephani Granda, está publicada en este último número, el ocho. Un conjunto de prosas muy entrañables y sentidas, poéticas, como me gustan de ella, dedicadas a Karla. La neta sí me la imagino escribiendo así de intenso cuando se desvela. Desde que obtuvo el segundo lugar del premio Enrique González Rojo, quedé convencido de su calidad poética, algo que los bastardos olfatearon, además de es notorio que les hacen falta plumas femeninas para despegar el vuelo y sobre todo para no dar la imagen pública de que hay una completa desigualdad de género en su contenido.
Iba entonces con Granda hacia el Gran Hotel, no sin antes resguardar dos six de tecates en mi morral. Las organizadoras nos avisaron que teníamos que consumir al menos una bebida por persona. Sin embargo, los meseros no se daban abasto, las provisiones de alcohol escasearon y entonces tuve que destaparme un par de latas, ya iniciada la presentación. Ricardo, el director de la revista, al abrir su intervención, me balconeó. No me quedó más que alzar un poco la bebida y brindar al aire, aunque ningún mesero se acercó durante toda la velada a reclamar el descorche. Si no, hasta le hubiera ofrecido un trago, pero simplemente los meseros no podían con la ávida concurrencia de sedientos lectores, para lo cual había que venirse preparados.
En la ronda de participaciones, le pregunté al director de la revista el por qué de la beca Edmundo Valadés. “El asunto del trago es un juego”, había dicho Ricardo en una entrevista reciente que le hizo El Financiero, pero además dijo que no tenía contemplado el estímulo de la beca. Después de dar un trago a su whisky, respondió lacónico: “Porque soy hijo de Consuelo Sáizar”. Pero si a la revista ya la adoptaron― ¡Nada más y nada menos que Troncha Toro!―. ¿A dónde quedó la bastardía? Fue en la cantina del Tío Pepe, platicando con él semanas antes, cuando entendí que la publicación es más conciliadora que retadora, tanto con los autores como con las instancias, pues más allá de la virtud o el vicio, ¿quién le va a negar la legitimidad de ser borrachos a los escritores? Si el propio Calderón es un dipsómano, además de que con el alcohol no hay bronca, es bohemia sin pedos. ¡Salud!
Solamente una mujer, María Fernanda Bustos, estaba en la mesa de presentación de la revista. Nos contó cómo se había acercado a Los bastardos de la uva. Cada uno de los miembros del comité editorial le había “echado el perro”, mostrando sus más altas cartas literarias. ¡Qué quemón! Es sincera y de verdad que los quiere. De lo que respecta al contenido del número, mencionó una colaboración, precisamente la de Estephani Granda, ante el propio desconcierto de mi acompañante. Dada la invitación por parte de Ricardo, le aconsejé a Granda que se subiera a leer un fragmento de su colaboración, pero no quiso hacerme caso, se mordió el rebozo. “No quiero ser protagonista, no es el momento”. No lo entiendo, pues ¿cuál es el momento idóneo para que acontezca la poesía? ¿Y si el poema logra sacudir a una, dos o tres personas? Creo que habría valido la pena. Eso sí, logré convencer a Granda de seguir con la peda y que de paso me platicara los pormenores de Absenti y sus quereres.
Nos encontramos en la presentación con Diego Guadarrama y mientras los bastardos nos informaban a dónde se la iban a seguir, aproveché para extender la discusión con él respecto de los apoyos institucionales como la beca “Edmundo Valadés”, puesto que la revista La Piedra ―que Diego dirige― también es beneficiaria del programa. Nos dirigimos entonces a un café-bar, donde los bastardos suelen caer. Platico en el pasillo con Juan Pablo Zamora, fotógrafo del número actual de la revista. Me interesa saber la historia de las personas que retrata. Una de esas historias (no explícita) es la de los chavitos de la calle que Vicente Fox se había comprometido a apoyar, pero que años después de su mandato se encuentran en las condiciones más deplorables. Definitivamente la revista es más gráfica que otros números y siento que eso es un acierto
Harto de las chelas, pedí un “París de noche”. Seguimos platicando con Diego y así como en las mil y una noches, prolongo hasta el último sorbo la conversación. No soy purista, le digo, por eso celebro que revistas como La Piedra o Los bastardos de la uva puedan tener apoyos del Estado. Por un lado, se puede justificar que los recursos son públicos, entonces los proyectos que aceptan las becas y participan en sus reglas de operación, mantienen la exigencia de que ciertas políticas culturales continúen beneficiando a la sociedad. Por otro lado, está el asunto de cómo funcionan estas instituciones y si cumplen o no con su objetivo primordial, definiendo en todo caso cuál ha sido su papel hasta ahora.
Me llama la atención que muchas revistas más que desarrollar un esquema autogestivo, se vuelven dependientes de la beca o el apoyo gubernamental. Diego Guadarrama señalaba, en este sentido, que muchas publicaciones beneficiarias desaparecen cuando dejan de obtener la beca. Es como un placebo que te hace creer que no es necesario generar estrategias para sobrevivir. En lugar de que las instancias culturales fomenten diversidad, la enquistada burocracia tiende a homogeneizar proyectos que en su origen han propuesto generar discursos sin determinaciones externas.
Creadores, centros culturales, universidades y presupuestos están supeditados al capricho de funcionarios. En cuanto a las becas, simplemente hay que ver los procesos de financiamiento, que no se adaptan a las revistas sino las revistas tienen que adaptarse a ellos, en una condición de desigualdad, pues no se reconoce el valor del trabajo. La beca sólo apoya la impresión, pero o muy poco o nada hace al respecto al apoyo para la edición, colaboraciones, distribución y difusión, lo cual es desconocer una parte fundamental e indispensable para sacar adelante cada publicación.
De acuerdo a lo anterior, por lo menos sería justo que se reconociera una coparticipación en el financiamiento de cada proyecto, en términos igualitarios entre instancia pública y publicación independiente, para que el espacio de negociación pueda abrirse, pues no sólo implica mantener exigencias, sino modificar las estructuras de poder. Más allá de la beca, hay un trabajo muchas veces no remunerado, pero que puede considerarse como una aportación cuantificable, que desde luego sería mucho mayor al dinero otorgado por la instancia.
En muchas ocasiones salta a la vista la contradicción que existe entre la postura crítica del proyecto y el mensaje oficial impreso en la publicación. Vuelvo al caso del artículo de Aurelio Meza, en la revista La Piedra, sobre la Red de Poetas Salvajes, cuando por un lado dice que proyectos como Mancha ―cuyo creador es Yaxkin Melchy, quien se mantuvo un rato en el anonimato― cuestionaron el “nepotismo” de otros grupos independientes, sin referirse a casos concretos, cayendo en el juego del “te aludo y al mismo tiempo te ninguneo”. Sin embargo, al recorrer las páginas de la revista, se advierte que aparte de la publicidad de Conaculta, no existe una crítica frontal a los verdaderos lastres que prostituyen nuestra realidad.
La publicidad oficial dentro de las revistas independientes que son apoyadas con becas, constituye un abuso de autoridad, si se considera que el “apoyo” que se recibe en todo caso se paga con los espacios preferenciales dentro de la revista, que bien podrían cotizarse mucho mejor desde otros sectores, con la libertad de elegir qué quieres poner en la contraportada, si un poema de Max Rojas o un anuncio de Mezcal de Oaxaca, por ejemplo. Pero a estas alturas, me parece mejor que las contradicciones se acentúen y que esto lleve a la exigencia cívica e ineludible de orientar políticas con impacto real, que hagan de la experiencia vital del arte una sociedad más justa y libre.
Las revistas que tienen actualmente la beca “Edmundo Valadés” deberían juntarse y discutir formas en que la institución pueda reconocer necesidades y modificar sus políticas de apoyo. Poner en su lugar las cosas. Que los funcionarios dejen de ver la cultura como botín y se pongan al servicio de la comunidad. Para esto debe haber espacios de negociación, pero también claridad de lo que se quiere lograr. Un diagnóstico puntual puede arrojar luces, así como construir espacios autónomos de interacción entre independientes, dentro del híbrido que es participar con las instituciones. Crear agentes instituyentes del cambio, algo imposible de hacer si no se discuten y plantean problemáticas de cada proyecto y a nivel histórico, donde intervengan tanto editores como colaboradores y lectores.
Estoy seguro que mediante la presión desde el ámbito independiente, se podrían lograr muchas cosas en el espacio de lo instituyente, en el caso de la cultura. ¿Qué haría la institución si, por ejemplo, todos renunciaran a seguir recibiendo apoyos, hasta ver cumplidas las demandas que no sólo abarquen conceptos como impresión, sino el pleno reconocimiento al trabajo editorial y a la libertad de conciencia? Eso sí que sería una nota relevante. Sin embargo, creo que estoy otra vez pedo, qué remedio. Al poco tiempo que llegamos al bar, los que asistieron a la presentación ya se habían ido. Ricardo salió disparado a algún hotel del Centro Histórico. La bastardía no era tan etílica como pensaba. Pero al menos en esta ocasión era seguro que nadie iba a sufrir una congestión.
Sólo quedamos Diego, Granda y yo, sentados en la última mesa del bar. Al parecer, Guadarrama fue empático con mi arenga contra las becas, pero no estoy seguro de que quiera encabezar algún tipo de insurrección. Al poco rato, también se despidió de nosotros. Caminamos entonces hacia Garibaldi, convencidos de que la noche era aún larga, como tren en marcha, acelerando. Me abandoné a las emociones de Granda y terminamos en un tugurio de transexuales, conmovidos por lo que veíamos a nuestro alrededor. De pronto, en medio de la embriaguez, no había nada más tierno que escuchar a un trans cantarle a su amor, vestida de Gloria Trevi, con tanto sentimiento que me puso la carne de gallina, como dice Rubén Bonifaz Nuño que se siente cuando uno escucha verdadera poesía.
Después de una cruda feroz que duró todo el fin de semana, el lunes por la mañana desperté dichoso, porque al fin ella regresaba de Juaritos, enterita. El alcohol dejaba su lugar a la presencia de una mujer que ya no era más extraña en mi corazón, como ya no eran más ajenos los versos que Renato Leduc me recitaba mientras transbordaba en la estación de La Raza rumbo al aeropuerto: “seamos impasibles, sublimes y profundos, como el mar”.
No repetir el mismo sonsonete de la vida rutinaria, las mareas de lo nombrado, sino la posibilidad de vislumbrar, en cada verso, el abismo del lenguaje que precede a la cima más alta. Ahí donde uno está dispuesto a saltar sin paracaídas, como si fueran las últimas palabras.
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