Por Enrique González Rojo Arthur
Aunque los contornos formales de una mafia literaria no son tan precisos como los límites de una agrupación política, no deja de poseer alguna estructuración orgánica. Es cierto que los integrantes de este “grupo selecto” no tienen un carnet, carecen de la obligación de pagar una cuota y no se ven en la necesidad de acatar determinados Estatutos. Ello no impide, sin embargo, que sus actos respondan a un cierto código tácito y que formen parte, más o menos destacada, de una asociación de contornos identificables. Realizar una sociología de la mafia literaria es una labor especialmente difícil porque hace suyo un objeto de análisis impreciso, de límites formales que se determinan con dificultad. Las cosas se complican, además, cuando tomamos en cuenta que los participantes de la mafia no sólo niegan su participación en ella sino la existencia misma del grupúsculo elitista. Una de las cláusulas más importantes del código tácito de la mafia es, en efecto, la obligación (por parte del escritor mafioso) de negar que exista la mafia literaria. Esta es la razón por la cual hay una ideología de la mafia. La forma de esta ideología, su carta de presentación, consiste en la declaración expresa de la ausencia de la mafia; su contenido se localiza, en cambio, en el hecho de que tal declaración, al ocultar la realidad del sector privilegiado, está puesta al servicio de los intereses de la mafia y sus integrantes: nada más conveniente para la vida y el poder de la mafia que dar la impresión de inexistencia.
Los miembros de la mafia no niegan, desde luego, la presencia de una élite, una intelligenza, un “grupo selecto” en la cultura nacional; pero sostienen apasionadamente que quienes están en sitios privilegiados, se hallan ahí, no por obra de una mafia, sino por el valor extraordinario de la poesía, la novela, los cuentos o los ensayos de sus componentes. La afirmación de que la valía, la significación, la trascendencia de un escritor cualquiera es la causa determinante de su presencia en la “vanguardia intelectual del país” no es, desde luego, tomada muy en serio por sus propios portavoces. Si así lo fuera, no gastarían las energías que gastan en la conquista, consolidación y extensión de la base material, fundamentalmente extraestética, que les garantiza tanto individual como colectivamente “figurar” en la cultura nacional y hasta ser “alguien” en el boom latinoamericano.
Esta base material está constituida por la influencia que la mafia va logrando poco a poco en las casas editoriales realmente decisivas del país, en las revistas literarias, en los suplementos dominicales, en el otorgamiento de premios en efectivo de diferente carácter e importancia, en la distribución de becas y, desde luego, en las “relaciones internacionales” con la intelectualidad de otros países. La actitud de la mafia al respecto recuerda en gran medida el comportamiento de las órdenes religiosas en general y de la Compañía de Jesús en particular, las cuales, aunque hablan de las creencias religiosas como connaturales al hombre y depositan declarativamente en su confianza en la acción todopoderosa del espíritu, no dejan de hacerse a como dé lugar de las bases materiales que alientan la credulidad humana y asegura el papel de dirigencia espiritual de dichas órdenes sobre los feligreses.
Desde luego conviene subrayar que para ser miembro de la mafia el escritor debe presentar necesariamente ciertas características: es indispensable haber realizado, buena o mala, una cierta producción literaria. Si la producción es mediocre, insustancial (pero “muy dentro de la línea”), no importa: la mafia puede sustituir la ausencia de grandes valores artísticos por un procesamiento extraestético que asegura al autor que se hable de él, que no deje de estar “en circulación”, que dé, incluso, la impresión de estarse codeando con la historia.
Para comprender la gestación de la mafia, vamos a hacer una comparación entre la actividad literaria y la práctica económica. Del mismo modo, en efecto, en que, en la historia del capitalismo, la libre competencia es desplazada por el monopolio, en la vida literaria la competencia individual (basada en el valor artístico efectivo de una obra) es desplazada por la mafia. Los actuales participantes de un grupo elitista, en general fueron en su momento competidores individuales que no pertenecían a ningún monopolio literario; sólo después se agruparon para obtener los beneficios de la asociación mafiosa, del mismo modo en que, por otro lado, en la historia del capitalismo, una vez que ha aparecido el monopolio, la libre concurrencia reaparece, en un nivel más alto, como competencia intermonopólica, también en la vida literaria hay frecuentemente más de una mafia o una pugna entre las diversas mafias que forman el ambiente literario nacional.
En los marcos de esta vida literaria en pugna, una mafia se manifiesta poco a poco como la fundamental y otra u otras como las subordinadas y secundarias. En México, por ejemplo, no sólo existe una mafia dominante (formada alrededor de la revista Plural) sino también otras (como la constituida en torno al suplemente La Cultura en México) que, aunque no jueguen el mismo papel, reúnen todas las características que nos permiten caracterizarlas como mafias. Es bueno subrayar, para terminar con esta comparación de la vida literaria y de la práctica económica que de la misma manera que los monopolios pueden establecer alianzas entre sí y hasta fusionarse, otro tanto ocurre o puede ocurrir con las mafias. No es raro, además, que haya una enconada lucha entre ellas en lo que se refiere a ciertos aspectos y una decidida alianza en lo que alude a otros.
Decíamos más arriba que la mafia puede sustituir la ausencia de grandes valores artísticos por un procesamiento extraestético que asegura al autor los laureles de la gloria y las mieles de la fama. ¿Cuáles son los mecanismos que emplea para hacer tal cosa? Echa mano, desde luego, de los elogios mutuos. Si A publica un libro de cuentos, B y C harán sendas notas bibliográficas laudatorias en diversos suplementos literarios. Si, poco después, B edita un poemario, A y C harán, a su vez, los comentarios elogiosos requeridos. Si, por último, C publica una novela, A y B serán los encargados de realizar imparciales y entusiastas apologías. El propósito que persiguen los elogios mutuos es “armar ruido”. Pero la mafia emplea también el silencio, la omisión: administra sabiamente ruidos y silencios; el ruido, el “escándalo literario”, lo dedica a sus integrantes o “amigos de ruta”; la omisión —el cuerpo fantasmal del “ninguneo”— lo reserva para “los otros”: los que pertenecen a las “pequeñas mafias” o los que ingenuamente se hallan aún en el torbellino de la libre competencia. La mafia sabe con toda precisión de quién hay que hablar y de quién no. Si algún escritor de cierta importancia se pronuncia en contra de ella, la reacción normal en estos casos —una respuesta crítica— se hace a un lado a favor del “arma favorita”: el silencio. Es de esperarse, por ejemplo, que estos Prolegómenos a una sociología de la mafia “pasen inadvertidos”. Comentarlos significaría dar un paso peligroso para los intereses mafioso de los monopolios intelectuales del país.
Todo aquel, además, que se atreva a criticar a la mafia, será acusado por ésta —de palabra, no por escrito— de estar movido por la envidia, la frustración, la amargura. Tomando en cuenta que criticar es “dar importancia”, sólo se comenta algo ajeno a la mafia cuando hacerlo ofrece cierto interés para el grupo. Las réplicas, por otro lado, son unilaterales, y tendenciosas: no se publican los artículos críticos completos, se reproducen citas sacadas del contexto, etc. Aunque los miembros de la mafia salen beneficiados con su participación en el “grupo selecto” (con su pertenencia “anónima” en un equipo inexistente), no deja de tener, en ocasiones, contradicciones entre ellos. Es cierto que, en cada mafia, se reconoce una jerarquía. Hay ángeles, arcángeles, querubes y potestades. Es indudable que, en cada mafia, hay un jefe máximo y los demás, rindiéndole pleitesía, no dejan de soñar, en su fuero interno con el derrocamiento. A veces esta es la razón de fondo de ciertos desplazamientos individuales de una mafia a otra o, si existe la posibilidad, de escisiones que generan nuevas mafias.
Para realizar la sociología de la mafia no es indispensable “dar nombres”. No tienen objeto decir, por ejemplo, que en una mafia están Octavio, Ramón, Tomás, Gabriel o Marco Antonio y en otra Carlos, Jorge, Rolando y David. Del mismo modo que para analizar a la burguesía mexicana no es imprescindible hablar de Trouyet, Garza Sada o Aarón Saenz. Lo importante no es aludir a que tales o cuales personas se han agrupado en una mafia, sino subrayar el hecho de que la sociedad capitalista genera necesariamente estas mafias.
Es necesario indicar, por otro lado, que toda mafia tiene como finalidad crearse un público. No sólo en el sentido de organizarse una demanda, sino en el de rodearse, por así decirlo, de la admiración, envidia, respeto del mayor número de lectores. Una mafia cumple su objetivo cuando hay un número grande de personas que “sueñan” con pertenecer al “grupo selecto” y estar “en el candelero”.
Una sociología de la mafia no puede olvidar, finalmente, que toda mafia es una mafia de clase. La mafia dominante expresa los intereses de la clase dominante. En México, por ejemplo, la táctica democratizante del gobierno reaccionario se llama aperturismo. Esta es la razón por la que la mafia dominante, al tiempo que es, en lo esencial, antiproletaria, se hace copartícipe de la demagogia oficial, y se presenta como depositaria de los intereses populares, cuando no es otra cosa (además de todo lo dicho) que la avanzada intelectual de una nueva táctica burguesa. La mafia que más le convienen a un gobierno que promueve la “apertura” no puede ser sino aquella que, al jugar a la independencia, a la “impugnación serena” de los excesos burgueses, le hace el juego, con su reformismo, a la política burguesa que dice combatir.
Dada la base material de que dispone —subvencionada de modo directo o indirecto por el estado capitalista— la mafia dominante ejerce, además, la censura dominante. Su “apreciación crítica” deviene, de hecho, la discriminación entre “lo que vale” y debe ser propalado a los cuatro vientos y “lo que no vale” y carece de derecho a la existencia. La mafia censura, discrimina, prohíbe. Se hace pasar por la historia y lo hace no sólo respecto al presente —en que el puñado de escritores elegidos hace cola para ingresar a la eternidad, mientras los otros son condenados al infierno de la nada— sino también respecto al pasado de nuestra literatura. Se ejerce la censura hacia atrás y hacia adelante. La arbitrariedad mafiosa decreta quién es quién en la cultura nacional. Es de subrayarse que esta “revaluación del pretérito”, como la “apreciación crítica del presente”, no está basada en ninguna consideración crítica seria, objetiva, con sólidos fundamentos, sino que se sustenta en los gustos de la mafia o, lo que es peor, en las opiniones personales del dirigente de la misma.
La historia, sin embargo, no ha pactado ni puede pactar con la escala de valores y el procesamiento extraestético de la mafia. Cuando pase el tiempo, la glorificación artificiosa de los unos, el prestigio prefabricado de los otros, la trascendencia inventada de los demás, se vendrá necesariamente abajo y cada quien ocupará el sitio que le tiene reservada una posteridad ante la cual se estrellarán todos y cada uno de los trucos publicitarios que con tan buen resultado emplean hoy por hoy los escritores mafiosos.
(Publicado en la revista Rumbo No. 46, México, 15 de diciembre de 1975)
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