En su segundo libro, No hay letras para escribir tu epitafio, Andrés Cisneros de la Cruz-, como en una premeditada nota roja de periódico, “radiografía de la muerte”, dirá avant la lettre en otro poema publicado en su libro más reciente (el tercero), Como la nieve que dejan los muertos, se atreve a mostrase las entrañas en bilis que sirve de aceite para las lámparas obscuras de su imaginación, donde el poeta se devora a sí mismo; ya no el banquete en las vitrinas de un cristal impenetrable, en el que lanzó la piedra de su primer libro, sino donde, como él mismo dice, ”queda esta palabra que rompe vidrios/ para incrustarlos en los cráneos”. Porque Andrés, ante todo, afronta el quehacer poético como un ser iluminado por las sombras, en el alimento ritual de bocados profanos, en el vilo de la sangre, para degusto del poema, batiéndose a duelo con la muerte y haciéndose su aliada cuando se trata de matar al Padre.
Andrés Cardo deposita su veneno poético, “la ecuación invertida de su ira”, porque le es insoportable el odio. Canta sus demonios como en una hoguera, ahí donde los suicidas se arrepienten para volverse equilibristas cultivadores del vértigo, donde se lee que “no se dejen engañar, dios no existe”, termina el culto al Padre y empieza el hombre. No el destructor, sino aquél que quiere saber más para existir más, pues en suma la tarea del poeta no sólo es aumentar el mundo, sino también redescubrirlo. En este sentido, el poemario que presentamos hoy, es una forma de afrontar la duda, sacarla del amnios del cerebro para dejarla expuesta, desde un alimento más en crudo, en el que la voz del poeta es “refugio del fuego”.
El libro inicia con un poema-mito, donde los hombres matan a sus propios hijos, convertidos en simios, idiotas en el “reflujo del ego”. En algún momento, entre los mayas del México antiguo, los niños recién nacidos en fechas rituales, eran elegidos y se consideraban destinados al sacrificio, lo que implicaba muchos sufrimientos. Para impedir esto, sus madres los arrojaban a las brasas, calcinándose rápidamente y comiendo luego sus cenizas. Pero en No hay letras para escrbir tu epitafio, sucede que en el principio ya éramos alimento de nosotros mismos, no de los dioses, el ritual es profanado desde su origen. A su vez, el libro cierra con dos poemas sobre el parricidio, donde las ofrendas y sepulcros que le anteceden son el testimonio del sufrimiento, el camino del poeta errático, que se equivoca, que erra y se odia a sí mismo, muriendo mil veces hasta la conciencia de que en el despertar está la entrada a otra vida: “Despertar es morir/ no me despiertes”, dice el epitafio de Xavier Villaurrutia. Para Andrés Cisneros, en su Cardo-Corazón en llamas, para volver a nacer hay que incendiar el mundo.
El poemario de Andrés Cardo remite a la vida del poeta con relación a la dualidad creación-destrucción, hacedor no sólo de recintos apetecibles al orgasmo, sino el trasfondo de lo que duele, el hambre y la muerte esparcida por el mundo, “alimento del Averno”, donde el poeta sabe del “tormento del semen al llegar al ovario de la muerte”, de un “absurdo dios humano y necio”, la madre que también odia “abrir los ojos”; del olvido como ”hoja seca que reverdece en el árbol”; a través de universos paralelos donde “de nada sirven los ataúdes/ mejor desnudo/ enterrado me hubieran/ en la palabra común”. En esa palabra común es donde el poeta nos permite entrar en el árbol cósmico de la noche, convertidos en semillas de los nuevos seres humanos, como un germen de otra humanidad.
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