jueves, 25 de febrero de 2010

El verbo proscrito

Ilustración: Luís Alanís

La palabra es la casa de ser.
En su morada habita el hombre.
Martin Heidegger

El que habla es más taciturno que el que escucha,
así como el que reza es más silencioso que Dios.
Walter Benjamin

¿Cómo es posible que exista la acción sin el agente, la facultad sin el ser, la característica sin el sujeto, puesto que hasta gramaticalmente, verbo es toda acción, pensamiento y sensación?
Jomo Blonza

La única deidad que hay en el mundo se haya en la manos del poeta
Enrique González Rojo Arthur



EL VERBO PROSCRITO


Por Arturo Alvar

En el principio, el verbo fue poesía; pero luego en Occidente se ha impuesto con un eslabón entre espiritualidad y mundo: cadena que nos aprisiona a realidad preestablecida y que genera lo prohibido. Entonces el verbo se convirtió en palabra deseada para romper la realidad y así irrumpir el límite.


De la tradición judaica al cristianismo, el verbo fue principio y Dios tuvo que nombrar al mundo: Haya luz, dijo. Los hombres están hechos a imagen y semejanza del ser omnipotente y de ahí creemos conocer el origen de las cosas porque nos apropiamos de ellas. Accedemos al mundo a través de la palabra: el símbolo. En el nombre de la rosa está la rosa, dice Borges; sin embargo para los estructuralistas el nombre es una mera arbitrariedad. En todo caso, el mito consiste en realizar la tarea adánica por excelencia.


En la institucionalización de lo espiritual, las religiones configuran un orden moral, que en el caso del mito del Paraíso, configura la culpa originaria, que Milton siglos después exorcizara, cuando las palabras pueden condenar más que los actos, como escribió lúcidamente Oscar Wilde: la ética del dicho al hecho. Entonces el verbo es un amarre entre creyente y credo, donde el cielo prometido condiciona al mundo posible.


Aunque en el mundo actual, la muerte de Dios no es la muerte del verbo, la abstracción del pecado nos absorbe y nuestros actos nos convierten en nuestro propio juez. Dios no está, pero nuestra creencia sí. Entonces, ¿a qué nos condenan las palabras? Según Robert Graves en La diosa blanca, el poeta irremediablemente le dedicaba su canto a la luna, en la tradición griega. Lo femenino, la naturaleza, lo nocturno, el misterio último. El círculo helénico donde el sacerdote y el poeta eran el mismo, transmisor de esas “esencias”. Sin embargo, en la expansión de la civilización el culto se transfiere al sol. El sacerdote y el poeta se dividen, pues el sacerdote deja de sentirse conjurado por el poder de lo femenino, aliándose al poder político y la fuerza militar. Lo solar se vuelve un símbolo de supremacía masculina –sexto día del Génesis- y la conquista de la razón disuelve el misterio. Así el canto del poeta queda marginado en lo “inútil” y se convierte en proscrito.


El verbo entonces enuncia al ser, se manifiesta y es poder para derrumbar cualquier status quo. El verbo es la crisis de los supuestos universales, es afirmación destructiva e imperante. En él está la dualidad entre la experiencia sensible y el mundo de la ideas. El pensamiento presocrático concibe la perfección como el ascenso del alma para convertirse en espíritu. Idea conocida por Jesús, que al ascender al cielo se convierte en espíritu y deja a los apóstoles el verbo amar que, a diferencia del dios hebreo, no enjuicia, sino perdona. Oswald Spengler en su obra La decadencia de Occidente interpreta que la idea de humanidad aparece junto con un Dios débil. Luego entre el Ser y el Hacer los humanos se separan de la omnisciencia divina y se miran en el espejo que es el mundo, confundidos, buscando el amor de sí mismos o por el contrario, la máscara protectora del ideal divino destruido, el miedo a la otredad, la humanidad ausente. Aún con esto, el verbo humano es perfectible, no así el verbo divino. Gianni Vattimo plantea que la Redención que nos propone el cristianismo forma parte de un proceso de secularización del pensamiento occidental, el cual sigue creyendo, por contradicción, en una conciencia histórica que pueda dar “razón y fe” de los acontecimientos, a pesar de la evidente crisis de los paradigmas dominantes.


Esta praxis del espíritu no sólo abandona la explicación religiosa y se “desencanta del mundo”, como observa Max Weber, sino que modula un repliegue espiritual del ser hacía sí mismo, en el ámbito de lo privado, en el aislamiento de sus significaciones: la enajenación de lo que predica el sujeto. Entonces el verbo proscrito posibilita a ese ser circunstancial a desprenderse de la colectividad con una mirada poética. El verbo se vuelve dictado del suceso; lo que conlleva otra crisis: el tratamiento sagrado de la poesía.


Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Luis de León, por medio de la oración, el rezo y la mística, intentan acceder al diálogo divino, más allá de los preceptos canónicos que imperaban en su momento. En el caso de estos tres poetas, mantienen el mismo tono confesional de lo religioso instituido, pero la voz poética trata de liberarse de los intermediarios, sosteniendo su argumento de manera dialógica. El intento de que nada mediara entre el hombre y su dios no expresó algún cambio dentro de la ética católica, como sí con la protestante. Los místicos como Teresa, Juan y Luis, que luego fueron considerados santos, fueron canonizados por una jerarquía eclesiástica, no así por su trascendencia literaria. Sin embargo, esta poesía se muestra reticente a aceptar de manera pasiva el rezo clerical. En Occidente lo sagrado es, a través del verbo, institución de lo religioso, en tanto que la Iglesia no es propia de los fieles, sino del clero ― aunque en el santísimo discurso se plantee al revés ―. Para hablar de esta apropiación de la palabra, nos puede decir mucho el discurso de la Santa Inquisición, el humanismo en la evangelización de los pueblos colonizados, o las prácticas actuales como el celibato (en una vida que predica el amor); con su repercusión inmunda en el caso del abuso por parte de los sacerdotes a menores que actualmente se sigue llevando a cabo; en las prácticas como la confesión para expiar los pecados “rezando tantas Aves Marías y otros tantos rezos”. La confesión, en el último de los casos, se vuelve la aceptación pasiva de una autoridad, más que un arrepentimiento. El vínculo del hombre con la divinidad por medio de la palabra, no es otra cosa que el simple problema de la libertad.


Por contrario a buscar cada vez más un lenguaje despojado de los letargos que la liturgia y que el discurso canónico hacen pesar actualmente sobre la poesía, se encuentra en apogeo un corpus clerical, que santifica, en nombre de la poesía, a los nuevos patriarcas, el sacerdocio que se pretende solar, legitimando un discurso aliado al poder político y militar para establecer una jerarquía clerical de la poesía por medios extraliterarios. El legado de la poesía secular no es el verbo instituido, la luna sigue invocando su oriente de máculas; sino aquel verbo proscrito, el que se sabe desde el destierro. Aunque hayamos matado, robado, deseado a la mujer de nuestro prójimo y sobre todo blasfemado; la casa del hombre es destruida para volverse a construir con los ladrillos de otra Babel a cuestas, no entre apóstoles o nuevos profetas, sino entre seres que dicen lo que piensan y cuestionan lo que escuchan.
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Publicado en el número 3 (Rezos) Revista Versodestierro. 2003

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