jueves, 25 de febrero de 2010

Continuidad de los parques, Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada.

Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


COMENTARIO CRÍTICO DE ARTURO ALVAR

Sobre el relato de Cortázar se pueden decir muchas cosas, pues es un texto, como otros del autor, que pueden generar diversas perspectivas. Es como una cinta de Moebio, en donde el significado se continúa en el significante, al advertir el lector que el protagonista (otro lector) se encuentra leyendo el desenlace de la novela donde él es la víctima. Una metáfora de la lectura: nos leemos nosotros en los libros que leemos, parecido a una versión sintética de “El amante de Lady Chatterley”, de Lawrence, en donde la esposa de un lisiado (su lesión es más espiritual que física) encuentra como amante a un guardabosques que representa la salud física, lo activo, frente a la pasividad intelectual del esposo. En el cuento de Cortázar, el esposo es un terrateniente que delega todas sus obligaciones en otros, aparece un mayordomo y un apoderado que le resuelven su vida material, para que él pueda dedicarse a lo que más le gusta, que es la lectura. Ni siquiera conduce un vehículo, pues llega en tren a la finca en donde se desarrolla la historia, ni tampoco se ocupa de la esposa e implícitamente delega su relación cuando ella en un amante que encontrará retratado en la novela que va leyendo. Antes, cuando llega a la finca, se nos dice de paso que el mayordomo discutió un asunto de aparcerías con alguien. Un aparcero es un sin tierra, alguien que alquila o cuida tierra ajena para vivir. La tierra ajena es una metáfora de la esposa ajena, su amante, y la amante una metáfora de la tierra. Los amantes conspiran, lee el terrateniente, en la cabaña del monte; ella quiere restañar una herida en la acara de su enamorado con besos pero él lo impide, no están ahí para eso (la herida la provoca presumiblemente el mayordomo, nos muestra que la enamorada es ella, o él: ella es un instrumento para otro fin que se nos va revelando). Planean un crimen, se nos dice que es el último encuentro en esa cabaña, lo que anuncia el final exitoso de lo planeado ahí. Se dirige el amante hacia el sur (ella en dirección contraria, para evitar posibles sospechas) en busca de la casa que habita su enemigo y su amante. El mayordomo no debía estar y no está (lo que descarta al mayordomo como el ejecutor de estas acciones, quien conoce con exactitud la propiedad), los perros no debían ladrar y no lo hacen (lo reconocen, quizás los alimenta, es su función), pero no conoce el interior de la casa (no pertenece a la clase social del dueño, como sí lo es su apoderado, lo que descarta también al apoderado como el posible amante). Sigue las instrucciones de su amante, el porche, la escalera, la habitación al fondo, el cuchillo en la mano, el hombre sentado, de espaldas a la puerta (de espaldas a la realidad y con el bosque de encinos al fondo), leyendo una novela. Es una representación de una lucha de clases, la esposa es el instrumento para que “activo” aparcero se quede con la esposa y las propiedades del esposo “pasivo”. Hay un juicio moral del autor, Cortázar, hacia el intelectual pasivo, pues su juicio favorece al asesino activo. Es un juicio adverso a los ociosos latifundistas latinoamericanos y su interés de acabar con esa inactiva clase social.

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