Después de revisar más de veinte artículos 
relacionados con los estudios  de género ―para conformar el dossier del 
número ocho de la revista Sapiencia―, me encontré con una teoría 
 excéntrica, el supuesto surgimiento de un nuevo “macho alfa”. No estoy 
de  acuerdo con la idea de que haya un “imperativo” para ser 
heterosexual, aunque  la idea sea interesante ―sobre todo en poesía, 
cuando a veces el imperativo ha  sido ser homosexual―. Reflexiones sobre
 lo transgénero se perfilan también como moda académica o tema 
predilecto para licenciarse. Por  eso siempre regreso a la poesía, no 
porque ella responda todos los paradigmas,  sino porque desde ahí 
encuentro una libertad que subyace a la apariencia, lo  que da potencia 
para reformular las preguntas mismas.
   
   Robert Graves en su libro La diosa  blanca, reescribe el mito 
donde el sacerdote (como arquetipo) se alía con  el sol (como símbolo) y
 se separa del poeta, quien a pesar del imperio solar,  sigue cantándole
 a la luna, a través de los tiempos, aliándose con el misterio  último. 
Esto lo sabe Adriana Tafoya, autora de El matamoscas de Lesbia y otros poemas maliciosos
 cuando escribe  sobre el canon de la poesía femenina. Estas figuras 
siguen vigentes en la  tradición, por eso tenemos la certeza de que la 
luna es un espejo más. No es un  cuerpo vivo, sólo el reflejo de una luz
 espectral.
   
   En este sentido, si Rosario Castellanos lanzaba su corazón “para 
romper  en mil pedazos el espejo del mundo y contemplar mil veces el 
rostro de mi  culpa”, Adriana Tafoya está dispuesta a cometer “pecados 
inmortales” como  escribe Enrique González Rojo (un epígrafe del libro).
 Aquí en la tierra como  en el cielo, sin culpas ni persignaciones, 
Tafoya lanza sus poemas, algunos ya  publicados, engarzados con otros 
inéditos. Lo “malicioso” le viene a dar cuerpo  al poemario, no sólo 
para romper el espejo narciso, sino para romper la  transparencia del 
vaso ― el de la tradición poética, dominante― dejando un  verbo de 
pleamares, donde el agua queda turbulenta. Adriana Tafoya no se  
contiene, va más allá de la contemplación gravitatoria en torno al 
Círculo,  culto falaz del emblema solar que termina por desmembrar. De 
esta manera, abre  con violencia la herida de la realidad y escribe: 
“donde trueno diez veces el  cristal del vaso”.
   
   La poesía de Tafoya incide con un golpe certero a las cabezas de los 
que  viven sin pensar. Su mirada punzante agarra parejo, tanto hombres 
como mujeres  y el ideario femenino adherente a los códigos patriarcales
 es destruido, al  menos con las palabras. “Para eso son las heridas”, 
escribe: “para que la  arrogancia sangre”, aunque en otro poema afirme 
que “la palabra sólo rasguña”  ante el sonido que “es el golpe de la 
violencia de las cosas”.
   
   En Animales Seniles, una serie  de poemas contenidos en el 
libro, aparecen “mujeres sin fin”… “con la  virginidad que la vejez 
otorga”. El verbo de Adriana es copular, eyaculatorio.  Escenas 
fetichizadas donde se entrelaza lo grotesco con lo delicado; el placer  
con la degradación de los cuerpos. En este sentido, una escatología no 
se  plantea sólo en términos del asco y buen gusto, es decir, frente a 
un  esteticismo formal, sino que va más allá al plantear una dimensión 
poética,  donde la degradación no sólo es corpórea sino moral: la náusea
 ante el oprobio,  donde, sin embargo, es en “los senos insípidos y el 
vientre estrangulado” de  esas mujeres, donde tiene lugar el erotismo:
   
   “Las he tomado por la boca/ Las he anudado una a una/ Con esas 
cuerdas  de los filos más cortantes/ para abrirles los pétalos/ para 
comer el sabor a  libro viejo/ que se desprende del aliento de sus 
sexos”. Hay algo de sabiduría  lúbrica en esos cuerpos lánguidos que se 
sacuden con el estremecimiento de lo  prohibido, la transgresión sexual 
donde Adriana Tafoya nos advierte que las  apariencias engañan, sobre 
todo cuando hay un canon imperante.
   
   Con un epígrafe de Óscar Escoffié al principio del libro, advierte la
  poeta que: “Suele ocurrir una equivocación trágica entre los hombres: 
asociar  lo feo a lo maligno y la hermosura a lo bueno”. Ahí la 
contestación al canon  masculino su asociación maniquea de la belleza, 
junto con todos los actos que  externan esas percepciones. Es en el 
poema Diálogos  con la maldad de un hombre bueno donde la poesía 
de Tafoya adquiere un tono  satírico, apuntando su flecha a las 
costumbres del poder, (oportunismo y  exceso), rozando inevitablemente 
los límites de una poesía social, crítica, que  ha tenido como sus 
mejores armas el dicho popular, la ironía, el sarcasmo y el  humor 
negro.
   
   ¿Qué sentido tiene ejercer esta violencia verbal? El poemario abre  
heridas para que salga la ponzoña humana y quede la música, que “traza 
con  violentos pincelazos” el “compás erótico” de un hombre “desnudo en 
un sillón”.  La malicia femenina pone trampas. En los ojos de este 
hombre está “la luz negra  que nos alumbra”. En ellos se ve hasta el 
color de la tanga que le gusta. Y  ella lo sabe, pero “es indiferente/ 
al cadáver de una mosca” mientras afuera  hay otro hombre, podrido de 
amor, al que no le queda más destino que buscar  otro tacto, porque 
“después de todo/ siempre hay otras mujeres”.
   
   El poemario en general se mantiene lúcido ante lo sensorial y  
transgresor en las concepciones dualistas belleza/bondad, 
maldad/fealdad. La  poesía es un desafío cuando mujeres como Carmen se 
desnudan y se entregan a la  pasarela, donde “la gravedad no existe para
 su carne” mientras “un hombre de  ideas encanecidas” gasta hasta el 
último centavo de su tristeza en ella; cuando  la madre incestuosa le 
pide al hijo aprender de la robustez de su cuerpo, como  se entra en la 
vastedad sabia de la poesía; como Susana “con la canasta seca de  las 
frutas” que tiene miedo de ser violada y ya “presiente rostros oscuros y
  añejados” donde “un racimo de testículo le rellena la boca”.
   
   Los hombres son ancianos “con verrugas hinchadas de malicia”; un  
travesti que hubiera querido nacer cisne “y en la medida que es más fémino/ es más vulnerable a ser  violentado” El poema que da título al libro, El matamoscas de Lesbia, hace referencia a la musa acosada por los  besos de Catulo. Como si fueran moscas, la voz espanta los besos de su amado,  en versus
 sexual, aunque no se  molesta cuando al final logra penetrar en su 
“sexo oscuro”, porque sabe que él  tiene hambre. Aunque en otro momento,
 incluso se pregunta: “¿qué da más dicha  que la estremecida/ sensación 
del beso?”. La poeta traspasa nuestros sentidos y  pasiones, pues 
también somos esos hombres que versa, escudriña y condena.
   
   Lector a quien es dedicado este libro, sin saberlo: Si buscan ternura
  mejor recurran a su madre, pues no encontrarán en Adriana Tafoya 
brazos que  arrullen, sino el mar, porque “el mar es la muerte”, 
escribe: “pensar en su  hechura da miedo, porque la muerte todo el 
tiempo fue agua y el agua todo el  tiempo ha sido cielo”. Para los que 
no tienen madre, encontrarás en la malicia  de sus versos un alivio ante
 el desamparo de la soledad. Si sólo el lector está  insolado, los 
versos de este poemario le harán copular con palabras más  oscuras, 
eclipsadas, de las que nunca saldrá ileso. Sólo el cielo jamás podrá  
salir herido. Para Adriana, todos los pájaros ―los poetas―, podrán ser  
derribados: “con los truenos de un rojo y pequeño revolver…Y no será 
sangre/ lo  que salpique a las manos/, sino un azul terrible inmenso”.
   
   Éste es un poemario con un paisaje de pincelazos violentos, heridas 
que  dejan turbio el vaso, con muchísimos instantes, como debe ser 
cuando la poesía  no es sólo una piedra más en el camino, o un perro 
sarnoso ladrándole a la  luna, sino una mosca con terciopelo negro y 
caja resonante.
   
No hay comentarios:
Publicar un comentario