En su segundo libro, No hay letras para escribir tu epitafio, Andrés Cisneros de la Cruz-, como en una premeditada nota roja de periódico, “radiografía de la muerte”, dirá avant la lettre en otro poema publicado en su libro más reciente (el tercero), Como la nieve que dejan los muertos, se atreve a mostrase las entrañas en bilis que sirve de aceite para las lámparas obscuras de su imaginación, donde el poeta se devora a sí mismo; ya no el banquete en las vitrinas de un cristal impenetrable, en el que lanzó la piedra de su primer libro, sino donde, como él mismo dice, ”queda esta palabra que rompe vidrios/ para incrustarlos en los cráneos”. Porque Andrés, ante todo, afronta el quehacer poético como un ser iluminado por las sombras, en el alimento ritual de bocados profanos, en el vilo de la sangre, para degusto del poema, batiéndose a duelo con la muerte y haciéndose su aliada cuando se trata de matar al Padre.
Andrés Cardo deposita su veneno poético, “la ecuación invertida de su ira”, porque le es insoportable el odio. Canta sus demonios como en una hoguera, ahí donde los suicidas se arrepienten para volverse equilibristas cultivadores del vértigo, donde se lee que “no se dejen engañar, dios no existe”, termina el culto al Padre y empieza el hombre. No el destructor, sino aquél que quiere saber más para existir más, pues en suma la tarea del poeta no sólo es aumentar el mundo, sino también redescubrirlo. En este sentido, el poemario que presentamos hoy, es una forma de afrontar la duda, sacarla del amnios del cerebro para dejarla expuesta, desde un alimento más en crudo, en el que la voz del poeta es “refugio del fuego”.
El libro inicia con un poema-mito, donde los hombres matan a sus propios hijos, convertidos en simios, idiotas en el “reflujo del ego”. En algún momento, entre los mayas del México antiguo, los niños recién nacidos en fechas rituales, eran elegidos y se consideraban destinados al sacrificio, lo que implicaba muchos sufrimientos. Para impedir esto, sus madres los arrojaban a las brasas, calcinándose rápidamente y comiendo luego sus cenizas. Pero en No hay letras para escrbir tu epitafio, sucede que en el principio ya éramos alimento de nosotros mismos, no de los dioses, el ritual es profanado desde su origen. A su vez, el libro cierra con dos poemas sobre el parricidio, donde las ofrendas y sepulcros que le anteceden son el testimonio del sufrimiento, el camino del poeta errático, que se equivoca, que erra y se odia a sí mismo, muriendo mil veces hasta la conciencia de que en el despertar está la entrada a otra vida: “Despertar es morir/ no me despiertes”, dice el epitafio de Xavier Villaurrutia. Para Andrés Cisneros, en su Cardo-Corazón en llamas, para volver a nacer hay que incendiar el mundo.
El poemario de Andrés Cardo remite a la vida del poeta con relación a la dualidad creación-destrucción, hacedor no sólo de recintos apetecibles al orgasmo, sino el trasfondo de lo que duele, el hambre y la muerte esparcida por el mundo, “alimento del Averno”, donde el poeta sabe del “tormento del semen al llegar al ovario de la muerte”, de un “absurdo dios humano y necio”, la madre que también odia “abrir los ojos”; del olvido como ”hoja seca que reverdece en el árbol”; a través de universos paralelos donde “de nada sirven los ataúdes/ mejor desnudo/ enterrado me hubieran/ en la palabra común”. En esa palabra común es donde el poeta nos permite entrar en el árbol cósmico de la noche, convertidos en semillas de los nuevos seres humanos, como un germen de otra humanidad.
martes, 31 de agosto de 2010
domingo, 15 de agosto de 2010
La heterodoxia del infrarrealismo
El rastro solar de los infras. Crónica de un árbol caído que anuncia el principio del bosque.
Por Arturo Alvar
"Estoy trepando 1 sol"
Mario Santiago Papasquiaro
"El sol negro de la melancolía"
Gerard de Nerval
Lo que sucedió en un principio más en el ámbito privado, pues Efraín Huerta había vuelto a formar otra familia aparte de la de David, de la que saldría otra hija también poeta, Raquel Huerta Nava, había pasado a otra arena de contienda, siendo una ruptura visible en el terreno ideológico, pues Paz no coincidía con la visión socialista de su contemporáneo y el hijo David, en consecuencia, toma distancia del comunismo declarado de su padre, como un caso paradigmático de cómo los jóvenes poetas de entonces se enfrentaron a la disyuntiva de alinearse con Octavio Paz, en algunos casos pidiendo o publicando disculpas públicas por la militancia socialista o comunista, —como había sucedido antes con un miembro del grupo poeticista, como Eduardo Lizalde—, mientras que otros optaron por la insurrección, como en el caso de los infrarrealistas.
Los infras que eran parricidas, no sin contradicciones, reconocían el carácter fundacional que intentaba instaurar Octavio Paz, para quien la tradición estaba en riesgo mortal de perderse. Durante la presentación del “Encuentro de generaciones” Octavio Paz, había dicho que “toda negación afirma algo”, en el sentido de la tradición de la ruptura, pero dejó de lado que una puesta en crisis de valores de esta índole, tanto estéticos como éticos, pudiera venir de aquellos jóvenes que llegaban a tratar de boicotear varias de las presentaciones de sus libros y cuya irreverencia juzgó como producto de la ebriedad y la estupidez. Pero la confrontación que Mario Santiago tuvo hacia Octavio Paz fue precisamente por el fuego de la renovación. En este sentido: “las peores peleas son de poeta a poeta, porque te dejan sin alma”, dice en otro artículo José Peguero; sin embargo, en la novela Los detectives salvajes, Bolaño trazó, más que una negación o afirmación, el dibujo del círculo solar y su fuego perpetuo, el terreno de la pelea donde los poetas, más allá de confrontarse, a pesar de las diferencias, al final se reconocen.
¿Qué negaban entonces los infrarrealistas que afirmara una tradición? Me parece que una veta provechosa se puede hallar en el tema de la solaridad poética. En el marco de la vanguardia y la literatura patriarcal, lo que engarza las visiones de Octavio Paz y la de los infras, se cifra en el código solar, el sol como signo de poder, en el que el astro mayor es fecundador de la tierra y también el guerrero destazador de todos los astros hermanos, así lo solar extiende sus dominios como símbolo dominante dentro del canon estético. Para Bolaño, en la ortodoxia del medio literario en México, esto se traduce en un verdadero campo de batalla: “con sus samuráis y señores de la guerra”, diría muchos años después en su propia interpretación del imaginario latinoamericano. Parecido a lo que revela Enrique González Rojo Arthur, al señalar que la historia de la tradición literaria se explica en México a través de “la historia de sus mafias”, mientras que la actitud más infra consistió principalmente en una toma de postura heterodoxa, aunque en la misma búsqueda solar siempre trataron de encontrar una voz propia que rompiera con lo establecido: “somos los soles negros”, dijeron los infrarrealistas, aún a pesar de que desentonaran con la línea marcada. Esa fue la consigna que siguieron los infras: la antimateria cósmica y oscura que se alimenta de la luz, de todos los colores; del amarillo del medio día y del tono crepuscular de otros soles.
Por otra parte, Carlos Nóphal había editado mi primer libro de poemas, bajo el sello de Anónimo Drama, a principios de 2004, precisamente en el tiempo en que David Huerta realizó una conferencia, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), sobre la poética de Efraín Huerta. A David le interesaba la voz del “daimon” que aparecía en poemas de su padre como "La muchacha ebria" en Los hombres del alba. Desde niño supe que David era poeta, mi madre y mi tía hablaban seguido de él, pues lo invitaron a publicar en los carteles de poesía que apoyó la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) cuando ellas eran estudiantes, pero fue hasta mi adolescencia que lo conocí, en el Centro Nacional de las Artes, cuando impartió una serie de pláticas sobre Muerte sin fin de José Gorostiza, a las que invitó a Arturo García Cantú quien acababa de publicar una crítica a este poema.
En otra ocasión, saliendo de la librería Gandhi, afuera del Palacio de Bellas Artes, David Huerta me preguntó si seguía escribiendo poesía: “pues más te vale dejar de hacerlo, mano” y me regaló un ejemplar de El manantial latente, un muestrario de poesía actual, donde el escritor más joven, apoyado por una beca gubernamental, había nacido en 1984, es decir, un poeta de mi generación. Me pareció que todo avanzaba rápido y que si quería hacer caso omiso de aquella recomendación, era momento de publicar algo. Retribuyendo a su regalo, tiempo después, al final de la conferencia en la UACM, me acerqué de nuevo a David y le di mi libro, por supuesto que esperaba una opinión al respecto. Por ese tiempo. en la calle del Tianguis del Chopo, también le había dado el libro a Pancho Zapata, con la intención de que ambos pudieran presentarlo en la Galería Metropolitana de la UAM, aunque Pancho Zapata fue el único que aceptó la propuesta, pues a David le pareció un poemario lleno de excesos, provenientes del modernismo. Entiendo ahora que David Huerta no haya presentado mi poemario o no presente en general libros, pues para “los herederos” el símbolo es muy importante, sin embargo constituye para mí un código por demás sectario del cual he tomado a la postre distancia. No buscaba un rito de iniciación, sino una mirada crítica, como la busco ahora.
Unos días antes de la presentación, Zapata
andaba desaparecido. “No te preocupes”, me dijo un amigo, poeta y vecino suyo,
de nombre Francisco Jaymes, a la salida de una estación del metro, “Zapata es
un hombre de palabra”. Pero mientras más se acercaba la fecha, insistí en su
búsqueda al ver que no daba señales de vida. En la Casa del Poeta, Carlos
Martínez Rentería, editor de la revista Generación, me dijo sarcástico
que mejor lo buscara en las cantinas, pero nada. Fue hasta el día de la
presentación, más bien un par de horas antes, que apareció Zapata, caminando
junto a una mujer, por la avenida Insurgentes. En cuanto lo vi me bajé del
camión que había tomado unas cuadras atrás. No se sorprendió al verme, me dijo
que estaba esperando a Rebeca para tomarse un café. Ellos se encontraban
platicando acerca de amigos cercanos que también eran poetas y aunque venía con
prisa no interrumpí su conversación, que me llamó la atención cada vez más. A
cierta altura, mencionaron a Roberto Bolaño. Les dije que acababa de leer Los
detectives salvajes y ambos se sonrieron, cómplices de un silencio
posterior. Al final Rebeca dijo que no podía asistir a la presentación y cuando
íbamos solos Zapata y yo, me confesó que ella era la viuda de Mario Santiago,
lo que me dejó perplejo, pues algo nuevamente se palpaba entre la vida y la
literatura que me acercaba más con el infrarrealismo.
Poco más de cinco años después, vuelvo a entablar una conversación con Pancho Zapata, más interesado en la desmitificación del movimiento infrarrealista que cuando leí la novela. Si bien Zapata no se considera un poeta infra, ya que nunca conoció a Roberto Bolaño y con Mario Santiago a veces sólo iban a emborracharse, sin hablar una sola palabra de poesía, es reconocido como un poeta cercano del movimiento, al punto que para conmemorar el ciclo de lecturas y conferencias en la Casa de Lago, donde por primera vez se reunieron los infrarrealistas, en 1975, fue invitado a leer algo de su trabajo. Era el más joven de entre los demás infras cuando publicaron Correspondiencia Infra, la revista infrarrealista de periodicidad "menstrual". Le pregunté a Zapata, ¿qué posibilidades hay de contactar a más infras? Para él, los infrarrealistas que quedan pueden rechazar que se les entreviste, ya que a algunos no les gusta hablar del infrarrealismo, porque consideran que se ha vuelto una moda. Insistí en una búsqueda necesaria, casi existencial, por la razón de que se han levantado tantos supuestos en contra y a favor de los infrarrealistas.
Pancho me recomendó buscar un poema de Roberto Bolaño titulado “La moto negra”, que escribió por una motocicleta que robaron él y Mario y en la que fueron embestidos por un camión de pasajeros. Por ese accidente, Mario Santiago comenzó con su mítica cojera. Recuerda que “Mafio”, como solían decirle sus amigos más cercanos, siempre iba tan ensimismado que nunca se fijaba al atravesar la calle. Por eso, Pedro Damián, otro poeta infra, al enterarse que Mario Santiago terminó sus días atropellado cerca del aeropuerto, dijo que esto había ocurrido por “muerte natural”. Lo cierto es que el infrarrealismo no se puede explicar sin Mario Santiago y Roberto Bolaño juntos, así como no se pudo construir la trama de Los detectives salvajes sin los personajes de Ulises Lima y Arturo Belano. Seguramente Mario Santiago estaba orgulloso del éxito literario de su amigo, pero Zapata afirma que Mario jamás llegó a conocer esa novela. En una carta, en puño y letra de Bolaño, se comprueba que Mario Santiago sólo conoció el título de Los detectives salvajes por su amigo. Mario Santiago murió poco tiempo después de que Bolaño acababa de corregir la novela. “Le valió madres enterarse de la fama de Bolaño, lo que sí hacía muy seguido, era llamarle por teléfono a Barcelona, se tardaba horas, aunque gastara un chingo de lana… definitivamente lo amaba. A veces Mafio, ya bien pedo, sacaba una carta ilegible de sus bolsillos, me la mostraba en la cara y decía: ¡me la escribió Bolaño!”.
El último de los infrarrealistas sigue conversando conmigo en su puesto librero, en ocasiones llegan a preguntar por algún título, que mi interlocutor logra vender con descuento, por ejemplo La sombra del caudillo y le fía otro libro a un colega, quien promete pagárselo al día siguiente. Zapata se refiere a la década de los noventas, cuando Mario abre la editorial Al este del paraíso, con la que publica “Aullido de Cisne” y otros poemarios infras. Le pido A Zapata que piense en nombres y lugares: el Bar Orizaba, el Café La Habana, la Casa del Lago, la pulquería La hija de los apaches; en escritores infras como Pedro Damián, Víctor Monjarás, Guadalupe Ochoa y Mario Raúl Guzmán. “Algunos de estos lugares ya no existen, pues la ciudad que era entonces ya no existe; algunos de ellos tienen algo de infrarrealistas, como cada uno carga con su infierno personal”. Recuerdo que el mismo Zapara junto con Verso destierro habían develado una placa en homenaje a Mario, en la pulcata del buen Pifas, con el poema Eme Ese Pe, cuando La hija de los Apaches estaba todavía sobre la avenida Cuauhtémoc, pero luego la cambiaron. Me comenta Pancho Zapar que Víctor Monjarás fue quien ilustró la portada del poemario de Bolaño El último salvaje, editado por Al este del paraíso, mientras que Mario Raúl Guzmán fue el compilador y prologuista de una antología póstuma de Mario Santiago, recientemente publicada por el Fondo de Cultura Económica bajo el título Jeta de Santo. “Quizá ellos te pueden ayudar a comprender mejor el movimiento infrarrealista y ya no estés dando tantos palos de ciego”. Me acordé entonces del capítulo de Los detectives salvajes, cuando el poeta García Madero conoce a los realvisceralistas tras una humareda de mariguana; de esta forma me despedí de Pancho Zapata y seguí caminando.
Por Arturo Alvar
"Estoy trepando 1 sol"
Mario Santiago Papasquiaro
"El sol negro de la melancolía"
Gerard de Nerval
Al
infrarrealismo no se le puede hallar fácilmente. No es como husmear piezas
arqueológicas de contrabandistas de pirámides. No se le podrá encontrar detrás
de una vitrina, como tampoco en una tienda de souvenirs con los poemas ensangrentados de Mario Santiago, el
estómago vacío o el hígado enfermo de Roberto Bolaño sumergidos en cloroformo.
El manifiesto infrarrealista de 1976, escrito por Bolaño, dice entre
paréntesis: “Busquen, no solamente en los museos hay mierda”; y después:
"déjenlo todo", como sentenció alguna vez Tristán Tzara. Esto fue en
mí una influencia decisiva, cuando en un impulso, quizás infrarrealista —nada
tenía que perder, excepto el éxito—, quise crear hace un par de años una
librería en homenaje al infrarrealismo: a Mario Santiago y Roberto Bolaño,
específicamente, quienes a mediados de la década de 1970 sentían correr por sus
venas, viva aún, la vanguardia literaria latinoamericana, más cuando en aquel
tiempo Octavio Paz en Los hijos del limo la mandaba por entero a la
sepultura: “El periodo propiamente contemporáneo es el fin de la vanguardia”.
Sin embargo, diría Mario Santiago: “la vida es una madriza sorda”, en el último
poema que se le conoce, titulado con sus propias iniciales, antes de morir: Eme Ese Pe:
“Qué más que saber salir de las cuerdas & fajarse la madre en el centro del
ring”. Una épica fundacional que también concibió Roberto Bolaño para la literatura:
“salir a pelear a pesar de saber que vas a ser derrotado”.
El infrarrealismo, desde mis primeros acercamientos a él, me pareció un movimiento que tenía que ser develado, pero ¿a partir de dónde, de qué circunstancia? Tal vez desde mi propia circunstancia, desde la de cada uno, como sucede con toda verdadera poesía. Adopté entonces un paralelismo entre vida y literatura como el mecanismo adecuado de develamiento. Lo cierto es que cuando tuve entre las manos mi primer poema publicado, vino la sensación de que ya existía un lazo insoslayable con el infrarrealismo. El poema apareció en la última página de la revista independiente Versodestierro, que acababa de nacer, donde también aparecía un breve ensayo de Marina Sivaj en el que me enteré por vez primera de la existencia de la novela escrita por Bolaño, Los detectives salvajes, en la que se narran las aventuras y vicisitudes de los “realvisceralistas”; de unos tales Ulises Lima y Arturo Belano que perseguían los rastros de Cesárea Tinajero, —una escritora poco conocida de la Revolución Mexicana y misteriosamente desaparecida, inspirada en Concha Urquiza a decir de José Vicente Anaya—. El ensayo afirmaba que estos personajes en realidad encarnaban a Mario Santiago y Roberto Bolaño, este último autor de la novela en mención, siendo que el “realvisceralismo” es una versión literaria del movimiento infrarrealista. Al paso del tiempo, más allá del momento fundacional del infrarrealismo o del mito descrito en la novela, me lancé contra todo lo que esta ciudad me impedía saber acerca de los infras, tratando de encontrar el principio de ese bosque infrarreal, con sus soles rojizos, en perpetua agonía, donde al principio se alza un árbol ya caído, pero del que todavía se puede sacar leña, para mantener el fuego en el que aún relumbran los huesos de Mario Santiago y Roberto Bolaño.
Con ayuda de un socio, me propuse levantar una librería en la ciudad de Guanajuato, en el espacio de un antro donde acudían principalmente jóvenes universitarios, intentando crear un bastión para la literatura emergente. En medio de un México convulsionado por la impunidad y la ignominia, retomé la creencia ancestral de que los perros son guías para atravesar el inframundo y por ese tiempo el escritor Eusebio Ruvalcaba me había dado un ejemplar de la revista Perros del alba, que se había presentado en la Feria de Minería de la UNAM y para entonces iba por su quinto número, la cual me permitió seguir con mis pesquisas infras. Conocí entonces al editor de la revista, Anuar Jalife, en un cafecito a un costado de la casa natal de Diego Rivera. Me dijo que el nombre de la revista era un doble homenaje a los poemarios Los hombres del alba de Efraín Huerta y Los perros románticos de Roberto Bolaño. Comentamos acerca de que Mario Santiago precisamente tuvo a Efraín Huerta como padre literario. El hijo infrarrealista le llamaba con cariño, casi con ternura: Infraín. “Si soñara que le arrancan de un tajo las cuerdas vocales/ que 1 chaneque travieso lo apoda Infraín”, así lo asienta el mismo Mario Santiago Papasquiaro, mientras que el gesto paternal del también alias “El Cocodrilo Poeta”, quedó fijo en un verso que forma parte de un poema-prólogo escrito por Efraín Huerta para Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos: “Mario en el camino de Santiago”. Dicha antología se publicó en 1979. Roberto Bolaño se encargó de la selección, donde aparecen varios poetas cercanos al infrarrealismo —tanto que aún podrían quemarse en sus brasas—, como los mexicanos Julián Gómez y Orlando Guillén; el peruano Jorge Pimentel y el chileno Bruno Montané. Este último poeta es coetáneo de Roberto Bolaño, con el que a los veintiún años llevó a cabo la quema de unas obras de teatro, en un “rictus” con el que Bolaño después se entregaría por entero a la poesía —género paradigmático de los infrarrealistas—, como el mismo Montané declara en la revista Turia que en 2005 publicó un número dedicado a Roberto Bolaño. En esa misma publicación, también José Peguero, compañero de andanzas juveniles, declara que Bolaño decía: “Yo nunca voy a ser novelista, mira qué nalgas se necesitan para escribir tantas cuartillas. ¡Viva la poesía!”. Con un sorbo de café, Anuar Jalife piensa en el último número de Perros del alba sobre las generaciones literarias, me cuestiona que los poetas nacidos en los años ochenta podamos configurar una generación. ¿De dónde nos sentimos herederos, de los Contemporáneos o los estridentistas, incluso de los infrarrealistas? Impele el editor y yo respondo con otra pregunta: ¿acaso en una condensación de los pasados literarios, no se pueden considerar todas las corrientes como influencias decisivas? En este sentido, no se hablaría tanto de generaciones como de grupos aislados o “archipiélago de soledades” como se concibieron los Contemporáneos, quizás el grupo literario más influyente del siglo XX mexicano. Sin embargo, también es muy distinto hablar de una generación que de un movimiento, como en su caso se concibió la vanguardia del infrarrealismo, que incorporó aspectos contraculturales. Para el caso, Anuar Jalife y yo no llegamos a un acuerdo definitivo al respecto, aunque al final de la conversación aceptó mi propuesta para que presentáramos Perros del alba en el espacio del bar, que transpiraba cada vez más a inframundo.
Para esto, unos amigos míos, artistas plásticos reunidos en torno al colectivo “Los de a pie”, convencidos del proyecto de fundar la librería Infra, habían empezado el trazo de un mural en las paredes del antro, tugurio del averno, subterfugio de paredes ígneas y escaleras bajando hacia los túneles de la ciudad de Guanajuato. En el mural fueron apareciendo los héroes y antihéroes de la comedia histórica mexicana —que en cierto sentido puede considerarse lo realmente Infra—. Aparecían Pancho Villa, con lentes de motociclista, sentado junto a Emiliano Zapata al estilo punk; una Catrina arropada con la fiesta delirante, el atroz colorido del luto mexicano; el fantasma de Porfirio Díaz, azuzado por Salinas de Gortari y junto a “El innombrable” los “presidentes” Calderón y Fox (quien trae puesta una playera de fútbol), mientras el Peje tiene el ceño fruncido y los señala —seguramente por los fraudes de 1988 y 2006—. En la base del mural se encuentra El Pípila, echando fumarolas blancas. En la parte lateral se halla José Alfredo Jiménez, que mira desde un balcón el paisaje de Guanajuato, melancólico, embriagado del mismo espíritu con el que Mario Santiago había dicho que sólo había un José Alfredo y era Jiménez y que por eso se había cambiado su nombre de José Alfredo Zendejas por el de Mario Santiago Papasquiaro. Mario, al margen. Con su apellido adoptivo, sucede lo mismo, pues Santiago Papasquiaro es el nombre del pueblo natal de José Revueltas, de manera que hay una invención del poeta sobre sí mismo, un gesto que asume ante la modernidad y la vanguardia más fidedigna, que es la del romanticismo, no sin poner su jeta, incomodando a los presentes, con una máscara que coincide con su rostro y que lo inscribe dentro de los poetas que habitan, como el mismo Mario escribe, “en la frontera entre el mito & el sueño”.
De esta forma, desde el tema prehispánico hasta el México actual, “Los de a pie” pintaron un mural donde la historia cumple su condena, puntual y eterna como el infierno, de tal forma que cuando se presentó la revista Perros del alba, los fantasmas de Roberto Bolaño y Mario Santiago se hicieron presentes y festejaron a la manera Infra: “Todo lo que empieza como comedia, acaba como tragedia” (Los detectives salvajes) como también sucede con la vida y con las obras del arte. Mario Santiago no soltó entonces su voz de terciopelo, sino que únicamente sonrío, contento de que no estaba pintado en el infame muro y que podía seguir caminando con Roberto Bolaño por los callejones intrincados de Guanajuato, en la noche del buen Jack, de la mano de la “luna más hiena”. Al día siguiente, con la presentación de la revista en el bar, avisté, a pesar de todo, el posible éxito de la librería; sin embargo, el socio mayoritario determinó quedarse con la inversión inicial de aquella empresa y en una tranza nocturna y cantinera supe que sólo estábamos soñando. “Soñé que soñábamos”, dijo Bolaño, quien conoció por accidente a los asesinos de Roque Dalton y avistó el cruento espectáculo de miles de jóvenes, como sucede ahora en México, que “ponen su mejilla junto a la mejilla de la muerte”; de la lógica de la lucha por un mundo distinto, que se venía abajo en los años setenta, a la lógica actual de supervivencia para mantenerse en una realidad aplastante, muchos de ellos victimarios por dinero y otros tantos víctimas sin empleo.
Es curioso que, en ese sentido, Roberto Bolaño alguna vez declarara —en una entrevista que le hizo la revista Barcarola— que entre los triunfadores estaban los seres más miserables de la tierra. “Creo en el tiempo”, dijo al respecto del premio Herralde que recibió por Los detectives salvajes y recordaba la época en que trabajó en Roses y vivió en Blanes, al sur de España, con una alegría un tanto insana: “tenía mi pequeño negocio y vivía como un árabe de las Mil y una noches, o como un judío en el ghetto de Praga, sin frecuentar el círculo de Kafka, pero aprendiendo esos nombres tan pintorescos que designan las diversas piezas de bisutería”. Sin embargo, también Bolaño fue víctima de una estafa, con lo que perdió aquel negocio de baratijas y así fue como se dedicó por entero a escribir la novela. Fue así también que yo, decepcionado por la fallida fundación de la librería Infra, dejé todo nuevamente y me lancé de vuelta al Distrito Federal, mejor conocido como “El defectuoso”.
Caminaba, sin aparente rumbo fijo, por las calles del Centro Histórico, a lo Mario Santiago Papasquiaro, con la intuición olfativa de la poesía, yendo y viniendo, fijándome detenidamente en los semáforos, las librerías de Donceles, laberintos entreverados con callejones llenos de gente. Me reprochaba por la pérdida, pero también pensaba en la tenacidad con que Bolaño había forjado una obra entera —con todo y que no fue un “triunfador”— y que después, no sin calvario, siendo un verdadero cazador de premios literarios como ejercicio de supervivencia, por fin, en 1998, justo el mismo año en que murió atropellado Mario Santiago, logró obtener el premio tan anhelado por muchos otros “herederos” de García Márquez o Carlos Fuentes, por una obra a la que ahora en gran parte le debemos la inquietud de muchos lectores por saber quiénes fueron o son los infrarrealistas y el infrarrealismo.
Tanto en caminatas como en diversas lecturas, seguí al fantasma de Mario Santiago Papasquiaro —el Ulises Lima de la novela de Bolaño, en alusión a que el propio Mario decía que no era tanto mexicano como peruano, dada su cercanía con otro movimiento latinoamericano de vanguardia, llamado Hora Zero, con quien se identificó hasta el final—, con su bastón y su ceguera inconforme, recordando de memoria algunos de sus versos. Muchos de los poemas de Mario Santiago habían nacido escritos en arrugados papeles, que el poeta llegaba a sacar de su bolsillo. “Moriré sorbiendo pulque de ajo”, escribe Mario Santiago como una prefiguración de su muerte en MSP, con la única certeza de que en la literatura pasa como con el boxeo: para ser poeta hay que saber salir de las cuerdas, viviendo “de a jodido”, como suele decirse en las pulquerías cuando alguien pide un pulque natural, porque es el más barato, colocándose entonces en el centro de la batalla. No sé si entonces fueron mis propios pasos o la gravedad ejercida por los soles negros del infrarrealismo, pero llegué hasta un callejón definitivo, el callejón de los libros de Minería y comencé a revisar algunos títulos. Trataba de encontrar Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego un libro por demás inconseguible, pero fue ahí que me encontré de frente con el puesto librero de Francisco Zapata. En ese momento, Zapata andaba crudo pero ya bebía un sorbo de ron de caña, suelen decir los irreverentes, marca antihumano.
“El último de los infrarrealistas”, como solían referirse a Zapata, para los más jóvenes también el poeta "de los nombres asesinados" —en alusión a Francisco Villa y a Emiliano Zapata, muertos a tiros, como si fueran perros callejeros, a traición, durante la convulsa revolución mexicana—, negó rotundamente sus sobrenombres: el de haber sido asesinado dos veces —por si había dudas, llevaba puesta una playera estampada con el rostro de Juan Rulfo y la frase “diles que no me maten”—, así como el de haber pertenecido al movimiento infrarrealista. En todo caso, admitió haber entablado amistad con algunos infras interesantes.
La primera vez que supe de Pancho Zapata fue en el 2004, cuando asistí al Chopo, Tianguis Cultural que en aquella ocasión cumplía 24 años de existencia, motivo por el que el colectivo Mezcalero Brothers preparaba la edición de una antología de 24 poetas a la que me invitaron a participar con un poema. Zapata a su vez iba a publicar otro poema, el caso es que el suyo y el mío aparecieron publicados uno seguido del otro, una feliz coincidencia. También en aquel tiempo conocí la revista Deriva, que Zapata todavía publica con sus propios recursos.
En ese entonces adquirí un número en el que Pancho Zapata llevó a cabo una entrevista a Max Rojas, autor del poemario El turno del aullante, quien frente a la pregunta sobre su relación con los infras, se refirió a ellos como una “generación perdida”, incinerados —quizá demasiado pronto— en su propia refulgencia. En corto Pancho confiesa que Max, al leer la entrevista publicada, se arrepintió de algunas aseveraciones a ese respecto. Pero lo cierto es que infras como Mario Santiago, Roberto Bolaño y Cuauhtémoc Méndez, están muertos. Al final de sus días, víctima de cirrosis hepática, Bolaño en otra entrevista declaró que quizá si no hubiese sido escritor habría vivido más tiempo.
Max Rojas recordaba las madrugadas en que los infras, como buenos jóvenes irreverentes, le llamaban por teléfono a su casa para que les recitara su poesía, siendo más precisos, para que les aullara el poema: “Caidal mi pinche extrañación vino de golpe / a balbucir sepa qué tantas pendejadas”. A decir de Pancho Zapata, a Max Rojas los infras lo consideraban un poeta de culto. “Sigo vivo nada más por ti /poesía desgreñada”, parece que contesta al unísono Mario Santiago Papasquiaro en Aullido de cisne, el poemario que en 1996 editara Marco Lara Klahr bajo el cuidado de la editorial Al este del paraíso, por quien preguntaba Bolaño en una carta a Mario Santiago: ¿sigue en pie o ya entró en el sueño de los justos” Finalmente, lo que reconoce Max Rojas en los infras es una fuerte personalidad poética, en sus escrituras y sus vidas, perseverancia de la que se alejó el propio Max Rojas durante más de treinta años. Es posible que esto pueda explicar por qué guardó silencio por tanto tiempo antes de volver a escribir poesía y al igual que la poesía saliendo por la hendidura que ha dejado el extenso poemario de Max Rojas titulado Cuerpos, hace un par de años, la memoria del poeta es una cicatriz indeleble que dice mucho acerca de la orfandad que los infras dejaron como generación, a la que le sobrevivieron, además de Max, otros poetas que influyeron en ellos como Enrique González Rojo Arthur (Efraín Huerta murió en 1982, año en el que nací, por cierto). Sin embargo, esta orfandad que dejan los infras está tanto hacia atrás como hacia delante, porque su voluntad de parricidio los hacía huérfanos de los escritores antes mencionados, pero su afán de vanguardia, en el sentido wagneriano de anticiparse al futuro, desde aquella certidumbre juvenil que Bolaño tenía al afirmar que moriría antes de los 35 años, hizo que los infras terminaran siendo la imagen de los niños perdidos en el país —el nuestro, México— del “nunca jamás”. No supieron, por otro lado, ser los padres de la generación venidera y desde un principio ellos son los que abandonan a sus propios hijos, en el sentido patriarcal de la literatura. Esto mismo se dilucida ahora por parte de algunos escritores jóvenes, es decir, aquéllos que tienen hoy entre 20 y 30 años, en lo que ha señalado Roberto Brodsky al respecto de una imagen de Joseph Roth, pues ahora: “los nietos sientan al abuelo en las rodillas y les cuentan al viejo Borges y al viejo Parra” —diciendo con esto yo que también al abuelo Max Rojas y al abuelo Enrique González Rojo Arthur—, “historias de no creer”.
Empero, había en el parricidio de Mario Santiago algo quizá más sensible que un voluntarioso empecinamiento a favor de un lugar en la República de las Letras. Efraín Huerta fue uno de los padres simbólicos de los infras y por ello sujeto de parricidio literario: “Parricidas, así nombraron por un tiempo a estos cabrones”, a decir de Francisco Zapata, porque también había un patriarca aún mayor a quien hacer frente, contemporáneo del mismo Efraín Huerta, que fue Octavio Paz. Al respecto, dice Juan Pascoe —editor del primer libro publicado por Roberto Bolaño— que hubo una supuesta fundación del infrarrealismo, en un edificio ya derruido del Centro Histórico y donde ahora se ubican las ruinas del Templo Mayor, en el que: “el tema central fue el del ciudadano sacrificado: Octavio Paz”. Así también señala que hubo una última acción pública que se registra del infrarrealismo, relacionada con una trifulca durante la presentación de un libro de Paz, entonces candidato al Premio Nobel de literatura, en el Taller Martín Pescador. Los infras, en este sentido, aunque quizá deliberadamente imprudentes, también fueron constantes y quisieron dejar claro que se dedicaban a confrontar la ortodoxia literaria de la cultura oficial, desde el frente donde: “nuestra ética es la revolución, nuestra estética la vida”, quienes consideraban al autor de Piedra de Sol como cabeza principal y vaca sagrada de la poesía instituida. Por contraste, Efraín Huerta escribió sobre estos jóvenes infras, en el prólogo a Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego: “creando, recreando, creyendo y recreyendo/en todo lo que ellos, por guillotinarme, me han devuelto”; por lo que los reconocía plenamente.
Enrique González Rojo, por su parte, recuerda que Octavio Paz, a pesar de tener una prolífica carrera literaria, no se había acercado a los escritores jóvenes y que de esto el patriarca estaba muy consciente. Así que, entrando a la década los ochenta, con Bolaño ya en España, mientras Efraín Huerta afirmó que aquellos jóvenes infras le habían devuelto la: “serena confianza en una dura nalga femenina”, en alusión blasfema a la tradición poética de ortodoxia castrante, Octavio Paz pensaba que el panorama literario era desolador: “Hace algunos años sentí un temor compartido por algunos de mis amigos. Nos pareció que la tradición literaria mexicana estaba en peligro mortal”. El quehacer literario como canon re-sacralizado, donde hay guardianes de la poesía y clérigos de la palabra. El fuego resguardado por el patriarca, quien afirmaba la tradición de la ruptura, necesitaba renovarse: “en un perpetuo recomienzo”, pero para entonces la influencia de Octavio Paz pesaba más en la institución que dejando rastro en la poesía de estos jóvenes.
Entonces, Octavio Paz se acerca al hijo de Efraín Huerta, David Huerta, autor de poemarios juveniles como Cuaderno de noviembre y Versión, promesa de las letras mexicanas de la que algunos críticos literarios llamaron “generación del cincuenta”, pero de la que ahora sólo es reconocible un selecto grupo. Algunos de ellos todavía publican en Letras Libres, revista “herencia” de Vuelta y Plural que dejó apadrinada Octavio Paz bajo la dirección de Enrique Krauze, —dadas las virtudes empresariales del historiador, como dice el propio Nobel mexicano en el editorial del primer número de Letras Libres dejado por él de forma póstuma—. Entonces, me parece que Octavio Paz elige a David Huerta como hijo pródigo, porque además es un mito con el que siempre se sintió identificado, en el contexto del papel que desempeñó como intelectual y poeta fundacional. Es cuando el patriarca invita a David Huerta al “Encuentro de generaciones”, siendo que a la postre el joven poeta toma distancia en las ideas políticas de su padre biológico.
El infrarrealismo, desde mis primeros acercamientos a él, me pareció un movimiento que tenía que ser develado, pero ¿a partir de dónde, de qué circunstancia? Tal vez desde mi propia circunstancia, desde la de cada uno, como sucede con toda verdadera poesía. Adopté entonces un paralelismo entre vida y literatura como el mecanismo adecuado de develamiento. Lo cierto es que cuando tuve entre las manos mi primer poema publicado, vino la sensación de que ya existía un lazo insoslayable con el infrarrealismo. El poema apareció en la última página de la revista independiente Versodestierro, que acababa de nacer, donde también aparecía un breve ensayo de Marina Sivaj en el que me enteré por vez primera de la existencia de la novela escrita por Bolaño, Los detectives salvajes, en la que se narran las aventuras y vicisitudes de los “realvisceralistas”; de unos tales Ulises Lima y Arturo Belano que perseguían los rastros de Cesárea Tinajero, —una escritora poco conocida de la Revolución Mexicana y misteriosamente desaparecida, inspirada en Concha Urquiza a decir de José Vicente Anaya—. El ensayo afirmaba que estos personajes en realidad encarnaban a Mario Santiago y Roberto Bolaño, este último autor de la novela en mención, siendo que el “realvisceralismo” es una versión literaria del movimiento infrarrealista. Al paso del tiempo, más allá del momento fundacional del infrarrealismo o del mito descrito en la novela, me lancé contra todo lo que esta ciudad me impedía saber acerca de los infras, tratando de encontrar el principio de ese bosque infrarreal, con sus soles rojizos, en perpetua agonía, donde al principio se alza un árbol ya caído, pero del que todavía se puede sacar leña, para mantener el fuego en el que aún relumbran los huesos de Mario Santiago y Roberto Bolaño.
Con ayuda de un socio, me propuse levantar una librería en la ciudad de Guanajuato, en el espacio de un antro donde acudían principalmente jóvenes universitarios, intentando crear un bastión para la literatura emergente. En medio de un México convulsionado por la impunidad y la ignominia, retomé la creencia ancestral de que los perros son guías para atravesar el inframundo y por ese tiempo el escritor Eusebio Ruvalcaba me había dado un ejemplar de la revista Perros del alba, que se había presentado en la Feria de Minería de la UNAM y para entonces iba por su quinto número, la cual me permitió seguir con mis pesquisas infras. Conocí entonces al editor de la revista, Anuar Jalife, en un cafecito a un costado de la casa natal de Diego Rivera. Me dijo que el nombre de la revista era un doble homenaje a los poemarios Los hombres del alba de Efraín Huerta y Los perros románticos de Roberto Bolaño. Comentamos acerca de que Mario Santiago precisamente tuvo a Efraín Huerta como padre literario. El hijo infrarrealista le llamaba con cariño, casi con ternura: Infraín. “Si soñara que le arrancan de un tajo las cuerdas vocales/ que 1 chaneque travieso lo apoda Infraín”, así lo asienta el mismo Mario Santiago Papasquiaro, mientras que el gesto paternal del también alias “El Cocodrilo Poeta”, quedó fijo en un verso que forma parte de un poema-prólogo escrito por Efraín Huerta para Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos: “Mario en el camino de Santiago”. Dicha antología se publicó en 1979. Roberto Bolaño se encargó de la selección, donde aparecen varios poetas cercanos al infrarrealismo —tanto que aún podrían quemarse en sus brasas—, como los mexicanos Julián Gómez y Orlando Guillén; el peruano Jorge Pimentel y el chileno Bruno Montané. Este último poeta es coetáneo de Roberto Bolaño, con el que a los veintiún años llevó a cabo la quema de unas obras de teatro, en un “rictus” con el que Bolaño después se entregaría por entero a la poesía —género paradigmático de los infrarrealistas—, como el mismo Montané declara en la revista Turia que en 2005 publicó un número dedicado a Roberto Bolaño. En esa misma publicación, también José Peguero, compañero de andanzas juveniles, declara que Bolaño decía: “Yo nunca voy a ser novelista, mira qué nalgas se necesitan para escribir tantas cuartillas. ¡Viva la poesía!”. Con un sorbo de café, Anuar Jalife piensa en el último número de Perros del alba sobre las generaciones literarias, me cuestiona que los poetas nacidos en los años ochenta podamos configurar una generación. ¿De dónde nos sentimos herederos, de los Contemporáneos o los estridentistas, incluso de los infrarrealistas? Impele el editor y yo respondo con otra pregunta: ¿acaso en una condensación de los pasados literarios, no se pueden considerar todas las corrientes como influencias decisivas? En este sentido, no se hablaría tanto de generaciones como de grupos aislados o “archipiélago de soledades” como se concibieron los Contemporáneos, quizás el grupo literario más influyente del siglo XX mexicano. Sin embargo, también es muy distinto hablar de una generación que de un movimiento, como en su caso se concibió la vanguardia del infrarrealismo, que incorporó aspectos contraculturales. Para el caso, Anuar Jalife y yo no llegamos a un acuerdo definitivo al respecto, aunque al final de la conversación aceptó mi propuesta para que presentáramos Perros del alba en el espacio del bar, que transpiraba cada vez más a inframundo.
Para esto, unos amigos míos, artistas plásticos reunidos en torno al colectivo “Los de a pie”, convencidos del proyecto de fundar la librería Infra, habían empezado el trazo de un mural en las paredes del antro, tugurio del averno, subterfugio de paredes ígneas y escaleras bajando hacia los túneles de la ciudad de Guanajuato. En el mural fueron apareciendo los héroes y antihéroes de la comedia histórica mexicana —que en cierto sentido puede considerarse lo realmente Infra—. Aparecían Pancho Villa, con lentes de motociclista, sentado junto a Emiliano Zapata al estilo punk; una Catrina arropada con la fiesta delirante, el atroz colorido del luto mexicano; el fantasma de Porfirio Díaz, azuzado por Salinas de Gortari y junto a “El innombrable” los “presidentes” Calderón y Fox (quien trae puesta una playera de fútbol), mientras el Peje tiene el ceño fruncido y los señala —seguramente por los fraudes de 1988 y 2006—. En la base del mural se encuentra El Pípila, echando fumarolas blancas. En la parte lateral se halla José Alfredo Jiménez, que mira desde un balcón el paisaje de Guanajuato, melancólico, embriagado del mismo espíritu con el que Mario Santiago había dicho que sólo había un José Alfredo y era Jiménez y que por eso se había cambiado su nombre de José Alfredo Zendejas por el de Mario Santiago Papasquiaro. Mario, al margen. Con su apellido adoptivo, sucede lo mismo, pues Santiago Papasquiaro es el nombre del pueblo natal de José Revueltas, de manera que hay una invención del poeta sobre sí mismo, un gesto que asume ante la modernidad y la vanguardia más fidedigna, que es la del romanticismo, no sin poner su jeta, incomodando a los presentes, con una máscara que coincide con su rostro y que lo inscribe dentro de los poetas que habitan, como el mismo Mario escribe, “en la frontera entre el mito & el sueño”.
De esta forma, desde el tema prehispánico hasta el México actual, “Los de a pie” pintaron un mural donde la historia cumple su condena, puntual y eterna como el infierno, de tal forma que cuando se presentó la revista Perros del alba, los fantasmas de Roberto Bolaño y Mario Santiago se hicieron presentes y festejaron a la manera Infra: “Todo lo que empieza como comedia, acaba como tragedia” (Los detectives salvajes) como también sucede con la vida y con las obras del arte. Mario Santiago no soltó entonces su voz de terciopelo, sino que únicamente sonrío, contento de que no estaba pintado en el infame muro y que podía seguir caminando con Roberto Bolaño por los callejones intrincados de Guanajuato, en la noche del buen Jack, de la mano de la “luna más hiena”. Al día siguiente, con la presentación de la revista en el bar, avisté, a pesar de todo, el posible éxito de la librería; sin embargo, el socio mayoritario determinó quedarse con la inversión inicial de aquella empresa y en una tranza nocturna y cantinera supe que sólo estábamos soñando. “Soñé que soñábamos”, dijo Bolaño, quien conoció por accidente a los asesinos de Roque Dalton y avistó el cruento espectáculo de miles de jóvenes, como sucede ahora en México, que “ponen su mejilla junto a la mejilla de la muerte”; de la lógica de la lucha por un mundo distinto, que se venía abajo en los años setenta, a la lógica actual de supervivencia para mantenerse en una realidad aplastante, muchos de ellos victimarios por dinero y otros tantos víctimas sin empleo.
Es curioso que, en ese sentido, Roberto Bolaño alguna vez declarara —en una entrevista que le hizo la revista Barcarola— que entre los triunfadores estaban los seres más miserables de la tierra. “Creo en el tiempo”, dijo al respecto del premio Herralde que recibió por Los detectives salvajes y recordaba la época en que trabajó en Roses y vivió en Blanes, al sur de España, con una alegría un tanto insana: “tenía mi pequeño negocio y vivía como un árabe de las Mil y una noches, o como un judío en el ghetto de Praga, sin frecuentar el círculo de Kafka, pero aprendiendo esos nombres tan pintorescos que designan las diversas piezas de bisutería”. Sin embargo, también Bolaño fue víctima de una estafa, con lo que perdió aquel negocio de baratijas y así fue como se dedicó por entero a escribir la novela. Fue así también que yo, decepcionado por la fallida fundación de la librería Infra, dejé todo nuevamente y me lancé de vuelta al Distrito Federal, mejor conocido como “El defectuoso”.
Caminaba, sin aparente rumbo fijo, por las calles del Centro Histórico, a lo Mario Santiago Papasquiaro, con la intuición olfativa de la poesía, yendo y viniendo, fijándome detenidamente en los semáforos, las librerías de Donceles, laberintos entreverados con callejones llenos de gente. Me reprochaba por la pérdida, pero también pensaba en la tenacidad con que Bolaño había forjado una obra entera —con todo y que no fue un “triunfador”— y que después, no sin calvario, siendo un verdadero cazador de premios literarios como ejercicio de supervivencia, por fin, en 1998, justo el mismo año en que murió atropellado Mario Santiago, logró obtener el premio tan anhelado por muchos otros “herederos” de García Márquez o Carlos Fuentes, por una obra a la que ahora en gran parte le debemos la inquietud de muchos lectores por saber quiénes fueron o son los infrarrealistas y el infrarrealismo.
Tanto en caminatas como en diversas lecturas, seguí al fantasma de Mario Santiago Papasquiaro —el Ulises Lima de la novela de Bolaño, en alusión a que el propio Mario decía que no era tanto mexicano como peruano, dada su cercanía con otro movimiento latinoamericano de vanguardia, llamado Hora Zero, con quien se identificó hasta el final—, con su bastón y su ceguera inconforme, recordando de memoria algunos de sus versos. Muchos de los poemas de Mario Santiago habían nacido escritos en arrugados papeles, que el poeta llegaba a sacar de su bolsillo. “Moriré sorbiendo pulque de ajo”, escribe Mario Santiago como una prefiguración de su muerte en MSP, con la única certeza de que en la literatura pasa como con el boxeo: para ser poeta hay que saber salir de las cuerdas, viviendo “de a jodido”, como suele decirse en las pulquerías cuando alguien pide un pulque natural, porque es el más barato, colocándose entonces en el centro de la batalla. No sé si entonces fueron mis propios pasos o la gravedad ejercida por los soles negros del infrarrealismo, pero llegué hasta un callejón definitivo, el callejón de los libros de Minería y comencé a revisar algunos títulos. Trataba de encontrar Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego un libro por demás inconseguible, pero fue ahí que me encontré de frente con el puesto librero de Francisco Zapata. En ese momento, Zapata andaba crudo pero ya bebía un sorbo de ron de caña, suelen decir los irreverentes, marca antihumano.
“El último de los infrarrealistas”, como solían referirse a Zapata, para los más jóvenes también el poeta "de los nombres asesinados" —en alusión a Francisco Villa y a Emiliano Zapata, muertos a tiros, como si fueran perros callejeros, a traición, durante la convulsa revolución mexicana—, negó rotundamente sus sobrenombres: el de haber sido asesinado dos veces —por si había dudas, llevaba puesta una playera estampada con el rostro de Juan Rulfo y la frase “diles que no me maten”—, así como el de haber pertenecido al movimiento infrarrealista. En todo caso, admitió haber entablado amistad con algunos infras interesantes.
La primera vez que supe de Pancho Zapata fue en el 2004, cuando asistí al Chopo, Tianguis Cultural que en aquella ocasión cumplía 24 años de existencia, motivo por el que el colectivo Mezcalero Brothers preparaba la edición de una antología de 24 poetas a la que me invitaron a participar con un poema. Zapata a su vez iba a publicar otro poema, el caso es que el suyo y el mío aparecieron publicados uno seguido del otro, una feliz coincidencia. También en aquel tiempo conocí la revista Deriva, que Zapata todavía publica con sus propios recursos.
En ese entonces adquirí un número en el que Pancho Zapata llevó a cabo una entrevista a Max Rojas, autor del poemario El turno del aullante, quien frente a la pregunta sobre su relación con los infras, se refirió a ellos como una “generación perdida”, incinerados —quizá demasiado pronto— en su propia refulgencia. En corto Pancho confiesa que Max, al leer la entrevista publicada, se arrepintió de algunas aseveraciones a ese respecto. Pero lo cierto es que infras como Mario Santiago, Roberto Bolaño y Cuauhtémoc Méndez, están muertos. Al final de sus días, víctima de cirrosis hepática, Bolaño en otra entrevista declaró que quizá si no hubiese sido escritor habría vivido más tiempo.
Max Rojas recordaba las madrugadas en que los infras, como buenos jóvenes irreverentes, le llamaban por teléfono a su casa para que les recitara su poesía, siendo más precisos, para que les aullara el poema: “Caidal mi pinche extrañación vino de golpe / a balbucir sepa qué tantas pendejadas”. A decir de Pancho Zapata, a Max Rojas los infras lo consideraban un poeta de culto. “Sigo vivo nada más por ti /poesía desgreñada”, parece que contesta al unísono Mario Santiago Papasquiaro en Aullido de cisne, el poemario que en 1996 editara Marco Lara Klahr bajo el cuidado de la editorial Al este del paraíso, por quien preguntaba Bolaño en una carta a Mario Santiago: ¿sigue en pie o ya entró en el sueño de los justos” Finalmente, lo que reconoce Max Rojas en los infras es una fuerte personalidad poética, en sus escrituras y sus vidas, perseverancia de la que se alejó el propio Max Rojas durante más de treinta años. Es posible que esto pueda explicar por qué guardó silencio por tanto tiempo antes de volver a escribir poesía y al igual que la poesía saliendo por la hendidura que ha dejado el extenso poemario de Max Rojas titulado Cuerpos, hace un par de años, la memoria del poeta es una cicatriz indeleble que dice mucho acerca de la orfandad que los infras dejaron como generación, a la que le sobrevivieron, además de Max, otros poetas que influyeron en ellos como Enrique González Rojo Arthur (Efraín Huerta murió en 1982, año en el que nací, por cierto). Sin embargo, esta orfandad que dejan los infras está tanto hacia atrás como hacia delante, porque su voluntad de parricidio los hacía huérfanos de los escritores antes mencionados, pero su afán de vanguardia, en el sentido wagneriano de anticiparse al futuro, desde aquella certidumbre juvenil que Bolaño tenía al afirmar que moriría antes de los 35 años, hizo que los infras terminaran siendo la imagen de los niños perdidos en el país —el nuestro, México— del “nunca jamás”. No supieron, por otro lado, ser los padres de la generación venidera y desde un principio ellos son los que abandonan a sus propios hijos, en el sentido patriarcal de la literatura. Esto mismo se dilucida ahora por parte de algunos escritores jóvenes, es decir, aquéllos que tienen hoy entre 20 y 30 años, en lo que ha señalado Roberto Brodsky al respecto de una imagen de Joseph Roth, pues ahora: “los nietos sientan al abuelo en las rodillas y les cuentan al viejo Borges y al viejo Parra” —diciendo con esto yo que también al abuelo Max Rojas y al abuelo Enrique González Rojo Arthur—, “historias de no creer”.
Empero, había en el parricidio de Mario Santiago algo quizá más sensible que un voluntarioso empecinamiento a favor de un lugar en la República de las Letras. Efraín Huerta fue uno de los padres simbólicos de los infras y por ello sujeto de parricidio literario: “Parricidas, así nombraron por un tiempo a estos cabrones”, a decir de Francisco Zapata, porque también había un patriarca aún mayor a quien hacer frente, contemporáneo del mismo Efraín Huerta, que fue Octavio Paz. Al respecto, dice Juan Pascoe —editor del primer libro publicado por Roberto Bolaño— que hubo una supuesta fundación del infrarrealismo, en un edificio ya derruido del Centro Histórico y donde ahora se ubican las ruinas del Templo Mayor, en el que: “el tema central fue el del ciudadano sacrificado: Octavio Paz”. Así también señala que hubo una última acción pública que se registra del infrarrealismo, relacionada con una trifulca durante la presentación de un libro de Paz, entonces candidato al Premio Nobel de literatura, en el Taller Martín Pescador. Los infras, en este sentido, aunque quizá deliberadamente imprudentes, también fueron constantes y quisieron dejar claro que se dedicaban a confrontar la ortodoxia literaria de la cultura oficial, desde el frente donde: “nuestra ética es la revolución, nuestra estética la vida”, quienes consideraban al autor de Piedra de Sol como cabeza principal y vaca sagrada de la poesía instituida. Por contraste, Efraín Huerta escribió sobre estos jóvenes infras, en el prólogo a Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego: “creando, recreando, creyendo y recreyendo/en todo lo que ellos, por guillotinarme, me han devuelto”; por lo que los reconocía plenamente.
Enrique González Rojo, por su parte, recuerda que Octavio Paz, a pesar de tener una prolífica carrera literaria, no se había acercado a los escritores jóvenes y que de esto el patriarca estaba muy consciente. Así que, entrando a la década los ochenta, con Bolaño ya en España, mientras Efraín Huerta afirmó que aquellos jóvenes infras le habían devuelto la: “serena confianza en una dura nalga femenina”, en alusión blasfema a la tradición poética de ortodoxia castrante, Octavio Paz pensaba que el panorama literario era desolador: “Hace algunos años sentí un temor compartido por algunos de mis amigos. Nos pareció que la tradición literaria mexicana estaba en peligro mortal”. El quehacer literario como canon re-sacralizado, donde hay guardianes de la poesía y clérigos de la palabra. El fuego resguardado por el patriarca, quien afirmaba la tradición de la ruptura, necesitaba renovarse: “en un perpetuo recomienzo”, pero para entonces la influencia de Octavio Paz pesaba más en la institución que dejando rastro en la poesía de estos jóvenes.
Entonces, Octavio Paz se acerca al hijo de Efraín Huerta, David Huerta, autor de poemarios juveniles como Cuaderno de noviembre y Versión, promesa de las letras mexicanas de la que algunos críticos literarios llamaron “generación del cincuenta”, pero de la que ahora sólo es reconocible un selecto grupo. Algunos de ellos todavía publican en Letras Libres, revista “herencia” de Vuelta y Plural que dejó apadrinada Octavio Paz bajo la dirección de Enrique Krauze, —dadas las virtudes empresariales del historiador, como dice el propio Nobel mexicano en el editorial del primer número de Letras Libres dejado por él de forma póstuma—. Entonces, me parece que Octavio Paz elige a David Huerta como hijo pródigo, porque además es un mito con el que siempre se sintió identificado, en el contexto del papel que desempeñó como intelectual y poeta fundacional. Es cuando el patriarca invita a David Huerta al “Encuentro de generaciones”, siendo que a la postre el joven poeta toma distancia en las ideas políticas de su padre biológico.
Lo que sucedió en un principio más en el ámbito privado, pues Efraín Huerta había vuelto a formar otra familia aparte de la de David, de la que saldría otra hija también poeta, Raquel Huerta Nava, había pasado a otra arena de contienda, siendo una ruptura visible en el terreno ideológico, pues Paz no coincidía con la visión socialista de su contemporáneo y el hijo David, en consecuencia, toma distancia del comunismo declarado de su padre, como un caso paradigmático de cómo los jóvenes poetas de entonces se enfrentaron a la disyuntiva de alinearse con Octavio Paz, en algunos casos pidiendo o publicando disculpas públicas por la militancia socialista o comunista, —como había sucedido antes con un miembro del grupo poeticista, como Eduardo Lizalde—, mientras que otros optaron por la insurrección, como en el caso de los infrarrealistas.
Los infras que eran parricidas, no sin contradicciones, reconocían el carácter fundacional que intentaba instaurar Octavio Paz, para quien la tradición estaba en riesgo mortal de perderse. Durante la presentación del “Encuentro de generaciones” Octavio Paz, había dicho que “toda negación afirma algo”, en el sentido de la tradición de la ruptura, pero dejó de lado que una puesta en crisis de valores de esta índole, tanto estéticos como éticos, pudiera venir de aquellos jóvenes que llegaban a tratar de boicotear varias de las presentaciones de sus libros y cuya irreverencia juzgó como producto de la ebriedad y la estupidez. Pero la confrontación que Mario Santiago tuvo hacia Octavio Paz fue precisamente por el fuego de la renovación. En este sentido: “las peores peleas son de poeta a poeta, porque te dejan sin alma”, dice en otro artículo José Peguero; sin embargo, en la novela Los detectives salvajes, Bolaño trazó, más que una negación o afirmación, el dibujo del círculo solar y su fuego perpetuo, el terreno de la pelea donde los poetas, más allá de confrontarse, a pesar de las diferencias, al final se reconocen.
¿Qué negaban entonces los infrarrealistas que afirmara una tradición? Me parece que una veta provechosa se puede hallar en el tema de la solaridad poética. En el marco de la vanguardia y la literatura patriarcal, lo que engarza las visiones de Octavio Paz y la de los infras, se cifra en el código solar, el sol como signo de poder, en el que el astro mayor es fecundador de la tierra y también el guerrero destazador de todos los astros hermanos, así lo solar extiende sus dominios como símbolo dominante dentro del canon estético. Para Bolaño, en la ortodoxia del medio literario en México, esto se traduce en un verdadero campo de batalla: “con sus samuráis y señores de la guerra”, diría muchos años después en su propia interpretación del imaginario latinoamericano. Parecido a lo que revela Enrique González Rojo Arthur, al señalar que la historia de la tradición literaria se explica en México a través de “la historia de sus mafias”, mientras que la actitud más infra consistió principalmente en una toma de postura heterodoxa, aunque en la misma búsqueda solar siempre trataron de encontrar una voz propia que rompiera con lo establecido: “somos los soles negros”, dijeron los infrarrealistas, aún a pesar de que desentonaran con la línea marcada. Esa fue la consigna que siguieron los infras: la antimateria cósmica y oscura que se alimenta de la luz, de todos los colores; del amarillo del medio día y del tono crepuscular de otros soles.
Por otra parte, Carlos Nóphal había editado mi primer libro de poemas, bajo el sello de Anónimo Drama, a principios de 2004, precisamente en el tiempo en que David Huerta realizó una conferencia, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), sobre la poética de Efraín Huerta. A David le interesaba la voz del “daimon” que aparecía en poemas de su padre como "La muchacha ebria" en Los hombres del alba. Desde niño supe que David era poeta, mi madre y mi tía hablaban seguido de él, pues lo invitaron a publicar en los carteles de poesía que apoyó la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) cuando ellas eran estudiantes, pero fue hasta mi adolescencia que lo conocí, en el Centro Nacional de las Artes, cuando impartió una serie de pláticas sobre Muerte sin fin de José Gorostiza, a las que invitó a Arturo García Cantú quien acababa de publicar una crítica a este poema.
En otra ocasión, saliendo de la librería Gandhi, afuera del Palacio de Bellas Artes, David Huerta me preguntó si seguía escribiendo poesía: “pues más te vale dejar de hacerlo, mano” y me regaló un ejemplar de El manantial latente, un muestrario de poesía actual, donde el escritor más joven, apoyado por una beca gubernamental, había nacido en 1984, es decir, un poeta de mi generación. Me pareció que todo avanzaba rápido y que si quería hacer caso omiso de aquella recomendación, era momento de publicar algo. Retribuyendo a su regalo, tiempo después, al final de la conferencia en la UACM, me acerqué de nuevo a David y le di mi libro, por supuesto que esperaba una opinión al respecto. Por ese tiempo. en la calle del Tianguis del Chopo, también le había dado el libro a Pancho Zapata, con la intención de que ambos pudieran presentarlo en la Galería Metropolitana de la UAM, aunque Pancho Zapata fue el único que aceptó la propuesta, pues a David le pareció un poemario lleno de excesos, provenientes del modernismo. Entiendo ahora que David Huerta no haya presentado mi poemario o no presente en general libros, pues para “los herederos” el símbolo es muy importante, sin embargo constituye para mí un código por demás sectario del cual he tomado a la postre distancia. No buscaba un rito de iniciación, sino una mirada crítica, como la busco ahora.
Poco más de cinco años después, vuelvo a entablar una conversación con Pancho Zapata, más interesado en la desmitificación del movimiento infrarrealista que cuando leí la novela. Si bien Zapata no se considera un poeta infra, ya que nunca conoció a Roberto Bolaño y con Mario Santiago a veces sólo iban a emborracharse, sin hablar una sola palabra de poesía, es reconocido como un poeta cercano del movimiento, al punto que para conmemorar el ciclo de lecturas y conferencias en la Casa de Lago, donde por primera vez se reunieron los infrarrealistas, en 1975, fue invitado a leer algo de su trabajo. Era el más joven de entre los demás infras cuando publicaron Correspondiencia Infra, la revista infrarrealista de periodicidad "menstrual". Le pregunté a Zapata, ¿qué posibilidades hay de contactar a más infras? Para él, los infrarrealistas que quedan pueden rechazar que se les entreviste, ya que a algunos no les gusta hablar del infrarrealismo, porque consideran que se ha vuelto una moda. Insistí en una búsqueda necesaria, casi existencial, por la razón de que se han levantado tantos supuestos en contra y a favor de los infrarrealistas.
Pancho me recomendó buscar un poema de Roberto Bolaño titulado “La moto negra”, que escribió por una motocicleta que robaron él y Mario y en la que fueron embestidos por un camión de pasajeros. Por ese accidente, Mario Santiago comenzó con su mítica cojera. Recuerda que “Mafio”, como solían decirle sus amigos más cercanos, siempre iba tan ensimismado que nunca se fijaba al atravesar la calle. Por eso, Pedro Damián, otro poeta infra, al enterarse que Mario Santiago terminó sus días atropellado cerca del aeropuerto, dijo que esto había ocurrido por “muerte natural”. Lo cierto es que el infrarrealismo no se puede explicar sin Mario Santiago y Roberto Bolaño juntos, así como no se pudo construir la trama de Los detectives salvajes sin los personajes de Ulises Lima y Arturo Belano. Seguramente Mario Santiago estaba orgulloso del éxito literario de su amigo, pero Zapata afirma que Mario jamás llegó a conocer esa novela. En una carta, en puño y letra de Bolaño, se comprueba que Mario Santiago sólo conoció el título de Los detectives salvajes por su amigo. Mario Santiago murió poco tiempo después de que Bolaño acababa de corregir la novela. “Le valió madres enterarse de la fama de Bolaño, lo que sí hacía muy seguido, era llamarle por teléfono a Barcelona, se tardaba horas, aunque gastara un chingo de lana… definitivamente lo amaba. A veces Mafio, ya bien pedo, sacaba una carta ilegible de sus bolsillos, me la mostraba en la cara y decía: ¡me la escribió Bolaño!”.
El último de los infrarrealistas sigue conversando conmigo en su puesto librero, en ocasiones llegan a preguntar por algún título, que mi interlocutor logra vender con descuento, por ejemplo La sombra del caudillo y le fía otro libro a un colega, quien promete pagárselo al día siguiente. Zapata se refiere a la década de los noventas, cuando Mario abre la editorial Al este del paraíso, con la que publica “Aullido de Cisne” y otros poemarios infras. Le pido A Zapata que piense en nombres y lugares: el Bar Orizaba, el Café La Habana, la Casa del Lago, la pulquería La hija de los apaches; en escritores infras como Pedro Damián, Víctor Monjarás, Guadalupe Ochoa y Mario Raúl Guzmán. “Algunos de estos lugares ya no existen, pues la ciudad que era entonces ya no existe; algunos de ellos tienen algo de infrarrealistas, como cada uno carga con su infierno personal”. Recuerdo que el mismo Zapara junto con Verso destierro habían develado una placa en homenaje a Mario, en la pulcata del buen Pifas, con el poema Eme Ese Pe, cuando La hija de los Apaches estaba todavía sobre la avenida Cuauhtémoc, pero luego la cambiaron. Me comenta Pancho Zapar que Víctor Monjarás fue quien ilustró la portada del poemario de Bolaño El último salvaje, editado por Al este del paraíso, mientras que Mario Raúl Guzmán fue el compilador y prologuista de una antología póstuma de Mario Santiago, recientemente publicada por el Fondo de Cultura Económica bajo el título Jeta de Santo. “Quizá ellos te pueden ayudar a comprender mejor el movimiento infrarrealista y ya no estés dando tantos palos de ciego”. Me acordé entonces del capítulo de Los detectives salvajes, cuando el poeta García Madero conoce a los realvisceralistas tras una humareda de mariguana; de esta forma me despedí de Pancho Zapata y seguí caminando.
El infra Bolaño. Ilustración de Pavel Zmud
Roberto
Bolaño Ávalos (1953-2003), encontró su auge literario en España, después de
partir desde México y, en cierta forma, dejando al infrarrealismo como parte de
su juventud. Su narrativa se ha globalizado al punto de que poco después de
morir había contratos de publicación de su obra en 37 países, toda biblioteca
decente del mundo tiene un libro de Bolaño, quien ha sido traducido a numerosos
idiomas, así como se han llevado a cabo varios documentales en México, España y
Los Países Bajos, que dan testimonio del autor de Los detectives salvajes,
así como numerosos encuentros y coloquios del ámbito académico. Esta
globalización de su obra se traduce en el mismo Bolaño, que siendo chileno
—latinoamericano por convicción— escribía desde Barcelona sobre los asesinatos
de mujeres en Ciudad Juárez, para desembocar en su último libro 2666 como parte de una reconocida
y tenaz trayectoria. Siendo ya un novelista exitoso de la editorial Anagrama,
decide que no volverá a México, pues para entonces ya había pasado por penurias
que no estaba dispuesto a repetir. Si Roberto Bolaño se hubiera quedado en
México, nunca hubiera podido escribir Los detectives salvajes,
proyectándose como escritor latinoamericano; pero también es cierto que sin la
presencia de Mario Santiago jamás hubiera encontrado la motivación vital de su
literatura, ya que Mario siempre encarnó el paradigma del poeta infrarrealista,
lo que no se resolvió en Bolaño sino a través de la narrativa.
Roberto Bolaño no quería regresar a México, pues también lo consideraba un país lleno de fantasmas, como él mismo dice: “entre ellos el fantasma de mi mejor amigo muerto”, refiriéndose a Mario Santiago, quien como dijimos, en 1998 terminó sus días atropellado, acontecimiento que para Pancho Zapata seguirá siendo un misterio, aunque “probablemente lo que le pasó a Mario fue que tuvo un delirio de muerte”. Atravesó la última de las fronteras, que siempre había reconocido, pues para Bolaño el poeta Mario Santiago sabía distinguir sus propios límites, desde las fronteras del amor hasta: “las fronteras doradas de la ética”. Por eso resulta tan extraña su pérdida. A Mafio le gustaba beber pulque natural en “La hija de los apaches”, pulquería donde escribió el famoso poema MSP, el cual es un homenaje al underground mexicano, poesía solar encarnada en un poeta de noches callejeras. De ahí lo vieron salir por última vez. Aunque seguramente tuvo una muerte horrible, fue capaz de escribir sobre ella unos versos donde la vitalidad y la atroz belleza están presentes de principio a fin: “Mejor largarse así/ Sin decir semen va o enchílame la otra/ Garabateando la posición del feto/ Pero ahora sí/ definitivamente/ & al revés”. Por eso Bolaño nunca quiso regresar a México, para qué ¿acaso para invocar a fantasmas ya lejanos, a sus amigos perdidos en el país de nunca jamás? Tal vez por eso yo también, a la hora de tratar de obtener diferentes datos de sitios, contactos y anécdotas del movimiento infrarrealista, Bolaño se me difumina en la conversación, mientras que Mario Santiago aparece con su bastón de cojo atravesando los muros enrojecidos del Centro de la ciudad.
En la actualidad entre uno y otro infrarrealista no existe un acuerdo generalizado respecto del movimiento, ni de su aparición como personajes en Los detectives salvajes. Incluso Zapata hizo mención de conflictos de carácter más personal. A las hermanas Larrosa, por ejemplo, que formaron parte del infrarrealismo, les molestó mucho lo que escribió Roberto Bolaño respecto a su padre en la novela, ya que argumentan que él era un arquitecto respetable, no un chiflado que les ayuda a los realvisceralistas a publicar una revista literaria, permitiendo además que sus hijas tengan relaciones en la casa familiar. Según Pancho Zapata, quedaron muy sentidas por esto último, como si esto fuese un agravio moral. Aunque las hermanas terminaran demasiado afectadas después del tremendo delirio infrarrealista, Zapata dice que lo que finalmente escribe Roberto Bolaño en su novela es: “una ficción que se empotra con la realidad”, la obra no es tanto una caricaturización de los infrarrealistas como la trama quijotesca donde los cuerdos terminan siguiendo las locuras de los genios, más en el tono de la novela Beat On the Road de Kerouac, con los personajes de las hermanas Bettencourt. Pero lo interesante aquí es por qué después Bolaño se vuelve narrador y ya no se ocupa tanto de la poesía. Si Roberto Bolaño cuando joven quería vivir como poeta, es decir, vivir poéticamente su vida, entonces ¿por qué al final se va de México y persigue el reconocimiento literario desde Europa?
Creo que Bolaño escribe narrativa porque al final de sus días quería alimentar a sus hijos, dejar sus novelas como patrimonio familiar, pues para el autor de El último salvaje y Tres su patria eran sus hijos y no podía considerarse exiliado en ninguna parte donde se hablara la lengua española, cuestión que a Mario Santiago no le importó en absoluto, aunque la publicación de Los detectives salvajes tuviera como consecuencia que el infrarrealismo se diera a conocer. Sin embargo, Zapata es escéptico con la novela, puesto que, indica, había muchas cosas que Roberto Bolaño no sabía de sus compañeros, aunque el movimiento lo ideó él mismo y fue seguido por Mario Santiago, pretendiendo en un principio aglutinar en una vanguardia a los escritores de toda Latinoamérica.
El infrarrealismo terminó siendo algo que Bolaño cumplió en parte en México como poeta y luego en Europa como novelista, mientras que Mario Santiago lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Toda real literatura, como dice Enrique González Rojo Arthur, está inconforme con el estado de cosas habitual, con lo irreparable del mundo: “no se puede hablar de una verdadera poesía si es conformista”. El paradigma del poeta infrarrealista se cumplía en el autor de Aullido de cisne y parecía no tener cabida para nadie más. Aunque se conoce el carácter difícil de Mario Santiago, en el fondo peleaba su lugar en la literatura, acorralado en las cuerdas pero sin perder consecuencia o, para decirlo de otro modo, la única mafia del infrarrealismo era Mafio.
Esto explica, en parte, que poetas como Orlando Guillén no se sientan parte del infrarrealismo, huyendo de los liderazgos. Así como, en otro sentido, esto mismo tiene que ver con el resurgimiento del infrarrealismo. A partir de la publicación de Los detectives salvajes, José Vicente Anaya se asumió como poeta del infrarrealismo, una vez que Mario Santiago había muerto. Anaya luego toma la postura de que en realidad existieron muchos infrarrealismos, apoyándose en Heriberto Yépez, y de que el suyo fue un “infrarrealismo crítico”, mientras que Yépez enmarca a Mario Santiago dentro de un “infrarrealismo romántico”. Al denostar la figura de Mario, a Yépez se le olvida que el romanticismo precisamente es un antecedente directo del movimiento de vanguardias. En el caso de Orlando Guillén, cuando reniega del movimiento esto no quiere decir que haya estado lejos del mismo, ya que junto con Mario Santiago y Roberto Bolaño aparece en la antología Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, editada bajo el sello de Extemporáneos, que finalmente obtengo con ayuda de Pancho Zapata. Para Efraín Huerta, en la escritura de estos jóvenes aparecía la poesía “desnudamente, muchachamente solar”. Los rastros de lo que fuera quizás la última vanguardia latinoamericana del siglo veinte.
En el pasillo de libreros, Zapata y otros poetas también cuentan la obsesión de Mafio por dejar grabados sus poemas a las tres de la mañana, o cualquier otra hora, en la contestadora telefónica de Octavio Paz. Aparte del anecdotario, esto permite entrever un leit motiv que la novela de Bolaño sugiere en parte con relación a estos dos poetas, extremos de la literatura mexicana. ¿Quién es el verdadero "poeta de Mixcoac"? O dicho de otro modo, ¿quién es el verdadero “poeta solar”? El sol como un símbolo dominante en la poesía, la solaridad es un código que requiere ser revelado. El Octavio Paz de Piedra de Sol y Pasado en claro, deja constancia de su infancia en el pueblo de Mixcoac, al paso que su poesía va mostrando la transfiguración de la luz. Por su parte, Mario Santiago (1953-1998) que por haber nacido en una clínica Mixcoac se consideraba oriundo de allá, entonces se cuestiona ¿por qué pelear el Nobel cuando se tiene el barrio? Un poco como le sucedió a Nicanor Parra con Gabriela Mistral y Neruda, premios Nobel chilenos pero que nunca se ganaron el premio municipal, le sucedía al infrasol Mario Santiago, el del corazón incinerante, respecto a Octavio Paz.
Asimismo, si se va conformando una crónica, las anécdotas no son del todo responsables de que aún no se haya profundizado hasta ahora sobre la calidad literaria del infrarrealismo, o que esté por descubrirse, como considera Juan Villoro, puesto que la literatura y el arte establecen nuevas relaciones con el mundo. En lo que el crítico mexicano acierta es que hay una obra en cada infra por descubrir, la lectura marginal que constituye un punto de partida para construir una identidad propia y con ello una poética donde el infrarrealismo también adquiere una dimensión estética. La marginalidad nos permite hallar en su poesía una búsqueda de “constante, consciente e intransigente ejercicio de heterodoxia”, como escribió el poeta griego y solar Odysseas Elytis, ya viejo, respecto a sus textos de juventud. Es así que el canon literario se reconfigura con el infrarrealismo, al asumir los rasgos de una ruptura respecto a la tradición poética dominante, tratando de implantar otra tradición.
Evidencia de esta heterodoxia es la obra poética que dejó Mario Santiago Papasquiaro, un palimpsesto lingüístico con metáforas brutalmente bellas, en las que se funden elementos vitales al poema: el habla del barrio con la cita “erudita”; el tono estridente y “rupestre” con las múltiples referencias a versos de otros poetas; pequeños homenajes, invocaciones y supervivencias de un lenguaje latinoamericano, violento y atroz, en constante vinculación con otros movimientos; la predilección por el delirio; la incorporación de signos lingüísticos como la &, donde la cuerda del ahorcado jugaba con Mario Santiago. En tanto que ruptura, el infrarrealismo implicaba violentar la realidad desde una poética que persiste en mantener una contraposición con la tradición imperante, así como una identidad que apuntó a distinguir la presencia de una poesía “mexicana” más allá de la ambigüedad en torno a la discusión sobre la existencia de las literaturas nacionales. Los jóvenes infrarrealistas, como dice Bolaño, estaban muy relacionados con el modelo norteamericano de los hippies, con el mayo del 68 en Europa, abiertos a cualquier manifestación cultural, que más que tolerancia: “era hermandad universal, algo totalmente utópico”. En este sentido, se perfilaban con los rasgos de otra tradición, con una concepción de universalidad de la que los Contemporáneos así como el propio Paz tomaron siempre distancia.
Sin embargo, el punto convergente entre Octavio Paz y Mario Santiago, como representante del infrarrealismo, es la disputa por el Sol. Esto se retrata de varias maneras, tanto en el parricidio literario ya expuesto, como en el trama circular de Los detectives salvajes, cuando aparece Ulises Lima caminando por el Parque Hundido y se topa de frente con Octavio Paz, perdido en el laberinto de su soledad, dando vueltas en sentido contrario, en el mismo círculo que dibujan los poetas solares, como en la rueda de la fortuna del poema “Despiadado de mí”, de Mario Santiago: “yendo y viniendo a través de un samsara de sombras”. Según Bolaño, a esa altura de la novela sucede un reconocimiento entre ambos poetas, en una especie de epifanía humorística.
Por supuesto que en realidad Mario Santiago Papasquiaro y Octavio Paz se conocían, había dicho Pancho Zapata en el callejón de los libros; sin embargo, hay una mitificación de la realidad, una exageración verosímil en esto, puesto que en aquella ocasión, en el Parque Hundido, Mafio en realidad tuvo la oportunidad para aclararle a Octavio Paz, de una vez por todas, que él era el legítimo poeta de Mixcoac, pueblo en el que Octavio Paz había crecido con su abuelo Ireneo hasta que partió a los Estados Unidos para residir con su padre, quien en ese momento apoyaba a los zapatistas revolucionarios. El mito se perfilaba en ambos poetas nacidos bajo el sacrificio solar, el sol rojo de Mario Santiago frente a la transfiguración de la luz del sol amarillo y resplandeciente de Octavio Paz. En el imaginario de Bolaño, Ulises Lima marcaba la pauta de la discontinuidad con lo establecido y al mismo tiempo, rendía un homenaje a Mario Santiago, con los ojos de un amigo lejano que ve al poeta en un espacio de reconciliación con la otredad, “mediante la palabra”, para usar las palabras del propio Octavio Paz, a quien finalmente Bolaño tenía como un escritor de excelentes ensayos y autor de cuatro poemas que aún podía leer sin que le disgustasen.
Sin embargo, más allá del imaginario reconciliatorio de la novela, como apuntó Heriberto Yépez, en la tradición literaria mexicana existe una dualidad en discordia, desde la tradición de los estridentistas versus los Contemporáneos, esto es, entre la visión de vanguardia y la del “grupo sin grupo”. La poesía, en ese contexto, no deja de tener una marcada herencia europea, en parte ortodoxa, por el tratamiento de su codificación, lo que se traduce en un sistema de valores en el cual se impone la premisa del ninguneo entre escritores o el total desconocimiento, de facto, del contemporáneo, además de una terminología clerical donde el canon considera a la literatura como “palabra sagrada”. En su relación de poder en distintas dimensiones, muchas veces el poeta terminó peleando una guerra que no era la suya, aunque la suya en principio consistía en una guerra simbólica por el Sol, como en la concepción de Robert Graves donde el sacerdote, aliado con el poder militar, justificó el dominio de unos sobre otros a partir de la conquista, mientras que la voz poética quedó en lo proscrito.
Roberto Bolaño no quería regresar a México, pues también lo consideraba un país lleno de fantasmas, como él mismo dice: “entre ellos el fantasma de mi mejor amigo muerto”, refiriéndose a Mario Santiago, quien como dijimos, en 1998 terminó sus días atropellado, acontecimiento que para Pancho Zapata seguirá siendo un misterio, aunque “probablemente lo que le pasó a Mario fue que tuvo un delirio de muerte”. Atravesó la última de las fronteras, que siempre había reconocido, pues para Bolaño el poeta Mario Santiago sabía distinguir sus propios límites, desde las fronteras del amor hasta: “las fronteras doradas de la ética”. Por eso resulta tan extraña su pérdida. A Mafio le gustaba beber pulque natural en “La hija de los apaches”, pulquería donde escribió el famoso poema MSP, el cual es un homenaje al underground mexicano, poesía solar encarnada en un poeta de noches callejeras. De ahí lo vieron salir por última vez. Aunque seguramente tuvo una muerte horrible, fue capaz de escribir sobre ella unos versos donde la vitalidad y la atroz belleza están presentes de principio a fin: “Mejor largarse así/ Sin decir semen va o enchílame la otra/ Garabateando la posición del feto/ Pero ahora sí/ definitivamente/ & al revés”. Por eso Bolaño nunca quiso regresar a México, para qué ¿acaso para invocar a fantasmas ya lejanos, a sus amigos perdidos en el país de nunca jamás? Tal vez por eso yo también, a la hora de tratar de obtener diferentes datos de sitios, contactos y anécdotas del movimiento infrarrealista, Bolaño se me difumina en la conversación, mientras que Mario Santiago aparece con su bastón de cojo atravesando los muros enrojecidos del Centro de la ciudad.
En la actualidad entre uno y otro infrarrealista no existe un acuerdo generalizado respecto del movimiento, ni de su aparición como personajes en Los detectives salvajes. Incluso Zapata hizo mención de conflictos de carácter más personal. A las hermanas Larrosa, por ejemplo, que formaron parte del infrarrealismo, les molestó mucho lo que escribió Roberto Bolaño respecto a su padre en la novela, ya que argumentan que él era un arquitecto respetable, no un chiflado que les ayuda a los realvisceralistas a publicar una revista literaria, permitiendo además que sus hijas tengan relaciones en la casa familiar. Según Pancho Zapata, quedaron muy sentidas por esto último, como si esto fuese un agravio moral. Aunque las hermanas terminaran demasiado afectadas después del tremendo delirio infrarrealista, Zapata dice que lo que finalmente escribe Roberto Bolaño en su novela es: “una ficción que se empotra con la realidad”, la obra no es tanto una caricaturización de los infrarrealistas como la trama quijotesca donde los cuerdos terminan siguiendo las locuras de los genios, más en el tono de la novela Beat On the Road de Kerouac, con los personajes de las hermanas Bettencourt. Pero lo interesante aquí es por qué después Bolaño se vuelve narrador y ya no se ocupa tanto de la poesía. Si Roberto Bolaño cuando joven quería vivir como poeta, es decir, vivir poéticamente su vida, entonces ¿por qué al final se va de México y persigue el reconocimiento literario desde Europa?
Creo que Bolaño escribe narrativa porque al final de sus días quería alimentar a sus hijos, dejar sus novelas como patrimonio familiar, pues para el autor de El último salvaje y Tres su patria eran sus hijos y no podía considerarse exiliado en ninguna parte donde se hablara la lengua española, cuestión que a Mario Santiago no le importó en absoluto, aunque la publicación de Los detectives salvajes tuviera como consecuencia que el infrarrealismo se diera a conocer. Sin embargo, Zapata es escéptico con la novela, puesto que, indica, había muchas cosas que Roberto Bolaño no sabía de sus compañeros, aunque el movimiento lo ideó él mismo y fue seguido por Mario Santiago, pretendiendo en un principio aglutinar en una vanguardia a los escritores de toda Latinoamérica.
El infrarrealismo terminó siendo algo que Bolaño cumplió en parte en México como poeta y luego en Europa como novelista, mientras que Mario Santiago lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Toda real literatura, como dice Enrique González Rojo Arthur, está inconforme con el estado de cosas habitual, con lo irreparable del mundo: “no se puede hablar de una verdadera poesía si es conformista”. El paradigma del poeta infrarrealista se cumplía en el autor de Aullido de cisne y parecía no tener cabida para nadie más. Aunque se conoce el carácter difícil de Mario Santiago, en el fondo peleaba su lugar en la literatura, acorralado en las cuerdas pero sin perder consecuencia o, para decirlo de otro modo, la única mafia del infrarrealismo era Mafio.
Esto explica, en parte, que poetas como Orlando Guillén no se sientan parte del infrarrealismo, huyendo de los liderazgos. Así como, en otro sentido, esto mismo tiene que ver con el resurgimiento del infrarrealismo. A partir de la publicación de Los detectives salvajes, José Vicente Anaya se asumió como poeta del infrarrealismo, una vez que Mario Santiago había muerto. Anaya luego toma la postura de que en realidad existieron muchos infrarrealismos, apoyándose en Heriberto Yépez, y de que el suyo fue un “infrarrealismo crítico”, mientras que Yépez enmarca a Mario Santiago dentro de un “infrarrealismo romántico”. Al denostar la figura de Mario, a Yépez se le olvida que el romanticismo precisamente es un antecedente directo del movimiento de vanguardias. En el caso de Orlando Guillén, cuando reniega del movimiento esto no quiere decir que haya estado lejos del mismo, ya que junto con Mario Santiago y Roberto Bolaño aparece en la antología Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, editada bajo el sello de Extemporáneos, que finalmente obtengo con ayuda de Pancho Zapata. Para Efraín Huerta, en la escritura de estos jóvenes aparecía la poesía “desnudamente, muchachamente solar”. Los rastros de lo que fuera quizás la última vanguardia latinoamericana del siglo veinte.
En el pasillo de libreros, Zapata y otros poetas también cuentan la obsesión de Mafio por dejar grabados sus poemas a las tres de la mañana, o cualquier otra hora, en la contestadora telefónica de Octavio Paz. Aparte del anecdotario, esto permite entrever un leit motiv que la novela de Bolaño sugiere en parte con relación a estos dos poetas, extremos de la literatura mexicana. ¿Quién es el verdadero "poeta de Mixcoac"? O dicho de otro modo, ¿quién es el verdadero “poeta solar”? El sol como un símbolo dominante en la poesía, la solaridad es un código que requiere ser revelado. El Octavio Paz de Piedra de Sol y Pasado en claro, deja constancia de su infancia en el pueblo de Mixcoac, al paso que su poesía va mostrando la transfiguración de la luz. Por su parte, Mario Santiago (1953-1998) que por haber nacido en una clínica Mixcoac se consideraba oriundo de allá, entonces se cuestiona ¿por qué pelear el Nobel cuando se tiene el barrio? Un poco como le sucedió a Nicanor Parra con Gabriela Mistral y Neruda, premios Nobel chilenos pero que nunca se ganaron el premio municipal, le sucedía al infrasol Mario Santiago, el del corazón incinerante, respecto a Octavio Paz.
Asimismo, si se va conformando una crónica, las anécdotas no son del todo responsables de que aún no se haya profundizado hasta ahora sobre la calidad literaria del infrarrealismo, o que esté por descubrirse, como considera Juan Villoro, puesto que la literatura y el arte establecen nuevas relaciones con el mundo. En lo que el crítico mexicano acierta es que hay una obra en cada infra por descubrir, la lectura marginal que constituye un punto de partida para construir una identidad propia y con ello una poética donde el infrarrealismo también adquiere una dimensión estética. La marginalidad nos permite hallar en su poesía una búsqueda de “constante, consciente e intransigente ejercicio de heterodoxia”, como escribió el poeta griego y solar Odysseas Elytis, ya viejo, respecto a sus textos de juventud. Es así que el canon literario se reconfigura con el infrarrealismo, al asumir los rasgos de una ruptura respecto a la tradición poética dominante, tratando de implantar otra tradición.
Evidencia de esta heterodoxia es la obra poética que dejó Mario Santiago Papasquiaro, un palimpsesto lingüístico con metáforas brutalmente bellas, en las que se funden elementos vitales al poema: el habla del barrio con la cita “erudita”; el tono estridente y “rupestre” con las múltiples referencias a versos de otros poetas; pequeños homenajes, invocaciones y supervivencias de un lenguaje latinoamericano, violento y atroz, en constante vinculación con otros movimientos; la predilección por el delirio; la incorporación de signos lingüísticos como la &, donde la cuerda del ahorcado jugaba con Mario Santiago. En tanto que ruptura, el infrarrealismo implicaba violentar la realidad desde una poética que persiste en mantener una contraposición con la tradición imperante, así como una identidad que apuntó a distinguir la presencia de una poesía “mexicana” más allá de la ambigüedad en torno a la discusión sobre la existencia de las literaturas nacionales. Los jóvenes infrarrealistas, como dice Bolaño, estaban muy relacionados con el modelo norteamericano de los hippies, con el mayo del 68 en Europa, abiertos a cualquier manifestación cultural, que más que tolerancia: “era hermandad universal, algo totalmente utópico”. En este sentido, se perfilaban con los rasgos de otra tradición, con una concepción de universalidad de la que los Contemporáneos así como el propio Paz tomaron siempre distancia.
Sin embargo, el punto convergente entre Octavio Paz y Mario Santiago, como representante del infrarrealismo, es la disputa por el Sol. Esto se retrata de varias maneras, tanto en el parricidio literario ya expuesto, como en el trama circular de Los detectives salvajes, cuando aparece Ulises Lima caminando por el Parque Hundido y se topa de frente con Octavio Paz, perdido en el laberinto de su soledad, dando vueltas en sentido contrario, en el mismo círculo que dibujan los poetas solares, como en la rueda de la fortuna del poema “Despiadado de mí”, de Mario Santiago: “yendo y viniendo a través de un samsara de sombras”. Según Bolaño, a esa altura de la novela sucede un reconocimiento entre ambos poetas, en una especie de epifanía humorística.
Por supuesto que en realidad Mario Santiago Papasquiaro y Octavio Paz se conocían, había dicho Pancho Zapata en el callejón de los libros; sin embargo, hay una mitificación de la realidad, una exageración verosímil en esto, puesto que en aquella ocasión, en el Parque Hundido, Mafio en realidad tuvo la oportunidad para aclararle a Octavio Paz, de una vez por todas, que él era el legítimo poeta de Mixcoac, pueblo en el que Octavio Paz había crecido con su abuelo Ireneo hasta que partió a los Estados Unidos para residir con su padre, quien en ese momento apoyaba a los zapatistas revolucionarios. El mito se perfilaba en ambos poetas nacidos bajo el sacrificio solar, el sol rojo de Mario Santiago frente a la transfiguración de la luz del sol amarillo y resplandeciente de Octavio Paz. En el imaginario de Bolaño, Ulises Lima marcaba la pauta de la discontinuidad con lo establecido y al mismo tiempo, rendía un homenaje a Mario Santiago, con los ojos de un amigo lejano que ve al poeta en un espacio de reconciliación con la otredad, “mediante la palabra”, para usar las palabras del propio Octavio Paz, a quien finalmente Bolaño tenía como un escritor de excelentes ensayos y autor de cuatro poemas que aún podía leer sin que le disgustasen.
Sin embargo, más allá del imaginario reconciliatorio de la novela, como apuntó Heriberto Yépez, en la tradición literaria mexicana existe una dualidad en discordia, desde la tradición de los estridentistas versus los Contemporáneos, esto es, entre la visión de vanguardia y la del “grupo sin grupo”. La poesía, en ese contexto, no deja de tener una marcada herencia europea, en parte ortodoxa, por el tratamiento de su codificación, lo que se traduce en un sistema de valores en el cual se impone la premisa del ninguneo entre escritores o el total desconocimiento, de facto, del contemporáneo, además de una terminología clerical donde el canon considera a la literatura como “palabra sagrada”. En su relación de poder en distintas dimensiones, muchas veces el poeta terminó peleando una guerra que no era la suya, aunque la suya en principio consistía en una guerra simbólica por el Sol, como en la concepción de Robert Graves donde el sacerdote, aliado con el poder militar, justificó el dominio de unos sobre otros a partir de la conquista, mientras que la voz poética quedó en lo proscrito.
En
Occidente, si el poeta quiere volver a la tierra imperial que le acogió algún
día, tiene que acudir nuevamente a los códigos solares. Los cantos de Ovidio de
nada sirvieron para que César Augusto lo perdonase; aunque, por otra parte, si
nos ponemos del lado de Platón: “no hay que creerles mucho a los poetas”,
puesto que la literatura también es invención (o un poco de mentira, como
observa Vargas Llosa al respecto de la relación entre literatura y política),
donde el discurso clerical se impone frente a una poesía que profana al
lenguaje mismo. Así también, en México no tenemos poetas proscritos, sino
sacerdocios, con catedrales y capillas, que protegen la poesía como palabra
sagrada. Octavio Paz y su contraparte, Mario Santiago, trazan las heridas por
donde podemos vislumbrar este horizonte. En el camino de Santiago, Mario hace
penitencia al cielo, con un caracol en la mano, mientras que Octavio Paz, con
su piedra de sol, que es el libro, hace penitencia en otra de las pirámides.
Preparados ambos para arrojarse al fuego que los hará perdurar en la tradición
mexicana, su verbo es imperante y solar. Uno desde lo marginal, el otro desde
lo oficial, pero ambos dibujan el círculo de los poetas solares. Con sueños
demasiado cargados, Mario Santiago se asumió como “le écrivain”, postura que reafirmó aún cuando era ninguneado por la
mafia literaria, liderada por Paz. “Los conozco a todos”, decía Mafio, pero
ninguno le daba trabajo o la oportunidad de publicar por su condición de
infrarrealista. Vacilaciones convertidas en eternas caminatas para extraer, al
final del día, la poesía que quedaba como sustrato de la realidad, a través de
atajos que lo llevaban al poema y viceversa, cuando los infras buscaban
decapitar al sol a la caída del ocaso. Efraín Huerta admitió entonces que le
fue arrebatada su cabeza solar y lo mismo tratarían de hacer los infras con
Octavio Paz.
Efraín Huerta y Octavio Paz pertenecieron a una misma generación; cuando eran jóvenes participaron juntos en la revista Taller, luego se distanciaron por cuestiones ideológicas, hasta que Paz abrió una disputa poética cuando Efraín Huerta publicó sus “Poemínimos”, donde Paz dijo que eso no era poesía sino chistes y Efraín contestó que esa opinión coincidía con lo que había dicho su pequeña nieta cuando "Infraín" le había leído algunos de esos poemas. En los años setenta, ambos poetas reconocían una incertidumbre generacional respecto a la necesidad de continuar con la tradición a partir de la ruptura, que para Efraín Huerta se encarnó en los infrarrealistas, mientras que Octavio Paz terminó por favorecer a un séquito de jóvenes en las publicaciones, los apoyos y el reconocimiento institucional.
Como ya hice mención, a principios de los ochenta —lo reitero porque nací precisamente en 1982—, Octavio Paz organiza el “Encuentro de Generaciones”, apoyado por el PEN Club, donde invita a leer junto a él a David Huerta, para marcar la pauta en los escritores jóvenes y que se agruparan en su corriente, si es que querían ser reconocidos y publicados. La disputa de Paz con Efraín se cifró en que el propio hijo de "El Cocodrilo" podía responder a los intereses de Octavio Paz. El hijo pródigo que regresa y es acogido por un nuevo Padre, tal como Paz fue acogido en su momento por los Contemporáneos, quienes a su vez a lo largo de sus vidas dejaron registrado el constante regreso al aparato estatal, hacia las cúspides de una élite intelectual que intentó operar desde el gobierno.
Así confluyeron diversos motivos por el que dio comienzo la insurrección infra, que da constancia en el momento en que acontece el boicot de la lectura del “Encuentro de Generaciones”, que intentaba ser al mismo tiempo un “rictus” de iniciación establecido por Octavio Paz, quien trataba de transferirle el Sol a David, ante la posible pérdida de la tradición, siendo que aquella ocasión declaraba que “la amenaza" (de la tradición literaria) "no venía de la negación de unos cuantos jóvenes rebeldes, sino de la indiferencia y de la ignorancia”. Una tríada de infras, presentes en aquella lectura, quizás se tomaron esto de manera demasiado personal, pero lo cierto es que quería llevar a cabo una contraposición ante esta toma de postura del patriarca. En todo caso, al negar al infrarrealismo como amenaza, Octavio Paz estaba afirmando su existencia. Sin embargo, el poeta solar jamás le dio importancia en lo que dictaminaba como importante dentro de la literatura, por lo que el movimiento tampoco entraba en sus intenciones de sucesión generacional, menos si reivindicaban una vanguardia, como dice Mario Raúl Guzmán, “patética” por “extemporánea”.
Para Octavio Paz, David Huerta se había distinguido desde su primer libro: “como una voz inconfundible. Un verdadero poeta es un astro con su propia luz… este encuentro es para mí una suerte de confirmación en el sentido religioso y sacramental de la palabra”. Para el patriarca, leer poemas al lado de un poeta joven lo confirmaba como parte de la tradición mexicana, donde: “la tradición poética no es una repetición sino un perpetuo comienzo”. Pero entonces, ahí se encontraban Mario Santiago, Pedro Damián y "El Booker", escuchando cómo Octavio Paz le dedicaba un poema a David, cuyo tema era precisamente la transfiguración de la luz. Fue ahí que Pedro Damián se levantó a proferir reclamos con sorna cuando Paz hablaba acerca de la luz, hasta que terminaron sacándolos de la librería donde se llevaba a cabo el “Encuentro de Generaciones”, abucheados por parte del público, puesto que de este modo habían interrumpido el "rictus" solar que Octavio Paz quería implantar para el reconocimiento fundacional de una generación venidera. Así los infras entonces salieron a la calle, una veintena de mujeres y hombres, como Lisa Johnson, Jorge Hernández, Juan Esteban Harrington, Estela Ramírez, las hermanas Larrosa y los hermanos Méndez, entre otros, se dedicaron a escribir poesía lo mismo que "patear las banquetas", como dijo en otra entrevista Bruno Montané.
Los jóvenes que ahora tienen la edad de los infrarrealistas de entonces, nacieron en los ochenta y tienen entre veinte y treinta años, el mismo tiempo desde que Octavio Paz convocó al “Encuentro de Generaciones”. Pero ahora habría que preguntarnos si hemos asistido al nacimiento de otra generación, pues ¿qué es lo que pervive aún del infrarrealismo? Eran las dudas que asaltaron en su momento al editor de Perros del alba y son las mismas que me vuelvo a plantear, instalado en un viejo edificio del Centro Histórico de la Ciudad de México, donde me he dedicado a escribir esta crónica al resguardo de la lluvia.
En este mismo sentido fue que la poeta Estephani Granda Lamadrid, a quien conocí por los premios de literatura en homenaje a Enrique González Rojo Arthur, en donde ella fue galardonada, me propuso que realizáramos un ciclo de lecturas de poetas nacidos en los ochenta. Llevamos a cabo tres sesiones en distintos cafés culturales y nos sorprendió ver que acudieron más de una veintena de poetas, quienes mostraron una pluralidad de propuestas y poéticas con calidad, expresión y una experiencia adquirida más allá de los años, pues la literatura brinda esa posibilidad, donde nuestra generación ha estado conformándose a partir de la disposición al mutuo reconocimiento, prestándose como absurda la actitud del ninguneo al prójimo o contemporáneo, quizás porque las condiciones que la realidad mexicana actual nos impone, persiste la sensación de que: “no estamos como para seguir negando la otredad”, como sentenció Max Rojas al respecto de una cultura oficial que así le conviene que sigamos. En ello creo que se trasciende el conflicto histórico de las generaciones literarias.
En el marco de estos encuentros, conocí a escritores jóvenes interesados en el movimiento infrarrealista. Me contactó un amigo, Alberto Guerrero, desde Zacatecas, quien vino a las lecturas y le busqué alojamiento. Se encontraba haciendo su tesis sobre el infrarrealismo. Platicamos y me dijo que quería en algún momento visitar los lugares que pisaron los infras. Decidí llevarlo a pulquerías, a algunas calles, al callejón de los libros y a Donceles. En el laberinto de los libros interminables, encontramos al estridentista Maples Arce y también buscamos, sin éxito, alguna publicación de la editorial Al este del paraíso. Visitamos entonces a Pancho Zapata, quien nos prestó nuevamente Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, para que le sacáramos copias. Ya por la noche, nos sentamos a tomar un café, Granda Lamadrid también nos acompañó y hablamos de lo que fue el encuentro literario, de la novela de Bolaño 2666, de si somos o no una generación literaria. “Los nacidos en los ochentas fuimos los de las crisis y todo avanza muy rápido”, dijo Alberto Guerrero. “Literariamente dibujamos un círculo similar al infrarrealismo, pero estamos en diferente órbita; no nos sentimos en la orfandad de las generaciones que nos antecedieron, ni estamos en una situación de conocernos por entero”. Concluimos que más allá de que uno se declarase neoinfrarrealistas o pos-infrarrealistas, hay una influencia o aportación decisiva del infrarrealismo en otros términos mucho más fecundos. En todo caso, si con el infrarrealismo la tradición de la ruptura implicó la conformación de una generación a partir de un contrapunto necesario a la voz del propio Octavio Paz, nuestra generación habrá de alcanzar un horizonte más amplio, donde incorporemos lo más valioso del quehacer literario en México desde cada punto del país, descentralizando el movimiento más allá de las dicotomías en eterna confrontación.
Por otra parte, la solaridad no es propiedad única de los heterodoxos, ya que sería tanto como decir que entre los Contemporáneos sólo había poetas solares, cuando en realidad sólo es Carlos Pellicer quien plantea esta entrega al tema y fondo de su poética, mientras que Villaurrutia y Gorostiza fueron poetas nocturnos. Lo mismo para los infras, no se puede determinar si el tema preponderante es lo solar, o si para ellos, lo solar fuese un canon a destruir. En todo caso, desde esta posición, se pueden recodificar algunos de los esquemas con que se ha pensado la literatura y su patriarcado, con la finalidad de superar y dar una salida inteligente a una confrontación que, a decir de Heriberto Yépez, viene desde los estridentistas y los Contemporáneos.
Juan Villoro ha comentado que Mario Santiago Papasquiaro al final de sus días había perdido el sentido de autocrítica, mentaba madres lo mismo si le disgustaba la forma en que halagaban o denostaban su poesía. Por eso resulta cuestionable el giro crítico que intenta darle José Vicente Anaya a su infrarrealismo, a través de Heriberto Yépez. Del manifiesto programático que proclamó el movimiento infrarrealista, parece que sólo quedó un proyecto trunco. Sin embargo, a Mario Santiago esto no le importó, pues a decir de Víctor Roura, a él nunca le interesó la perfección y en ello adquiría una actitud y un sentido, con una postura que perfilaban una poética donde la actitud vanguardista aún no había dado todo de sí. Poco después de la adolescencia, bajo la influencia Beat, Mario Santiago publicó la revista Zarazo y tradujo a Ginsberg, siendo la excepción infra que confirmaba la norma de lo marginal. Por otra parte, si la marginalidad surge de la alta cultura, Mafio es un joven que aunque haya nacido en el seno de una clase media, en 1975 vive en un barrio popular, poniendo en movimiento una poética que relaciona, entre otras cosas, las frases populares con la influencia mítica y el caló callejero con el rigor de la poesía. En su trato cada vez más difícil, en los años noventa se enemistó con casi todo mundo, llegó a pelear con antiguos compañeros, como Orlando Guillén, en una querella de bastonazos que aún se rememora entre algunos comerciantes del Centro Histórico. Sin embargo, Orlando Guillén, quien ahora radica en Barcelona, recuerda que también se trataron con respeto y que llegó a querer mucho a Mario Santiago.
Desde esa distancia con el mundo, Mario Santiago Papasquiaro sólo podía seguirle teniendo un gran aprecio a Roberto Bolaño y su intolerancia final quizá deviene del sistemático desdén que le tuvieron, pero también de una heterodoxia que se fue perdiendo en la ortodoxia de lo que combatía. El sol rojo de Mario diciendo que la poesía mexicana se dividía en dos: “ellos y nosotros”, el infrarrealismo. Autoexclusión y autoproclamación de un canon diferente, inmerso en un medio literario tan corrompido como el nuestro. En ese abanico de facetas, me quedo con el Mafio del famoso poema MSP, donde vierte su visión pugilística de la vida: tomar impulso desde las cuerdas —pues uno se encuentra asediado por los golpes—, “& fajarse la madre en el centro del ring”. Ahí habita, como una perra en celo, la neta del infrarrealismo. Aunque estés acorralado por lo golpes, hay que aceptar la pelea. “Mejor largarse así”, sentencia Mario Santiago Papasquiaro. “No hay nada que no le deba todo a la vida”, complementa Bolaño en una entrevista frente a la pregunta de qué era lo que sus novelas le debían a la vida.
En esto se relaciona mi última actitud hacia el infrarrealismo. Sin dinero, arrinconado por los golpes bajos del desempleo, con el sueño de una librería que se me fue de las manos, comencé de nuevo con el viaje incesante que es la literatura, escribiendo en callejones y cantinas, aprendiendo de los que venden libros, propios y ajenos, de mano en mano, como un nómada de las corrientes de la vida y los atajos que nos evaden, por el momento, de la muerte; tratando de develar lo que será del futuro. Después de todo, como dice Roberto Bolaño, el infrarrealismo es ante todo: “un estado del alma”, donde los cuerpos, hechos poesía, quedan sujetos a sus ruinas fecundas: “el árbol rojo caído que anuncia el principio del bosque”.
Efraín Huerta y Octavio Paz pertenecieron a una misma generación; cuando eran jóvenes participaron juntos en la revista Taller, luego se distanciaron por cuestiones ideológicas, hasta que Paz abrió una disputa poética cuando Efraín Huerta publicó sus “Poemínimos”, donde Paz dijo que eso no era poesía sino chistes y Efraín contestó que esa opinión coincidía con lo que había dicho su pequeña nieta cuando "Infraín" le había leído algunos de esos poemas. En los años setenta, ambos poetas reconocían una incertidumbre generacional respecto a la necesidad de continuar con la tradición a partir de la ruptura, que para Efraín Huerta se encarnó en los infrarrealistas, mientras que Octavio Paz terminó por favorecer a un séquito de jóvenes en las publicaciones, los apoyos y el reconocimiento institucional.
Como ya hice mención, a principios de los ochenta —lo reitero porque nací precisamente en 1982—, Octavio Paz organiza el “Encuentro de Generaciones”, apoyado por el PEN Club, donde invita a leer junto a él a David Huerta, para marcar la pauta en los escritores jóvenes y que se agruparan en su corriente, si es que querían ser reconocidos y publicados. La disputa de Paz con Efraín se cifró en que el propio hijo de "El Cocodrilo" podía responder a los intereses de Octavio Paz. El hijo pródigo que regresa y es acogido por un nuevo Padre, tal como Paz fue acogido en su momento por los Contemporáneos, quienes a su vez a lo largo de sus vidas dejaron registrado el constante regreso al aparato estatal, hacia las cúspides de una élite intelectual que intentó operar desde el gobierno.
Así confluyeron diversos motivos por el que dio comienzo la insurrección infra, que da constancia en el momento en que acontece el boicot de la lectura del “Encuentro de Generaciones”, que intentaba ser al mismo tiempo un “rictus” de iniciación establecido por Octavio Paz, quien trataba de transferirle el Sol a David, ante la posible pérdida de la tradición, siendo que aquella ocasión declaraba que “la amenaza" (de la tradición literaria) "no venía de la negación de unos cuantos jóvenes rebeldes, sino de la indiferencia y de la ignorancia”. Una tríada de infras, presentes en aquella lectura, quizás se tomaron esto de manera demasiado personal, pero lo cierto es que quería llevar a cabo una contraposición ante esta toma de postura del patriarca. En todo caso, al negar al infrarrealismo como amenaza, Octavio Paz estaba afirmando su existencia. Sin embargo, el poeta solar jamás le dio importancia en lo que dictaminaba como importante dentro de la literatura, por lo que el movimiento tampoco entraba en sus intenciones de sucesión generacional, menos si reivindicaban una vanguardia, como dice Mario Raúl Guzmán, “patética” por “extemporánea”.
Para Octavio Paz, David Huerta se había distinguido desde su primer libro: “como una voz inconfundible. Un verdadero poeta es un astro con su propia luz… este encuentro es para mí una suerte de confirmación en el sentido religioso y sacramental de la palabra”. Para el patriarca, leer poemas al lado de un poeta joven lo confirmaba como parte de la tradición mexicana, donde: “la tradición poética no es una repetición sino un perpetuo comienzo”. Pero entonces, ahí se encontraban Mario Santiago, Pedro Damián y "El Booker", escuchando cómo Octavio Paz le dedicaba un poema a David, cuyo tema era precisamente la transfiguración de la luz. Fue ahí que Pedro Damián se levantó a proferir reclamos con sorna cuando Paz hablaba acerca de la luz, hasta que terminaron sacándolos de la librería donde se llevaba a cabo el “Encuentro de Generaciones”, abucheados por parte del público, puesto que de este modo habían interrumpido el "rictus" solar que Octavio Paz quería implantar para el reconocimiento fundacional de una generación venidera. Así los infras entonces salieron a la calle, una veintena de mujeres y hombres, como Lisa Johnson, Jorge Hernández, Juan Esteban Harrington, Estela Ramírez, las hermanas Larrosa y los hermanos Méndez, entre otros, se dedicaron a escribir poesía lo mismo que "patear las banquetas", como dijo en otra entrevista Bruno Montané.
Los jóvenes que ahora tienen la edad de los infrarrealistas de entonces, nacieron en los ochenta y tienen entre veinte y treinta años, el mismo tiempo desde que Octavio Paz convocó al “Encuentro de Generaciones”. Pero ahora habría que preguntarnos si hemos asistido al nacimiento de otra generación, pues ¿qué es lo que pervive aún del infrarrealismo? Eran las dudas que asaltaron en su momento al editor de Perros del alba y son las mismas que me vuelvo a plantear, instalado en un viejo edificio del Centro Histórico de la Ciudad de México, donde me he dedicado a escribir esta crónica al resguardo de la lluvia.
En este mismo sentido fue que la poeta Estephani Granda Lamadrid, a quien conocí por los premios de literatura en homenaje a Enrique González Rojo Arthur, en donde ella fue galardonada, me propuso que realizáramos un ciclo de lecturas de poetas nacidos en los ochenta. Llevamos a cabo tres sesiones en distintos cafés culturales y nos sorprendió ver que acudieron más de una veintena de poetas, quienes mostraron una pluralidad de propuestas y poéticas con calidad, expresión y una experiencia adquirida más allá de los años, pues la literatura brinda esa posibilidad, donde nuestra generación ha estado conformándose a partir de la disposición al mutuo reconocimiento, prestándose como absurda la actitud del ninguneo al prójimo o contemporáneo, quizás porque las condiciones que la realidad mexicana actual nos impone, persiste la sensación de que: “no estamos como para seguir negando la otredad”, como sentenció Max Rojas al respecto de una cultura oficial que así le conviene que sigamos. En ello creo que se trasciende el conflicto histórico de las generaciones literarias.
En el marco de estos encuentros, conocí a escritores jóvenes interesados en el movimiento infrarrealista. Me contactó un amigo, Alberto Guerrero, desde Zacatecas, quien vino a las lecturas y le busqué alojamiento. Se encontraba haciendo su tesis sobre el infrarrealismo. Platicamos y me dijo que quería en algún momento visitar los lugares que pisaron los infras. Decidí llevarlo a pulquerías, a algunas calles, al callejón de los libros y a Donceles. En el laberinto de los libros interminables, encontramos al estridentista Maples Arce y también buscamos, sin éxito, alguna publicación de la editorial Al este del paraíso. Visitamos entonces a Pancho Zapata, quien nos prestó nuevamente Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, para que le sacáramos copias. Ya por la noche, nos sentamos a tomar un café, Granda Lamadrid también nos acompañó y hablamos de lo que fue el encuentro literario, de la novela de Bolaño 2666, de si somos o no una generación literaria. “Los nacidos en los ochentas fuimos los de las crisis y todo avanza muy rápido”, dijo Alberto Guerrero. “Literariamente dibujamos un círculo similar al infrarrealismo, pero estamos en diferente órbita; no nos sentimos en la orfandad de las generaciones que nos antecedieron, ni estamos en una situación de conocernos por entero”. Concluimos que más allá de que uno se declarase neoinfrarrealistas o pos-infrarrealistas, hay una influencia o aportación decisiva del infrarrealismo en otros términos mucho más fecundos. En todo caso, si con el infrarrealismo la tradición de la ruptura implicó la conformación de una generación a partir de un contrapunto necesario a la voz del propio Octavio Paz, nuestra generación habrá de alcanzar un horizonte más amplio, donde incorporemos lo más valioso del quehacer literario en México desde cada punto del país, descentralizando el movimiento más allá de las dicotomías en eterna confrontación.
Por otra parte, la solaridad no es propiedad única de los heterodoxos, ya que sería tanto como decir que entre los Contemporáneos sólo había poetas solares, cuando en realidad sólo es Carlos Pellicer quien plantea esta entrega al tema y fondo de su poética, mientras que Villaurrutia y Gorostiza fueron poetas nocturnos. Lo mismo para los infras, no se puede determinar si el tema preponderante es lo solar, o si para ellos, lo solar fuese un canon a destruir. En todo caso, desde esta posición, se pueden recodificar algunos de los esquemas con que se ha pensado la literatura y su patriarcado, con la finalidad de superar y dar una salida inteligente a una confrontación que, a decir de Heriberto Yépez, viene desde los estridentistas y los Contemporáneos.
Juan Villoro ha comentado que Mario Santiago Papasquiaro al final de sus días había perdido el sentido de autocrítica, mentaba madres lo mismo si le disgustaba la forma en que halagaban o denostaban su poesía. Por eso resulta cuestionable el giro crítico que intenta darle José Vicente Anaya a su infrarrealismo, a través de Heriberto Yépez. Del manifiesto programático que proclamó el movimiento infrarrealista, parece que sólo quedó un proyecto trunco. Sin embargo, a Mario Santiago esto no le importó, pues a decir de Víctor Roura, a él nunca le interesó la perfección y en ello adquiría una actitud y un sentido, con una postura que perfilaban una poética donde la actitud vanguardista aún no había dado todo de sí. Poco después de la adolescencia, bajo la influencia Beat, Mario Santiago publicó la revista Zarazo y tradujo a Ginsberg, siendo la excepción infra que confirmaba la norma de lo marginal. Por otra parte, si la marginalidad surge de la alta cultura, Mafio es un joven que aunque haya nacido en el seno de una clase media, en 1975 vive en un barrio popular, poniendo en movimiento una poética que relaciona, entre otras cosas, las frases populares con la influencia mítica y el caló callejero con el rigor de la poesía. En su trato cada vez más difícil, en los años noventa se enemistó con casi todo mundo, llegó a pelear con antiguos compañeros, como Orlando Guillén, en una querella de bastonazos que aún se rememora entre algunos comerciantes del Centro Histórico. Sin embargo, Orlando Guillén, quien ahora radica en Barcelona, recuerda que también se trataron con respeto y que llegó a querer mucho a Mario Santiago.
Desde esa distancia con el mundo, Mario Santiago Papasquiaro sólo podía seguirle teniendo un gran aprecio a Roberto Bolaño y su intolerancia final quizá deviene del sistemático desdén que le tuvieron, pero también de una heterodoxia que se fue perdiendo en la ortodoxia de lo que combatía. El sol rojo de Mario diciendo que la poesía mexicana se dividía en dos: “ellos y nosotros”, el infrarrealismo. Autoexclusión y autoproclamación de un canon diferente, inmerso en un medio literario tan corrompido como el nuestro. En ese abanico de facetas, me quedo con el Mafio del famoso poema MSP, donde vierte su visión pugilística de la vida: tomar impulso desde las cuerdas —pues uno se encuentra asediado por los golpes—, “& fajarse la madre en el centro del ring”. Ahí habita, como una perra en celo, la neta del infrarrealismo. Aunque estés acorralado por lo golpes, hay que aceptar la pelea. “Mejor largarse así”, sentencia Mario Santiago Papasquiaro. “No hay nada que no le deba todo a la vida”, complementa Bolaño en una entrevista frente a la pregunta de qué era lo que sus novelas le debían a la vida.
En esto se relaciona mi última actitud hacia el infrarrealismo. Sin dinero, arrinconado por los golpes bajos del desempleo, con el sueño de una librería que se me fue de las manos, comencé de nuevo con el viaje incesante que es la literatura, escribiendo en callejones y cantinas, aprendiendo de los que venden libros, propios y ajenos, de mano en mano, como un nómada de las corrientes de la vida y los atajos que nos evaden, por el momento, de la muerte; tratando de develar lo que será del futuro. Después de todo, como dice Roberto Bolaño, el infrarrealismo es ante todo: “un estado del alma”, donde los cuerpos, hechos poesía, quedan sujetos a sus ruinas fecundas: “el árbol rojo caído que anuncia el principio del bosque”.
Bibliografía consultada
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__________. (2000) Los perros románticos. Barcelona: Lumen.
__________. (1995) El último salvaje. Editorial Al Este del paraíso.
__________. (1998) Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama.
__________. (2000) Tres. Barcelona: El Acantilado.
“Boicot de los infrarrealistas…”. Nota periodística aparecida en el suplemento cultural del Unomásuno. Enero 1980.
Brodsky, Roberto. “Roberto Bolaño, casus belli”. Revista Turia No. 75, pp. 153-161.
Domínguez Lasierra, Juan. “Biocronología de Roberto Bolaño Ávalos”. Revista Turia No. 75, pp. 277-286.
“El cuerpo descuartizado del infrarrealismo”. Entrevista de Heriberto Yépez a José Vicente Anaya. Revista El Coloquio de los Perros. 2009.
Entrevista de Francisco Zapata al poeta Max Rojas. Revista Deriva. México, 2004.
García, Luis. “Entrevista. Roberto Bolaño”. Revista Barcarola, págs 375-379. España, 2005.
Maristáin, Mónica. Entrevista, en la edición de Play Boy no. 9. Julio 2003.
Méndez, Ramón. “Rebeldes con causa”. Revista El Coloquio de los Perros. 2009.
Montané, Bruno. “Días de México D.F.”. Revista Turia. No. 75, pp. 231-233.
Papasquiaro, Mario Santiago. Aullido de cisne. Editorial Al Este del paraíso, México.
__________. (2008) Antología poética. España: FCE.
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Revista Turia. No. 75, pp. 254-265. Octubre 2005.
Peguero, José. “El maravilloso viaje de Roberto Bolaño”. Revista Turia. No. 75, pp. 162-169.
Sivaj, Marina. “Infrarrealismo: literatura o paralelismo”. Revista Verso destierro No. 1, 2004.
Villoro, Juan. “Pasado y futuro del infrarrealismo”. Revista El Coloquio de los Perros, 2009.
Yépez, Heriberto. “Historia de algunos infrarrealismos”. Revista El Coloquio de los Perros. 2009.
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lunes, 9 de agosto de 2010
Presentación de poesía, miércoles itinerantes
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A pesar de vivir más la poesía que escribirla, no hay remedio para los poetas, siempre terminarán dando golpes y latidos por un pedazo de papel y tinta. Su manera de combatir con el mundo perdiéndose en el tiempo.
He estado escribiendo algo referente a mi vida actual, mi vida con Silvia, ordenando mi centrada postura poética por una periférica, beligerante frente al mundo, aunque esto no necesariamente ha significado escribir poemas, sin embargo, si hay "nuevo material" los poemas que serán publicados en una revista, otro par que hice como resultado de las pláticas que he llevado a cabo sobre la poesía solar y nocturnal, el espejo del lenguaje y los desengaños de un fundamento mítico de la metáfora; en fin, cambiando el orden para ser la excepción que confirme otra norma.
Ayer en Uruapan, la vieja Bandi, que es dueña de una histórica fábrica de textiles, donde ahora también hay un hermoso teatro improvisado, me dijo varios preceptos que ha tomado a lo largo de su vida, que venían del hijo de una curandera y un chamán: no tomar nada personalmente; buscar las palabras adecuadas para emitir cualquier tipo de juicio; actuar a cada momento como si fuera el último, ejercer una postura crítica en todo momento; pero sobre todo, saber escuchar.
Ahora regreso a mi departamento en la madrugada, tengo pendientes de artículos por escribir, asuntos de la escuela y del trabajo. Me encuentro solo, me consuela pensar que nos hemos arrojado al vacío, sin miedo a los arrepentimientos, porque aunque no estás, hago la cosas que debo y quiero, palpito a cada instante, busco palabras, imágenes, sabores, para encontrarte en cada cosa que transpira tu recuerdo.
Este miércoles volveré a la poesía, me ha hablado Andrés, buscaré poemas que reflejen mi estado de ánimo actual. Me entusiasma ver de nuevo a otros poetas, Gabriela, Víctor y a los que no conozco. Me gustaría que después de la lectura nos fuéramos a caminar un rato y después pasar a echarnos unos tragos por ahí, lejos del silencio de las palabras no entendidas. Aún siento que no ha pasado tanto tiempo desde que nos reunimos más de veinte para aprender a escucharnos en una misma época que reclama nuestros espíritus como cosa sedienta de deseo y liberación.
Los invito a pasar a esta puerta que es un atajo inequívoco a la muerte, porque estamos vivos todavía.
Arturo Alvar.
A pesar de vivir más la poesía que escribirla, no hay remedio para los poetas, siempre terminarán dando golpes y latidos por un pedazo de papel y tinta. Su manera de combatir con el mundo perdiéndose en el tiempo.
He estado escribiendo algo referente a mi vida actual, mi vida con Silvia, ordenando mi centrada postura poética por una periférica, beligerante frente al mundo, aunque esto no necesariamente ha significado escribir poemas, sin embargo, si hay "nuevo material" los poemas que serán publicados en una revista, otro par que hice como resultado de las pláticas que he llevado a cabo sobre la poesía solar y nocturnal, el espejo del lenguaje y los desengaños de un fundamento mítico de la metáfora; en fin, cambiando el orden para ser la excepción que confirme otra norma.
Ayer en Uruapan, la vieja Bandi, que es dueña de una histórica fábrica de textiles, donde ahora también hay un hermoso teatro improvisado, me dijo varios preceptos que ha tomado a lo largo de su vida, que venían del hijo de una curandera y un chamán: no tomar nada personalmente; buscar las palabras adecuadas para emitir cualquier tipo de juicio; actuar a cada momento como si fuera el último, ejercer una postura crítica en todo momento; pero sobre todo, saber escuchar.
Ahora regreso a mi departamento en la madrugada, tengo pendientes de artículos por escribir, asuntos de la escuela y del trabajo. Me encuentro solo, me consuela pensar que nos hemos arrojado al vacío, sin miedo a los arrepentimientos, porque aunque no estás, hago la cosas que debo y quiero, palpito a cada instante, busco palabras, imágenes, sabores, para encontrarte en cada cosa que transpira tu recuerdo.
Este miércoles volveré a la poesía, me ha hablado Andrés, buscaré poemas que reflejen mi estado de ánimo actual. Me entusiasma ver de nuevo a otros poetas, Gabriela, Víctor y a los que no conozco. Me gustaría que después de la lectura nos fuéramos a caminar un rato y después pasar a echarnos unos tragos por ahí, lejos del silencio de las palabras no entendidas. Aún siento que no ha pasado tanto tiempo desde que nos reunimos más de veinte para aprender a escucharnos en una misma época que reclama nuestros espíritus como cosa sedienta de deseo y liberación.
Los invito a pasar a esta puerta que es un atajo inequívoco a la muerte, porque estamos vivos todavía.
Arturo Alvar.
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