lunes, 7 de octubre de 2013

El culto a un monumento literario


El culto a un monumento literario 

Apuntes ruinosos ante Ramón López Velarde


Por Arturo Alvar


La sociedad dominante ha instituido sus propios monumentos, perpetuando simbólica y materialmente su hegemonía. Siguiendo a Walter Benjamin, para transformar esta situación, resulta imprescindible apropiarse críticamente de los bienes culturales disponibles. Cuando se habla de monumentos, se piensa en los monumentos históricos y artísticos que ocupan un espacio público determinado: edificios representativos de un estilo, estratégicos de acuerdo a un centro de poder; estatuas erigidas para rendir honor a personajes relevantes o bien conmemorar las victorias de un régimen; lugares emblemáticos a los que se les rinde el culto de la memoria. Sin embargo, sería pertinente considerar también ciertos documentos, obras literarias y autores como monumentos, porque las instituciones así expresan esa voluntad o la colectividad los identificó como tales y se apropió de ellos.
La relación entre monumento y literatura es visible históricamente. Al intentar hacer la primera política cultural de conservación de monumentos, en 1903, Alois Riegl explicaba que el monumento, en su sentido más antiguo y primigenio, es una obra realizada por la mano humana, con el objetivo de "mantener hazañas o destinos individuales", que pervivieran en la conciencia colectiva y a través de las generaciones. Escribe Jean Michel Rey, a propósito de Paul Valéry, que la mano "toca lo más cercano con lo más lejano", vínculo entre la oposición clásica de alma y cuerpo, inspiración e instrumento. La mano, pues, constituye el elemento humano primordial para la construcción del monumento, pero también de su implacable derrumbe.
En principio, hay una lectura tradicional de los monumentos, donde las inscripciones acompañaban a las estatuas, pero incluso hasta nuestros días se puede considerar el poema épico de la Ilíada como un monumento a la cultura occidental, es decir, como un clásico, una obra canónica, al mismo tiempo que se reafirma como lectura crítica, donde el poema es vestigio de la violencia y el saqueo, el documento de barbarie por excelencia ―acudiendo de nuevo a Walter Benjamin―. Los monumentos son también propaganda. La noción misma de monumentalidad es algo intrínsecamente ligado con la cultura. Las pirámides mesoamericanas también son monumentales (aunque muchas veces se haya perdido el propósito), lo mismo que las egipcias y de la India. También son intencionales, manifestaciones ideológicas y políticas, además de expresión de distintas creencias ―la fe en lo secular en el arte griego o la idea de que el universo es una pirámide, como en el imaginario azteca―. La literatura es monumental, en suma, cuando se hace canónica, cuando el interés es hacerla canónica y modelo de comportamiento social.
Para la sensibilidad estética del siglo de las luces, con la crítica del poeta Charles Baudelaire a la vanguardia, el monumento tendría una manifestación subjetiva, no premeditada, lo que involucra tanto una lectura secular del pasado erigido, así como una reapropiación del presente, junto con la ciudad moderna ―capitalista e industrial― donde el poeta más que habitarla, es habitado por ella, la recorre a su gusto y disfrute, escuchando sus ritmos, dejándose llevar por sus calles, donde los monumentos de pronto se tornaron aburridos, por no decir aberrantes, para el espectador.
Baudelaire mostró que con la crítica, actitud moderna por antonomasia, podemos apropiarnos poéticamente del monumento y desde la mirada del nómada afrontar lo estático, porque de esa rebelión estamos hechos. Finalmente una impostura: el gran bostezo del poeta, a manera de fosa común, frente a las estatuas incólumes. De esta forma, el poeta moderno rechaza el monumento por lo que tiene de cercanía con el mausoleo, con los héroes que han quedado anacrónicos, pues lo que importa es el hombre de todos los días, una subjetividad cambiante vagando por la ciudad. Sin embargo, los atajos que toma, las calles que recorre, van tomando los nombres de todos los muertos, que hace suyos mientras la mandrágora urbe se ensancha en su cementerio de contrastes.
Dialéctica de héroes/antihéroes, monumentos auténticos/impostados; lecturas/malentendidos; apropiaciones para otorgar autoridad, es decir, se trata aquí de un estatus político de la memoria, una memoria que a veces dialoga pero que en general se torna autoritaria, tautológica en algunos casos: una memoria oficial frente al olvido oficial.
De acuerdo con Riegl ―pensando en Viena de principios de siglo XX―, no dejaría de advertirse un culto a los monumentos, pero precisamente en su sentido moderno. Más tarde, Robert Musil subrayó lo invisible que se puede volver un monumento, cuando la mirada desconoce el vínculo entre la obra y su entorno. El desarrollo de las fuerzas productivas, afirmó Benjamin, "arruinó los símbolos desiderativos del pasado siglo antes incluso de que se derrumbaran los monumentos que los representaban". Sabemos lo terrible que resultó la devastación con la guerra mundial, en el corazón mismo de Europa. Con la victoria de los aliados y en medio de los escombros que dejó el bombardeo, Bertolt Brecht escribió: "Aquí está todo y a la vez no basta/ al menos sigo aquí/ soy como aquél que por mostrar su casa/ de los escombros levantó un ladrillo". Otra vez las ruinas en el horizonte histórico, pero con ellas el replanteamiento del estatus político de la memoria, un mensaje contestatario a la cultura occidental en su sentido hegemónico, en crisis por el holocausto, el rostro abominable del genocidio.
Hay que advertir, a decir de Antonio Bentivegna, que el problema con los monumentos es de orden plástico, debido a que "la escultura conmemorativa, durante todo el siglo XX, ha sido objeto de una profunda revisión crítica que ha alterado, formal e ideológicamente, sus antiguos parámetros de reconocimiento". De esta manera, un parámetro desde el cual podríamos pensar la referencia más directa a la noción de monumento, es por su función conmemorativa, lo que incluye el discurso literario. Pero esto mismo nos señala la necesidad de mirarlo desde undescentramiento ideológico. En este sentido, apunta Bentivegna: "Las nuevas propuestas plásticas, en efecto, cuestionando los contenidos sobreentendidos del monumento, lo presentan como un objeto extraordinariamente sensible y, al mismo tiempo, ponen en evidencia las complejas correspondencias y relaciones con su entorno urbano".
Existen obras erigidas como monumentos por su carácter artístico, realizadas por la mano del virtuoso, ya legitimado como individuo. Desde que los imperios son imperios ―los cuales se confunden como luciérnagas a la distancia, como escribe poéticamente Borges, o simplemente tan visibles como las pirámides de Egipto― se realizaron monumentos por manos esclavas, subalternas. No hay que olvidar que hasta nuestros días, los monumentos cívicos están construidos por albañiles, que no crean en su sentido estético, sino que reciben un salario por seguir instrucciones, realizar un trabajo duro y técnico. En la urbanización de la Ciudad de México, los albañiles se volvieron una gran mano obrera que sigue las indicaciones del ingeniero civil. Así se construyeron los monumentos modernos de la revolución institucionalizada, como el Monumento a la Raza, sobre la arteria vial de Insurgentes o la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Aunque no hay que olvidar que esas mismas manos albañiles son de algún modo las manos indígenas que crearon el barroco mexicano.
Cuando Teodoro Adorno afirmó que después de Auschwitz la poesía, al menos como se había entendido, ya no era posible, estaba inscribiendo lo que quizá sería el primer no-monumento literario ―sobre la lápida del porvenir― donde la memoria adquiere un estatus de resistencia contra los monumentos, engendros del totalitarismo, los cuales se apropian del contexto histórico, es decir, imponen un dogma, incluso el de olvidar ―aunque usualmente el imperativo es la memoria, mas en función del poder instrumental― el pasado que se capta, siguiendo a Walter Benjamin, "con la apropiación activa de un recuerdo que relampaguea en un instante de peligro", donde el texto irrumpe como "el trueno que sigue retumbando", porque el texto tampoco se encuentra exento de peligro, el cual estriba en dejar de ser crítico para convertirse a su vez en monumento.
Es pertinente abordar lo que ha sucedido en el caso de la institución llamada poesía mexicana, respondiendo a las preguntas de cómo se erigen sus monumentos y bajo qué lógicas se mantienen. El conflicto armado de principios de siglo XX, no logró el derrocamiento de las estructuras porfirianas de finales del siglo XIX, ni la disminución de la desigualdad social que conllevó el conflicto. ¿A eso se le puede llamar Revolución, así con mayúscula? En todo caso, Adolfo Gilly afirma que si hubo tal ímpetu, en absoluto fue consumado, sino que fue un proyecto de emancipación social interrumpido, que aprovecha la burguesía triunfante para sí misma y finalmente, erigida como monumento histórico, la Revolución fue bautizada desde lo más reaccionario, a partir de una insurrección militar y no del movimiento de luchas populares que le dieron sentido y que, siendo más una felonía, se jactó de representar.
De esta manera, en la capital del país, los monumentos, calles, mausoleos, dedicados a los literatos que configuraron el canon poético ―inserto por principio en un discurso dominante― no sólo quedan como vestigios de la urbanización, su desigualdad y conflicto de clases, sino que simbolizan el adelanto cultural de su tiempo y en buena medida nos siguen dando noticia del estado que guarda la poesía mexicana hasta nuestros días, construida de manera elitista, donde la figura del "poeta nacional" y el encumbramiento de su obra, presentes en los monumentos, prueban que hay un culto a la poesía en México que la modernidad no secularizó.
Esto ha ocurrido de manera especial con Ramón López Velarde (1888-1921), ícono del poeta moderno, acompañado por la musa hasta el sepulcro, enterrado joven en la memoria y consagración de su más elogiado poema: "La suave patria", que empezó a escribir en 1919 y terminó el mismo año de su muerte, en 1921, a los treinta y tres años de edad. Desde entonces y por diversos agentes de legitimación, persiste hacia este poema en específico una aceptación contundente, quizá porque el poema en sí mismo no deja de tener la virtud de decepcionar el sentido cívico que espera el lector encontrar en él, según Octavio Paz ―aunque esto mismo de causar una decepción, ya lo había pensado Jorge Cuesta, respecto a los diferentes estilos del grupo Contemporáneos, su grupo―, incluso a pesar de la impostación oficial celebratoria. Sin embargo, o por ello mismo, no deja de existir una lectura ideológica del poema y del monumento llamado Ramón López Velarde, lo que refleja al mismo tiempo que sea uno de los poetas más estudiados. Como señala Alfonso García Morales, "la mitificación de López Velarde llevó fatalmente a la oficialización de su figura y a la reducción de su poesía a los aspectos más externos ―las cosas de la provincia, el estilo de «La Suave Patria»―, cada vez más imitados". 
En contraste, Israel Ramírez afirma que "la propia escrit­ura de López Velarde queda pet­ri­fi­cada en un mono­lito al que se le admira pero no se le continúa". De esta manera, se pregunta cómo inicia la celebración y consagración de López Velarde en la historia de la poesía mexicana, especialmente: "¿Por qué razones los Con­tem­porá­neos —estilís­ti­ca­mente tan dis­tin­tos a él— lo ensalzan?". Los Contemporáneos aportan el andamiaje ideológico, lo que se confirma por el propio Xavier Villaurrutia, quien encontraba coincidencias en este sentido, recuperando al poeta en su conferencia de 1924 sobre la poesía de los jóvenes en México, donde lo incluye como lo hará junto con Jorge Cuesta en la Antologíapublicada en 1928. López Velarde es considerado por los Contemporáneos, junto con José Juan Tablada, como padres de la poesía mexicana moderna, Eva y Adán de un paraíso proscrito, a la vez que el patriarca de su tiempo, Enrique González Martínez, a la postre y debido en mucho a los mismos Contemporáneos y sus herederos, no ha sido tan valorado como se debiera, a pesar de ser una página indeleble de la historia literaria de México.
Desde la perspectiva de José Emilio Pacheco, la prodigiosa memoria de Álvaro Obregón fue la que por mera circunstancia, pero definitiva, realiza el primer homenaje a López Velarde, con lo que se advierte desde un inicio el ya mencionado proceso de mitificación. Recitar en público y de memoria unos versos de "La suave patria", por parte del Presidente de la República, constituye un acto fundacional, que desembocaría en el anuncio del "suntuoso entierro" del poeta. "Lo había ordenado el invencible manco", escribe Djed Bórquez en unas memorias sobre "el buen Ramón". Previamente, el militar había escuchado unos versos de López Velarde por boca de Djed, cuando éste lo visitó durante una caminata matutina por el bosque de Chapultepec, para informarle sobre la muerte del poeta a unas horas de acaecido, éste le recitó además unos versos de Velarde, a quien Obregón al parecer no conoció en vida o al menos no supo de él como poeta.
Sin saber de esta circunstancia, José Vasconcelos queda sorprendido cuando acude con Álvaro Obregón y éste tiene referencias directas de López Velarde; sabe quién es, conoce y recita inclusive sus versos, probablemente algunos de "La suave patria", como si fueran los nombres de todos sus soldados. Vasconcelos no tiene problema en conseguir aprobación para que los gastos funerarios de López Velarde quedaran cubiertos por la Universidad, a petición del futuro ministro de educación, un gesto de sensibilidad y cultura, civilizatorio, por parte de alguien acostumbrado al conflicto y a las armas, a fusilar hombres y condecorar destructores. "¡Tenemos un gran presidente!", exclamó después Vasconcelos en el recinto universitario, cuenta Djed Bórquez, al mismo tiempo de otorgarle un estatus político al poema, acontecimiento que terminó por levantar el monumento literario, con toda su estela de homenajes, a Ramón López Velarde. De esta manera, Juan de Dios Bojórquez, cuyo seudónimo es Djed Bórquez, contribuye al mito del poeta en su narración sobre el entierro y los primeros homenajes oficiales fuera de la capital.
Funcionario carrancista junto con López Velarde, podemos ver en un álbum fotográfico de García Barragán y Schneider, cómo Juan de Dios Bojórquez describe la tumba del poeta en el Panteón Francés, que no lleva siquiera el nombre de Ramón, donde Bojórquez rubrica con una corona de flores: "Fuensanta.....", a propósito de que los cinco puntos suspensivos quieren decir: "Ruega a Dios por él", un verso pentasílabo. Luego relata cómo una comitiva oficial con distinguidos señores, en cerro de la Bufa, Zacatecas, colocaron, al fin, una placa en piedra con forma de cresta, con una inscripción que dice: "Zacatecas / al poeta jerezano Ramón López Velarde". Este cerro tiene una carga histórica importante desde la Independencia y además sirve de mausoleo para algunos personajes ilustres del Estado, sólo que en el caso de López Velarde, sus restos fueron trasladados del Panteón Francés a la Rotonda de la Ciudad de México en 1963, donde reposan hasta la actualidad. Pero más allá de la actitud del caudillo, lo que hizo Álvaro Obregón, como ha señalado Víctor Manuel Mendiola, es también reflejo de una "disposición en otros planos de la vida social" para abrir los ojos a un estilo alcanzado en "La suave patria", pero también a un mensaje, lo que constituye la recepción del "insólito texto".
De esta forma, López Velarde empezó a ser designado como "el poeta mexicano por antonomasia" y Álvaro Obregón había convencido a un intelectual como José Vasconcelos para que se integrara por entero al nacionalismo revolucionario, venido de la reacción más violenta ―fraguada desde la traición― para desgracia del propio Ramón López Velarde, quien había llegado a la Ciudad de México creyendo en el proyecto democrático maderista y aunque regresó por un tiempo a su amada provincia, quizá obligado ante la represión ejercida por Victoriano Huerta, terminó sus días acaso decepcionado, triste por todo lo que pasó, taciturno maestro de Letras en la Escuela Nacional Preparatoria, seducido aún por la poesía, mujeres de la carretela de la vida, el que llegó a escribir: "Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra que no nazca de la combustión de mis huesos".
Con ese lenguaje ¿puede considerarse moderado a López Velarde? ¿Acaso no abrevó el ideal revolucionario? "Era demasiado católico para ser revolucionario", escribió Enrique González Rojo, un hombre "a la vanguardia del arte", pero "a la retaguardia en la política". Pero esto no es tan cierto como pensaba el hijo de Enrique González Martínez, sobre todo si se revisa su correspondencia, donde se dejan ver sus convicciones políticas más revolucionarias ―al punto de que se arriesgó a pensar, dejando constancia en esas cartas, que la burguesía debía ser despojada de sus privilegios de manera radical― a la par desde luego que sus reticencias públicas, por ejemplo, hacia Emiliano Zapata ―aunque después de asesinado dejara de expresarse negativamente del caudillo, al menos en los periódicos donde colaboró después―; además de sus denuncias, como el tardío señalamiento contra la militarización de las aulas del proyecto huertista (hasta 1915), en un texto-homenaje a Antonio Caso, así como su posterior adhesión a las filas del gobierno de Venustiano Carranza, atacado por quien a la postre lo terminará consagrando.
Un par de meses después de su muerte, en 1921, con la publicación del poema "La suave patria" en un sobretiro de la revista El Maestro, comenzó la popularización del poema hasta lo que todavía es considerado como un rito escolar, efeméride de lo que fue el contexto reivindicativo de la Independencia, promovido por el gobierno ―esto último sin mostrarse de manera explícita, es decir, su función conmemorativa― que López Velarde, por cierto, no desconocía. Al contrario, como intelectual y docente estaba inmerso en los acontecimientos, por lo que de ninguna manera era una situación cómoda. En el caso de "La suave patria", a pesar del contexto de los festejos de Independencia (que en su momento la dictadura de Porfirio Díaz intentó glorificar), se destaca otra fecha: la caída de la Ciudad de México-Tenochtitlán, en 1521.
Se rumora un sobretiro de veinticinco mil ejemplares de "La suave patria" en El Maestro. Otros calculan que fueron hasta setenta y dos mil impresos. Incluso José Emilio Pacheco afirma que fueron cientos de miles. Habría que confirmarlo, mediante un documento original donde se registre el tiraje. Sin embargo, aún solventando esto último, puede haber inexactitud por parte de los críticos o demasiada imaginación, lo mismo en el caso de que el órgano de difusión vasconcelista supuestamente estaba dirigido por José Gorostiza. En este caso, el estudio de Víctor Manuel Mendiola señala que fueron Enrique Monteverde y Agustín Loera y Chávez los encargados de dicha publicación, siendo que miembros del "grupo sin grupo", como el mencionado José Gorostiza y Jaime Torres Bodet, únicamente aparecen como colaboradores en los tres primeros números de El Maestro.
Si bien en ese momento los Contemporáneos tenían ya una presencia importante como poetas jóvenes, esto no se tradujo en un poder central dentro de dicha revista, algo que sí lograrían posteriormente, con las publicaciones de Examen y Contemporáneos, las cuales, auspiciadas por recursos de dependencias oficiales, no vinculadas a la política cultural ―entonces inexistente para publicaciones independientes―, generaron lúcidos debates, acercamientos a la literatura universal, sobre todo la francesa y anglosajona; recibieron censuras de todo tipo, incluso con demanda judicial de por medio (en el caso de Examen),a Jorge Cuesta y Bernardo Ortiz, por parte del nacionalismo reaccionario ―debido a la publicación de un fragmento de la novela Cariátide, de Rubén Salazar Mallén―, así como algunas de las reflexiones más críticas sobre la cultura en México.
Con la publicación de "La suave patria" y su apoyo oficial, se promovió un acercamiento representativo de la poesía escrita en el México después de la Revolución, en tanto hija del pueblo ―mujer cuyo paradigma es la provincia― al que Álvaro Obregón como presidente del país invocara para generar otro ambiente cultural, conciliatorio hacia los sectores divididos de la población (desde la presión de la clase trabajadora, hasta el anticlericalismo y la reacción desbordada que terminó por asesinarlo en su intento de reelección). Esto sin olvidar que el conflicto principal había sido agrario, por el reparto de la tierra desde el paradigma comunitario que reivindicó en su momento Emiliano Zapata, quien no obstante dueño de tierras, reivindicaba la lucha de los pueblos venidos del sur. La perspectiva burguesa desde la cual se consolidó Álvaro Obregón, se propuso crear un inmenso mausoleo, una gran tumba para poner fin a la violencia, al desastre económico y el drama social que la guerra había expuesto. Frente a ello una memoria plausible, equivalente al tamaño del olvido.
Lo que Walter Benjamin, en El libro de los pasajes, asoció a una época de reproductibilidad técnica, con el folletín ampliamente difundido en Europa, sucede con la ideología nacionalista de los años veinte del siglo pasado, que somete a un montaje la obra literaria de Ramón López Velarde. Se efectúa la apropiación del contexto histórico donde el poema se manifiesta, una cuestión muy independiente a la voluntad del autor por dar ese sentido consagratorio a "La suave patria", pero muy conveniente al régimen que buscaba estabilidad política y fundación de instituciones.
La consagración de Ramón López Velarde a partir de su muerte, desde el punto de vista estético-ideológico, muestra que la legitimación de una obra se enfrenta a mutaciones, contradicciones y disputas, lo que define el estatus político de la memoria, en este caso, "La suave patria" es un poema que si bien, como señaló Vicente Quirarte, desacraliza a la noción de patria con la irreverencia del poeta moderno, sigue siendo un poema emblemático, fundacional y susceptible de invocación apoteótica, lo que inconformó a más de un crítico desde los ochenta, como José Joaquín Blanco, en el sentido de que invocar lo superior de la identidad, como "el alma nacional", es algo completamente abstracto. De esta misma forma, quedan de pie los códigos de investidura canónica en México, a propósito de "La suave patria", lo que también había indignado en su momento a Octavio Paz, con respecto al uso de la obra y figura del poeta, en suma, a la autoridad que ejerce, a través de distintos medios, el nombre de Ramón López Velarde.
Se impone el principio de un apostolado, cuando Octavio Paz establece que cualquier poeta mexicano que se digne serlo, debería escribir al menos un ensayo sobre Ramón López Velarde o "La suave patria". Él hizo lo propio con "Los caminos de la pasión", publicado en Cuadrivio. Similar a la conservación de monumentos, que pasan inadvertidos para el ciudadano común, el culto monolítico de la poesía de López Velarde, ha conseguido petrificar el gusto. Así se han ido empolvando las tesis que simplemente confirman la grandeza del monumento, pero no se sabe mucho de la influencia que puede tener un poema como "La suave patria" en el entramado social. Lo que queda es el oro solar de Octavio Paz, quien muere de envidia por la diamantina, el percal y el abalorio con que López Velarde vistió a la patria, desnudándola en la contradicción de su visión moderna, en tanto que para el nobel mexicano se trataba sólo de un "gran poeta menor".
Las circunstancias de "La suave patria" serán siempre abordadas, esa es la condena de sus lectores, lo que muestra un discurso inacabado pero todavía vivo; incluso para Gabriel Zaid es tan abismal el estudio de López Velarde, que se requiere ya un compendio para aclarar confusiones sobre datos históricos y bibliográficos por parte de las publicaciones críticas en torno al poema y al poeta. Esto sucedió la mayoría de las veces por repetición, omisión o falta de investigación exhaustiva, sin descartar el sesgo ideológico, donde las interpretaciones imprecisas se han vuelto lugar común. Se ha interpretado erróneamente sobre todo en lo que respecta a qué sociedad está cantando, si a una colectividad dinámica o conservadora; capaz de transformarse o verse plasmada en el pedestal de lo inamovible.
Lo cierto es que existe una carga monumental de "La suave patria", tanto histórica como ideológica, sostenida de manera incólume, contrastante respecto a otros poemas de López Velarde, no tan conocidos, así como de la poesía mexicana en general, posterior a 1921, subordinados a su canonjía. Esto deriva en serio cuestionamiento: cómo y por qué el poema de "La suave patria" se hace visible para el lector común, ciudadano de a pie, mientras otros poemas que abrevan o niegan esa misma tradición, no lo consiguen.
Debido al evidente peso extraliterario, hay quienes actualmente se preguntan si el poema de "La suave patria" en verdad revela el deseo profundo de volver a la paz; el anhelo de poner fin a la hecatombe y de esta manera contemplar la sociedad mexicana desde otro ángulo, civilizatorio, como su entrada triunfal al progreso moderno. En realidad, esa ha sido una lectura exclusiva de la clase política mexicana, interesada en separar el arte, incluyendo la poesía, de los conflictos y movimientos sociales. Para dar un giro a la pregunta cómoda, el crítico debe entonces cuestionar qué sociedad está planteada en el poema y qué subjetividad anima su discurso poético. No hay que olvidar, por otra parte, describir cómo es el montaje actual que impera sobre la obra y cuáles son los mecanismos de legitimación que actúan sobre ella.
Se puede afirmar que la sociedad dominante ha erigido para la poesía mexicana sus propios monumentos y ha expresado en basamentos su admiración por los grandes poetas, en un intento por perpetuarse. Habría que intervenir en ello, señalando diferencias, como en el caso del poeta Ramón López Velarde, respecto a la construcción de un poema emblemático y una tumba en principio olvidada, pero cuyos restos terminaron en la Rotonda de los hombres ilustres, mientras el poema "La suave patria" fue un himno civilizador —en el sentido con que Nobert Elías llama civilización a un proceso de pacificación de las costumbres— entre los desastres que había dejado la Revolución Mexicana.
Mas lo importante es el texto que retumba en un instante de peligro, el cual se ha vuelto emblema de toda una época. Con "La suave patria", la poesía de López Velarde, así como su tema, una patria íntima, se atempera y sacude su propio ensimismamiento, la mirada pétrea de los monumentos, lectura impasible de lo moderno frente a lo clásico; interpretación a la que ha sido sometida la tradición por sus custodios, los de ahora y los de entonces. Es cuando se rebela el poeta y canta a la mitad del foro.
Debido a esta rebelión, considero que López Velarde logra salir del hermetismo tan acusado y se arriesga, por fin, en el umbral de la muerte, a ensayar un discurso sin triunfalismos retóricos, en un proceso de pacificación ya señalado: el cambio desde sí mismo. Nada mejor que ser un provinciano embelesado con las mujeres de los carruajes de la calle Madero, desencantado del mundo pero pletórico de imágenes, para la realización plena del poeta moderno, al que nada le puede ser ajeno. Una síntesis contradictoria que embriagó sus sentidos y sacudió sus nervios; hasta la combustión de sus propios huesos si no hallaba las palabras adecuadas para decir lo que sentía. No hay misterio en esto relacionando de nuevo a Ramón López Velarde con la subjetividad de Baudelaire, desde la sociedad de la que se apropia el flâneur, esta experiencia se vive en López Velarde por lo que su obra tiene de universal.
Si se compara con el himno nacional mexicano ―en tono mayor― que incita a la batalla, a que la patria tenga un soldado en cada hijo, resulta alternativo el poema "La suave patria" ―en tono menor―. Parafraseando al Bertolt Brecht, Ramón López Velarde es como ese hombre que para mostrar su casa levantó un ladrillo, lo más íntimo y lo único que le queda de la vida que ya nunca volverá a ser. Así Velarde levanta un poema y canta a la mitad del foro, un foro hecho de ruinas donde se concreta un cuerpo: la patria "impecable y diamantina", que ya no es la muerte violenta, sino una muchacha con "la falda bajada hasta el huesito", un no regresar más al edén subvertido, al sonido de la metralla asesina. Un poema sin héroes militares, en un país militarizado, con las mujeres como estandarte y no los caudillos.
Una cosa es cómo algunos poemas son vistos como monumentos y otra indagar si en ellos se aborda directamente el tema. En el caso de López Velarde, está el monumento presente dentro del poema, cuando se refiere a un personaje histórico: "Cuauhtémoc, joven abuelo". Pide permiso para loarlo, le rinde un culto moderno, porque ve precisamente cómo murió: joven, resistiendo hasta el final, a pesar del sitio de Tenochtitlán, la enfermedad y la muerte; así permanece en la memoria colectiva, lo que mantiene su heroicidad "a la altura del arte", lo cual expresa una soledad terrible, atravesada por el pasado, incluso acaso un sentimiento de nostalgia, por lo que pienso que el patriotismo de Velarde no deja de ser romántico, ni su gusto aristocrático. Aquí también aparece un vínculo más entre monumento y documento, donde se destaca la omisión y el silencio hacia otros héroes patrios.
Por las características expresivas del pasaje "Intermedio" del poema, como observa Alfonso García Morales, posiblemente el monumento a Cuauhtémoc de 1887, del escultor Miguel Noreña, ubicado en el Paseo de la Reforma, haya sido un referente directo, sobre todo el relieve lateral dedicado a la Prisión de Cuauhtémoc, el cual seguramente contempló Ramón López Velarde en diferentes momentos. En este pasaje se resume el drama de la conquista. De acuerdo con Rodrigo Gutiérrez Viñuales, este monumento se puede leer como una concesión política del gobierno de un afrancesado Porfirio Díaz "para evitar conflictos" culturales, de clase social, mediante una arquitectura historicista que integra en el discurso monumental y nacionalista "a uno de los representantes más conspicuos del periodo prehispánico". El zócalo donde están las cenizas de los pies del héroe, quemados por la tortura a la que fue sometido, se llena de las oraciones de "católica fuente", según el pasaje, la sumisión del nopal hacia las rosas, flores de Castilla, como también se glosa en el Nican mopohua ―que narra las apariciones de la Virgen de Guadalupe―.
En cuanto al nacionalismo de López Velarde, hay unos borradores del poema, estudiados por José Luis Martínez, donde López Velarde señala que aunque como poeta no escribe México con "x" sino con jota (como han observado distintos críticos), aquéllos que se mezclaron con la "sangre cuatro veces heroica de la raza indígena", no merecen zócalos ni estatuas. No hay padre, pues el "joven abuelo" materno es el verdadero héroe del mestizaje. No es la primera vez que se advierte esta ausencia del padre en el poema de López Velarde por parte de los críticos.
Hay que observar también que esto convive aparentemente sin conflictos con la idea de "raza cósmica" que desarrolla Vasconcelos, lo que conlleva, si no una complicidad, al menos sí una tolerancia hacia el totalitarismo ideológico de su tiempo. No resulta extraño que el proyecto educativo vasconcelista, haya desconocido las otras lenguas originarias y se erigiera el castellano como la única lengua oficial, en un colonialismo cultural todavía vigente, lastre para las comunidades del país.
Hay que subrayar, siguiendo el anterior señalamiento del propio López Velarde, como observa Alfonso García Morales, que existe al mismo tiempo una tendencia contra o anti-monumental en "La suave patria". Desde el ferrocarril que se hace miniatura ante el territorio aún vasto del país ―por lo que no habría que sucumbir ante el lamento por la pérdida de 1847― hasta la "carreta alegórica de paja" del final del poema, que tiene que ver con una fiesta pagana y pobre, donde sucede un sacrilegio erótico —"el dulce sacrilegio de besarte" que apenas intuyó Nervo—, es ahí donde se puede advertir este carácter transgresor de lo monumental.
Los dos objetos, el ferrocarril y la carreta, son los símbolos del movimiento social que ha de emprender el país para ser siempre fiel al espejo diario de la patria. Uno desde el avance industrial, otro desde la religiosidad. Empero, lejos de concebirse como un inmovilismo, el poema valora el tránsito; ideológicamente no busca la conservación de un catolicismo supuestamente amenazado, ni el discurso nacionalista heredado del porfiriato, con su pretensión cosmopolita por un lado y sus reivindicaciones conmemorativas de corte prehispánico por otro ―política cultural de un pasado idealizado, sin que ello repercuta en mejores condiciones para las comunidades indígenas―, sino más bien una "moneda espiritual" de cambio, es decir, como valor de culto para cambiar la idea de una patria monolítica a una patria suave, trueque donde la estatua de Cuauhtémoc termine siendo la cara de un tostón mexicano, el cual depositamos en la alcancía de nuestra "sonora miseria".
Enrique Díez Canedo también es uno de los primeros críticos en advertir este gesto anti-monumental. Destaca que López Velarde supo elaborar en "La suave patria" versos de "curvatura gongorina", en un poema donde la patria no está "coronada de laureles" y se resiste, digamos, al cántico marcial de los himnos, "no es imponente, majestuosa de esa manera". Cita entonces los versos que abren el Primer Acto del poema, donde se expresa este sentido. "Patria: tu superficie es el maíz", nos otorga la imagen de una extensión horizontal, no un montículo. El maíz es el alimento del pueblo, creada por el trabajo humano, intervención de manos campesinas. Se revela todavía un mayor contraste, cuando López Velarde escribe: "tus minas el Palacio del Rey de Oros". Se refiere a las minas donde se saca el metal que a principios de siglo XX aún sustentaba el dinero. En 1916, Carranza decretó la liquidación de los bancos, que debían cubrir en metal la totalidad de sus billetes en circulación, por eso la importancia de las reservas en metal extraído de las minas.
Con el contraste entre la superficie de la patria y las minas que están en el subsuelo, comienza el poeta su descripción de la patria, pero también cómo la concibe. Mientras lo visible es la subsistencia por medio del trabajo humano, tenemos por debajo una riqueza mineral que no pedimos ―como tampoco el petróleo― y que, sin embargo, ha sido la carta afortunada para quienes han terminado por erigir su propio Palacio con el patrimonio del país. Lo que se deja ver de manera velada en el poema, es la explotación del hombre por el hombre, aunque más cerca de la superstición que del materialismo, al mismo tiempo que hace énfasis en contrastar la tradición con lo nuevo.
En el endecasílabo "y el relámpago verde de los loros", la metáfora no sólo es analogía, sino también, diferencia. No sólo el adjetivo sorprendente, sino sobre todo: "identificación entre dos distintas realidades empíricas", como bien señala Enrique González Rojo Arthur, reivindicador de la vanguardia poeticista ―nieto de Enrique González Martínez―, señala que esta forma contradicción-semejanza-diferencia fue muy empleada por el culteranismo, que se identifica en López Velarde a través de Góngora, pero si se hace una lectura de la poesía mexicana, desde Primero sueñode Sor Juana, Muerte sin fin de Gorostiza, La suave patria de Ramón López Velarde y en todo caso hasta Piedra de Sol de Octavio Paz, todos poemas canónicos, verdaderas arquitecturas del lenguaje, encontraremos que hay una lógica en el interior del discurso lírico, a partir del empleo de esta figura y sus variantes, donde prácticamente, en el caso del poema en cuestión, "el verso nos está diciendo que los loros son relámpagos pero verdes".
Entre el azar y el milagro, la patria vive como "billete de la lotería". El poema no nos conduce a la certeza del progreso, pero tampoco a la inacción. Concluye con un consejo, más bien con un último develamiento: "Patria, te doy de tu dicha la clave/ sé siempre fiel a tu espejo diario", lo cual no quiere decir que la patria nunca cambie, sino todo lo contrario: que su rostro coincida con la imagen que tiene de ella misma en constante cambio. ¿Cuál es esa imagen? No el espejo narciso, sino el rosario como una escena repetitiva de rezos y, sin embargo, frente a esta homogeneidad, se alza la metáfora inaudita, más feliz incluso que la patria. Porque la patria podría ser lo mismo que la poesía. Siguiendo ahora los versos finales de Efraín Huerta en su poema "Perra nostalgia", la poesía ―como la patria― "es una santa / laica/ liberalmente emputecida /hasta el cansancio". Retomando "La suave patria", una mujer de todos y de nadie ha sido, antes que nada, un lugar para amar, en donde "al triste y al feliz dices que sí". Soltero de su propia muerte, Ramón López Velarde se entrega a ese ritual, al trueno que es ―en el mismo instante― la ruleta de su vida.
"La suave patria" carece de referencias explícitas para una valoración social de su presente, ahí se encuentra su ventaja estética, pero también su debilidad ideológica, puesto que al no pretender la realización de una poesía social o política, quizá por ello mismo logró la universalidad pretendida y un valor artístico moderno, incluso en el manejo erótico de las evocaciones más abstractas, donde se ejerce el artificio como ocultamiento.
Empero, esto también convino a quienes manipularon el sentido del poema, restringido de manera circunstancial a un ámbito nacionalista, crítico sólo de manera implícita y a través de algunos pasajes, cuyas interpretaciones terminaron siendo patrimonio exclusivo de los grupos literarios ―con los Contemporáneos buscando en el libro Zozobra, la obra poética mayor de López Velarde, en confrontación con los creadores del mito revolucionario, que encontraron en "La suave patria" una creación más excelsa por memorable―. Esto da cuenta de que la obra de Ramón López Velarde ha sido objeto de las apropiaciones y los intereses más diversos.
Si bien la monumentalización de López Velarde se dio en un contexto de nacionalismo instituyente, actualmente el aparato cultural opera en otras condiciones y la necesidad de insumos ideológicos para la legitimación de la obra de arte en general y con relación al estatus político de la memoria en particular, se dirige a la reproducción ya no sólo de un régimen, sino de un sistema capitalista más complejo e ideológico, en su sentido totalitario. Visto hasta aquí el problema, más que una reivindicación de la poesía como discurso plural, relativo, dialógico y cambiante, con esta disputa en torno a la autoridad y legitimidad de la poesía escrita por López Velarde, se expresa el culto al monumento literario de manera vertical, definitiva, autorreferente y unánime.
Como respuesta, se puede pensar de muchas formas el monumento. Lo importante es saber qué hacer con él. Se dinamita o lo tomas y le cambias el significado. Ahí está el punto crítico, es decir, el proceso socioestético de apropiación del monumento y sus dinámicas, donde sin estar institucionalizado como tal, una colectividad puede tomar el monumento como parte de una significación alterna.
Apropiarse de los monumentos alrededor de la poesía mexicana, determinándoles otra función y otra memoria que contraponga el canon como código legitimador, nos regresa al tema de Ramón López Velarde y la cuestión de que el poeta no es quien finalmente erige "La suave patria" como monumento literario, sino que alza su voz como un canto íntimo, que navega entre "olas civiles" y con "remos que no pesan", siendo el Estado y su política cultural los que lo convierten en un poema-monumento, con el peso de un ancla en lugar de remos, en tanto lo elige como representativo de la nación mexicana y su homóloga identidad cultural de donde asirse, en un esencialismo abstracto, que entró muy acorde con el discurso posrevolucionario de su tiempo.
Pensar la poesía mexicana como monumento ha sido, entonces, una tarea desde el poder, por lo que hoy en día es urgente su crítica frontal, echando abajo lo incuestionable, atentos a las poéticas que se encuentren en situación de elaborar interpelaciones al discurso dominante. Tal sigue siendo el caso del poema "La suave patria" que, a pesar de haberse escrito en 1921, por un provinciano como lo fue en vida Ramón López Velarde, aún tiene la combustión necesaria para leerlo desde otra búsqueda, con otro fuego insurrecto, como es la cultura popular, fundamental para revolucionar el arte contemporáneo. 



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