Por Orlando Guillén
Por encima del poder de la anecdótica que ni a magia de carpa llega y porque «Por mi culo que no sé el comején que signifique esto/ Pero alma frente a cuerpo/ Como perro sumergido en perra/ Juro que este instante me destaza/:: me transforma ::», diré con toda la jeta por pie de Mañanita que de lo demás me callo, y por festín de sapo que Mario Santiago en Jeta de Santo es, concisamente, sí, Mario Santiago. El Abate Las Patas. Hasta acá sube el hedor andante del cazador equivocado de su propio blanco, e ingenuo, no inocente; e indefenso vividor que fue de infiernos ciertos en los 2 bolsones de la miseria del mundo reducto a sus andanzas, por aquellos puntos por donde y hasta donde le fue posible patearlos; y por contraparte en «¿Quién eres? Soy 1 extranjero para dios/ para la policía/ para mí mismo», el resuello de su ancha respiración asmática de júbilo simultáneo de amor y de belleza de todo lo vivo que quieras que no te incluye en versos de aristas de metal nervioso que hasta plagiando al prójimo te incluyen y se mueven largos, mayestáticos recargándose en vuelo o al contraerse y disparar, verdes y sinuosos como gusano de muertos o gargajo potencioso de polen de ala de culebra. Aquí está, sí, Mario Santiago, y no el laboreado ficto famoso Ulises Lima que buscarán en vano los afanosos de toda mitificación. No saben tales hurgantes que si hurgan el montón aparcado por los antólogos tampoco lo van a hallar, pero poco o nada les importa: la verdad no es propósito natural de su pesquisa, porque de ellos es la corola de la flor de los pesos medios, a mucha honra y enjundia. Cosa de ellos. O allá ellos. Pero El Abate verdadero no da recurso a la decepción a quienes se lo permiten, y en eso es como un mago borracho dentro de una bola de cristal que se tambalea, cae y se hace añicos que gritan retorciéndose en ojos y espejos diminutos de vida y de conciencia; y a quienes no, les pone cráneo en la recámara la bala dilemática de inventárselo o retornar a la fuente de su progenie que es pública y camino es llano que no cuesta. Y que quienes se queden, que se queden. En todo y no sólo en lo que entre estas líneas se comprenda o se intuya, la verdad no es dinero gratis y sólo os hará libres si la conoceis y sois consecuentes con su conocimiento. Por eso mismo no os la digo y, en cambio, os conmino a que la perrieis allí donde esté o ande. Mario Santiago está en este libro que lo antologa, y eso en sí, que no es mérito porque tal es su deber, es una excepción que rompe el resto de la regla general al día, y deslastra por tanto cualquier fantasmagoría al abordaje. Lo digo en pleno acuerdo en este criterio de a kilo con Mario Raúl Guzmán y Rebeca López. Dar El Abate de carne y hueso humanos, expreso por los hitos poéticos que marcan su andadura antitrágica espiritual, espirituosa y sobre todo real, y dar persona tangible en el patín de la vida, ha sido pues el criterio de los antólogos para seleccionar sustancia sangrienta espiritual de la carne y médula dúctil pero no maleable del hueso de música poético del autor, sin eliminar por exceso de celo chirridos y ripios en poemas que deben estar por razones no musicales (lo contrario sería querer darlo sin evolución y sin defectos y omitir virtudes específicas por defecto de otros, más cuando no existe obra sin defectos, y aquí son útiles muchas veces para soportarse a su escritura libérrima); y así nos entregan, con este libro, de los alrededor de 1500 poemas que constituyen la obra en manos rebequiles de Mario Santiago, solamente 161 que son a esa obra núcleo, cosa imprescindible por distintos motivos, casi diría sin ninguna excepción y quizá sin omisión, porque ahora no me voy a poner a pespuntear detalle y precisar. La edición, de portada sólo para gambusinos tenaces de Eldorados del verso y casi imperceptible al público lector normal, lo cual no creo que sea intencionado, es del Fondo de Cultura Económica, Madrid y no México, lo cual no creo que sea intencionado, 2008. MRG escribió también el prólogo. Su presencia me releva de antecedentes y referencias poéticos y de circunstancia, y de entrar en voluntad y extensión o alcances de estilo. No del todo o quizá mucho menos de intención de espíritu.
Jeta de Santo viene de jeta de Santiago; o sea: es título de autor y es valor añadido a los antologadores que no sea de magín de ellos o de alguno de los dos. Así, aquello que en tanto enunciado revela es revelador sin matices. Indica no una «condición de» sino una «actitud de»: un desplante de Black Shadow enmascarado de plata, un cinismo de moraleja; una disposición a llevar y ostentar en vivo una santidad secreta y abstracta, autoasignada, como jiba de carga concreta porque sí o por güevos de tiranuelo de Narciso. Una ‘santidad’ insoportable, e insostenible para cualquier otro; una ‘satánica-santidad’ de «poeta-dios». Esto que es individual y prófugo, en su propio reino antitrágico se agota y fagocita y fagota: es chicotazo sólo del vuelo de su látigo, por más que quiera o no quiera expandir lo suyo a los demás. Pero para «tener la jeta» extrema de cargar con una mascareta de este tajo a filo hasta la muerte en las relaciones de trato y obra con todo y con todos, hay que tener jeta. Y para jeta la Jeta de Santo de El Abate Las Patas. Y algo más que jeta también. Luego: no quiere decir todo lo dicho que Santiago no fuera «verdadero» en el sentido de «auténtico» sino simplemente que no era santo ni se proponía serlo y sí en cambio ser poeta y con aquella máscara ir a misa negra. Asumir pues gesto y figura y no sustancia de santidad es de hecho o una renuncia o un desprecio a la santidad como proyecto de vida trascendente y de mundo; gesto y figura que borda ausencia de compromisos de práctica y ética. La santidad es ejercicio espiritual y de mundo que como la poesía es cuestión de ser y no de parecer, querer ser o ganar remotos lotes de eternidad en los jardines de muertos metavitales. Es vivir la experiencia de ser divino, de tener en casa a Dios, de ser casa de Dios y vivir Él, ser Él viviendo en ti en la materialidad de la vida concreta; y ello por la vía, que es a paga de la propia, de la renuncia, la humildad y todas las virtudes frugales y por paradoja pródigas que vencen el ego y el deseo mortales por el ego y el deseo de vivir en éxtasis de eternidad en divinidad. Virtudes de desecho desde la soberbia y el orgullo abatesco prójimos a los de Nietzsche, sin embargo para otros a la mano de Utopía, a la mano de locos de una cierta locura de desiertos etéreamente poblados por el poder monstruoso de monstruos fans de la fe. El Abate sólo era un santón laico ebrio monstruoso de la fe poética. Y cínica y lúcidamente conciente de serlo. Para él la poesía vivía en casa de nacimiento, residía en él, y él era si no la poesía sí El Poeta, el que la hacía, El Creador. No se creía como el chileno patapalmonte solamente un pequeño dios por ser poeta sino Dios mismo, El Creador. El poema con que celebra el nacimiento de su hijo se llama en delirio de balcón que no es hipérbole “Dios padre rasga su espíritu santo para contemplar el milagro de Dios hijo”. A que todo esto se entienda mejor, convoco ahora a dos de sus grandes modelos franceses de poeta: Mario Santiago no sólo se tenía por «Satán adolescente» como Rimbaud sino también por el Amante Dios que lo nombra de este modo, creándolo, el Poeta: Verlaine. Tu propio Rimbaud hijo es hijo de tu propio Verlaine padre en tu espíritu santo creador internos. El idilio trágico de estos cuates es ayuntamiento patente y simbólico del mal y del bien -mal y bien mutuamente enamorados e inseparables en la accidentada travesía espiritual del creador mexicano cuya soberbia se ejerce impune como la otra cara, probablemente la única atractiva para él, de la humildad, desde el cuerpo indiferencial en que al tocarse se funden y resuelven los contrarios. Su actitud vital de confrontación y provocación permanentes viene de este arsenal de arsénico y asimismo el derecho que se arroga de arrojar a los mercaderes del templo a la cara las plastas de mierda de su propia miseria en conciencia, mientras él se concede inocencia y raíz de razón de juez inapelable. Porque a diferencia del filósofo citado, El Abate no ahogó en la nada en combate conceptual o en el puro desprecio lo que arraigó en él de la visión cristiana de mundo, y de manera menguada, casi polvo y casi pelo aparece entre los trastos menores de su verso. «Mi único evangelio: el Apocalipsis/ Don germinado/ Excremento de ángel/ Ensalada de Alpha rociada de Omega». Mario Santiago no era un santo. El santo vive en la felicidad de Dios, se sabe creatura y no Creador y ama tan mansamente al mundo que por amor renuncia al mundo. La santidad es, así y por lo antedicho al respecto, un producto y un estado de locura manifiestos. Por la bacha que queda del cerillazo que enciende a Fénix, el prestigio poético de la locura viene, en choque de contradicciones, mucho menos de la creación en estado de locura que de la actitud de vida extravagante de los poetas, pero El Abate no siguió a Hëlderlin porque era muy otro gallo para su corral sino a Rimbaud en esto. Y eso fue axial de su problema: al Abate sólo le podía interesar la locura como condición de la creación y asumirla por actitud en forma de receta rimbaudiana, porque él de loco nunca tuvo un gramo; por el contrario, cultivaba bajo la tapa de los sesos una inteligencia brillante, despierta y apasionada. El desorden general de los sentidos abatesco fue entonces pues actitud y autoinducción. Poeta de halo ego en desmesura de divinidad creadora, necesitaba (y a mordidas y desgarrones, pero los tuvo), tanto del amor femenino como de sus amigos verdaderos... y de prosélitos y acólitos a manera testimonial de corte de los milagros de su mollera poética; y más aún: del reconocimiento social que nunca recibiría en vida, porque había hecho todo para lo contrario. Así lo cuenta Mario Raúl Guzmán: «Su manía de execrar a escritores “consagrados”, apedrearles sus casas llenas de metáforas más inanes que la más caduca de las vanguardias y pintarrajearles las paredes hechas con las obras completas de Octavio Paz, dieron la coartada perfecta a quienes decretaron su inexistencia». Era, por descontado, la suya, una ruta de fracaso y autodestrucción. Por algo he dicho que fue un personaje antitrágico. El ideal trágico enfrenta y sortea toda adversidad pero termina cediendo la vida a la dictadura del Destino -que no avisa cómo ni dónde porque es El Que Es. El ideal de El Abate vivió destino en vida porque vivió su condición de poeta, lo que significa asumirlo, pero la vivió a través de la máscara que se impuso y que se hizo con él y de él fue siamesa, porque toda máscara es persona, y persona con persona se paga. Por eso en la gran final, solo contra todos y solo contra nadie (como El Hombre Que Remolinea La Espada, de Josep Carner), en su tremendo delirio de Destino, El Abate cedió a su máscara, a su imán de taquilla y a la atracción de pancracio de su propio maelstrom, pero ciertamente no al rudo poder enclenque de Los Poderosos del Verso, y briago de toda bebida elocuente bebió hasta las heces los riesgos y las glorias fementidas de su máscara, y fue, campeón sin corona, su primera y su última víctima, cuando ya su muerto había cavado largamente su tumba y llovía sangre coagulada sobre el ring.
Por encima del poder de la anecdótica que ni a magia de carpa llega y porque «Por mi culo que no sé el comején que signifique esto/ Pero alma frente a cuerpo/ Como perro sumergido en perra/ Juro que este instante me destaza/:: me transforma ::», diré con toda la jeta por pie de Mañanita que de lo demás me callo, y por festín de sapo que Mario Santiago en Jeta de Santo es, concisamente, sí, Mario Santiago. El Abate Las Patas. Hasta acá sube el hedor andante del cazador equivocado de su propio blanco, e ingenuo, no inocente; e indefenso vividor que fue de infiernos ciertos en los 2 bolsones de la miseria del mundo reducto a sus andanzas, por aquellos puntos por donde y hasta donde le fue posible patearlos; y por contraparte en «¿Quién eres? Soy 1 extranjero para dios/ para la policía/ para mí mismo», el resuello de su ancha respiración asmática de júbilo simultáneo de amor y de belleza de todo lo vivo que quieras que no te incluye en versos de aristas de metal nervioso que hasta plagiando al prójimo te incluyen y se mueven largos, mayestáticos recargándose en vuelo o al contraerse y disparar, verdes y sinuosos como gusano de muertos o gargajo potencioso de polen de ala de culebra. Aquí está, sí, Mario Santiago, y no el laboreado ficto famoso Ulises Lima que buscarán en vano los afanosos de toda mitificación. No saben tales hurgantes que si hurgan el montón aparcado por los antólogos tampoco lo van a hallar, pero poco o nada les importa: la verdad no es propósito natural de su pesquisa, porque de ellos es la corola de la flor de los pesos medios, a mucha honra y enjundia. Cosa de ellos. O allá ellos. Pero El Abate verdadero no da recurso a la decepción a quienes se lo permiten, y en eso es como un mago borracho dentro de una bola de cristal que se tambalea, cae y se hace añicos que gritan retorciéndose en ojos y espejos diminutos de vida y de conciencia; y a quienes no, les pone cráneo en la recámara la bala dilemática de inventárselo o retornar a la fuente de su progenie que es pública y camino es llano que no cuesta. Y que quienes se queden, que se queden. En todo y no sólo en lo que entre estas líneas se comprenda o se intuya, la verdad no es dinero gratis y sólo os hará libres si la conoceis y sois consecuentes con su conocimiento. Por eso mismo no os la digo y, en cambio, os conmino a que la perrieis allí donde esté o ande. Mario Santiago está en este libro que lo antologa, y eso en sí, que no es mérito porque tal es su deber, es una excepción que rompe el resto de la regla general al día, y deslastra por tanto cualquier fantasmagoría al abordaje. Lo digo en pleno acuerdo en este criterio de a kilo con Mario Raúl Guzmán y Rebeca López. Dar El Abate de carne y hueso humanos, expreso por los hitos poéticos que marcan su andadura antitrágica espiritual, espirituosa y sobre todo real, y dar persona tangible en el patín de la vida, ha sido pues el criterio de los antólogos para seleccionar sustancia sangrienta espiritual de la carne y médula dúctil pero no maleable del hueso de música poético del autor, sin eliminar por exceso de celo chirridos y ripios en poemas que deben estar por razones no musicales (lo contrario sería querer darlo sin evolución y sin defectos y omitir virtudes específicas por defecto de otros, más cuando no existe obra sin defectos, y aquí son útiles muchas veces para soportarse a su escritura libérrima); y así nos entregan, con este libro, de los alrededor de 1500 poemas que constituyen la obra en manos rebequiles de Mario Santiago, solamente 161 que son a esa obra núcleo, cosa imprescindible por distintos motivos, casi diría sin ninguna excepción y quizá sin omisión, porque ahora no me voy a poner a pespuntear detalle y precisar. La edición, de portada sólo para gambusinos tenaces de Eldorados del verso y casi imperceptible al público lector normal, lo cual no creo que sea intencionado, es del Fondo de Cultura Económica, Madrid y no México, lo cual no creo que sea intencionado, 2008. MRG escribió también el prólogo. Su presencia me releva de antecedentes y referencias poéticos y de circunstancia, y de entrar en voluntad y extensión o alcances de estilo. No del todo o quizá mucho menos de intención de espíritu.
Jeta de Santo viene de jeta de Santiago; o sea: es título de autor y es valor añadido a los antologadores que no sea de magín de ellos o de alguno de los dos. Así, aquello que en tanto enunciado revela es revelador sin matices. Indica no una «condición de» sino una «actitud de»: un desplante de Black Shadow enmascarado de plata, un cinismo de moraleja; una disposición a llevar y ostentar en vivo una santidad secreta y abstracta, autoasignada, como jiba de carga concreta porque sí o por güevos de tiranuelo de Narciso. Una ‘santidad’ insoportable, e insostenible para cualquier otro; una ‘satánica-santidad’ de «poeta-dios». Esto que es individual y prófugo, en su propio reino antitrágico se agota y fagocita y fagota: es chicotazo sólo del vuelo de su látigo, por más que quiera o no quiera expandir lo suyo a los demás. Pero para «tener la jeta» extrema de cargar con una mascareta de este tajo a filo hasta la muerte en las relaciones de trato y obra con todo y con todos, hay que tener jeta. Y para jeta la Jeta de Santo de El Abate Las Patas. Y algo más que jeta también. Luego: no quiere decir todo lo dicho que Santiago no fuera «verdadero» en el sentido de «auténtico» sino simplemente que no era santo ni se proponía serlo y sí en cambio ser poeta y con aquella máscara ir a misa negra. Asumir pues gesto y figura y no sustancia de santidad es de hecho o una renuncia o un desprecio a la santidad como proyecto de vida trascendente y de mundo; gesto y figura que borda ausencia de compromisos de práctica y ética. La santidad es ejercicio espiritual y de mundo que como la poesía es cuestión de ser y no de parecer, querer ser o ganar remotos lotes de eternidad en los jardines de muertos metavitales. Es vivir la experiencia de ser divino, de tener en casa a Dios, de ser casa de Dios y vivir Él, ser Él viviendo en ti en la materialidad de la vida concreta; y ello por la vía, que es a paga de la propia, de la renuncia, la humildad y todas las virtudes frugales y por paradoja pródigas que vencen el ego y el deseo mortales por el ego y el deseo de vivir en éxtasis de eternidad en divinidad. Virtudes de desecho desde la soberbia y el orgullo abatesco prójimos a los de Nietzsche, sin embargo para otros a la mano de Utopía, a la mano de locos de una cierta locura de desiertos etéreamente poblados por el poder monstruoso de monstruos fans de la fe. El Abate sólo era un santón laico ebrio monstruoso de la fe poética. Y cínica y lúcidamente conciente de serlo. Para él la poesía vivía en casa de nacimiento, residía en él, y él era si no la poesía sí El Poeta, el que la hacía, El Creador. No se creía como el chileno patapalmonte solamente un pequeño dios por ser poeta sino Dios mismo, El Creador. El poema con que celebra el nacimiento de su hijo se llama en delirio de balcón que no es hipérbole “Dios padre rasga su espíritu santo para contemplar el milagro de Dios hijo”. A que todo esto se entienda mejor, convoco ahora a dos de sus grandes modelos franceses de poeta: Mario Santiago no sólo se tenía por «Satán adolescente» como Rimbaud sino también por el Amante Dios que lo nombra de este modo, creándolo, el Poeta: Verlaine. Tu propio Rimbaud hijo es hijo de tu propio Verlaine padre en tu espíritu santo creador internos. El idilio trágico de estos cuates es ayuntamiento patente y simbólico del mal y del bien -mal y bien mutuamente enamorados e inseparables en la accidentada travesía espiritual del creador mexicano cuya soberbia se ejerce impune como la otra cara, probablemente la única atractiva para él, de la humildad, desde el cuerpo indiferencial en que al tocarse se funden y resuelven los contrarios. Su actitud vital de confrontación y provocación permanentes viene de este arsenal de arsénico y asimismo el derecho que se arroga de arrojar a los mercaderes del templo a la cara las plastas de mierda de su propia miseria en conciencia, mientras él se concede inocencia y raíz de razón de juez inapelable. Porque a diferencia del filósofo citado, El Abate no ahogó en la nada en combate conceptual o en el puro desprecio lo que arraigó en él de la visión cristiana de mundo, y de manera menguada, casi polvo y casi pelo aparece entre los trastos menores de su verso. «Mi único evangelio: el Apocalipsis/ Don germinado/ Excremento de ángel/ Ensalada de Alpha rociada de Omega». Mario Santiago no era un santo. El santo vive en la felicidad de Dios, se sabe creatura y no Creador y ama tan mansamente al mundo que por amor renuncia al mundo. La santidad es, así y por lo antedicho al respecto, un producto y un estado de locura manifiestos. Por la bacha que queda del cerillazo que enciende a Fénix, el prestigio poético de la locura viene, en choque de contradicciones, mucho menos de la creación en estado de locura que de la actitud de vida extravagante de los poetas, pero El Abate no siguió a Hëlderlin porque era muy otro gallo para su corral sino a Rimbaud en esto. Y eso fue axial de su problema: al Abate sólo le podía interesar la locura como condición de la creación y asumirla por actitud en forma de receta rimbaudiana, porque él de loco nunca tuvo un gramo; por el contrario, cultivaba bajo la tapa de los sesos una inteligencia brillante, despierta y apasionada. El desorden general de los sentidos abatesco fue entonces pues actitud y autoinducción. Poeta de halo ego en desmesura de divinidad creadora, necesitaba (y a mordidas y desgarrones, pero los tuvo), tanto del amor femenino como de sus amigos verdaderos... y de prosélitos y acólitos a manera testimonial de corte de los milagros de su mollera poética; y más aún: del reconocimiento social que nunca recibiría en vida, porque había hecho todo para lo contrario. Así lo cuenta Mario Raúl Guzmán: «Su manía de execrar a escritores “consagrados”, apedrearles sus casas llenas de metáforas más inanes que la más caduca de las vanguardias y pintarrajearles las paredes hechas con las obras completas de Octavio Paz, dieron la coartada perfecta a quienes decretaron su inexistencia». Era, por descontado, la suya, una ruta de fracaso y autodestrucción. Por algo he dicho que fue un personaje antitrágico. El ideal trágico enfrenta y sortea toda adversidad pero termina cediendo la vida a la dictadura del Destino -que no avisa cómo ni dónde porque es El Que Es. El ideal de El Abate vivió destino en vida porque vivió su condición de poeta, lo que significa asumirlo, pero la vivió a través de la máscara que se impuso y que se hizo con él y de él fue siamesa, porque toda máscara es persona, y persona con persona se paga. Por eso en la gran final, solo contra todos y solo contra nadie (como El Hombre Que Remolinea La Espada, de Josep Carner), en su tremendo delirio de Destino, El Abate cedió a su máscara, a su imán de taquilla y a la atracción de pancracio de su propio maelstrom, pero ciertamente no al rudo poder enclenque de Los Poderosos del Verso, y briago de toda bebida elocuente bebió hasta las heces los riesgos y las glorias fementidas de su máscara, y fue, campeón sin corona, su primera y su última víctima, cuando ya su muerto había cavado largamente su tumba y llovía sangre coagulada sobre el ring.
Concubinato indesligable
entre el hemisferio-zas
& el hemisferio-cataplum
Contra vendavales e inundaciones
(& en cierta manera a
favor de ellos)
contra casas de puertas cerradas
contra soles agusanados
contra cirrosis más allá
del hígado/
La poesía sale de mi boca,
asoma las narices/ el pene
a lo imprevisto/
el estremecimiento
el resplandor/
& la baba también
& los pelos arrancados a este tiempo
a fuerza de jinetearlo
& desatascarle su rodeo/
& la caspa/ & la petrificación
de tantas de las yerbas & raíces
de este mundo/ que antes de
morderlas nos vemos obligados
a escupir...
La poesía sale de mi boca,
de mis puños, de cada poro
resuelto de mi piel/
de este mi lugar volátil, aleatorio/
testiculariamente ubicado/
afilando su daga/ sus irritaciones
su propensión manifiesta a
estallar/ & encender la mecha
en 1 clima refrigerador
donde ni FUS ni FAS
ni mechas ni mechones
ni 1 solo constipado
que merezca llamarse constipado,
ni 1 solo caso de Fiebre-Fiebre
digno de consignarse en este
mi inmóvil país
ECLIPSE DE SOL EN EL METRO
CORONA DE ESPINAS ELÉCTRICA
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