Entramos al último jalón del año, con la reciente expresión clientelar del PRI conocida como la “cargada”, que puso a Peña Nieto en la candidatura presidencial rumbo al 2012, lo que me hizo recordar que este régimen-dinosaurio sigue vivo, como un mal sueño del que no podemos despertar, aunque los políticos que lo conformaron en sus tiempos de esplendor se vayan muriendo, son sustituidos por discípulos que en muchas ocasiones superan a los maestros, en un cuento de nunca acabar.
En el ámbito de la educación, podemos ver que el estado actual de ésta es un total desastre, pero se nos olvida señalar a los responsables históricos de esta realidad que se nos ha impuesto como el mayor de los lastres. La muerte del cacique sindical Carlos Jongitud Barrios, el pasado 22 de noviembre, recuerda a los disidentes del SNTE tiempos muy oscuros, sólo superados por los de su actual lideresa: Elba Esther Gordillo Morales, cuyo único ejercicio magisterial es el del hurto a la nación, el cual aprendió muy bien de Jongitud Barrios, quien llegó al frente del SNTE en 1974 y fue sustituido por “la maestra” hasta el mandato de Salinas de Gortari, en 1989.
Precisamente el mismo 22 de noviembre, el PRI quedó de nuevo de luto con la muerte de Miguel González Avelar, a los 74 años, quien fungió como Secretario de Educación bajo el mandato de Miguel de la Madrid de 1985 a 1988 y que a la par de su carrera política cultivó la literatura. A decir de unos de sus hijos y también escritor, Nicolás Alvarado —conductor del programa “la dichosa palabra” del canal 22 y entrevistado por el periódico La Jornada—, esto fue una “coincidencia de mal gusto” pues González Avelar, quien se inició al lado de Juan José Arreola en la Casa del Lago, se había distinguido por su honestidad e impulso a la cultura, algo bastante raro dentro del partido. Pero lo cierto es que también el poeta de los palíndromos fue parte de un sistema cuyo semblante autoritario afecta desde luego a las generaciones venideras.
El trabajo educativo de mi abuelo Pablo Xelhuantzi fue parte instituyente del mismo sistema que menciono, aunque dentro de su autoritarismo sé —porque lo conocí— que también era un hombre honesto. Aún estoy tratando de superar su muerte, acontecida en el mes de marzo de este año. Quizá por eso mismo escribo sobre esto. Por anécdotas familiares, sé que cuando nací mi abuelo se había enojado con mis padres porque me habían puesto Arturo Alvar, pero aún así siempre estuvo al pendiente de mi educación. Dentro de su trayectoria burocrática, estuvo al frente de las escuelas normales de maestros, a nivel nacional, siendo entonces camarada de Miguel González Avelar. Cuando estudié en la Escuela Secundaria Anexa a la Normal Superior (1994-1997), a pesar de la dificultad del apellido, más de un maestro al pasar lista y mencionar mi nombre llegó a hablar acerca de la valiosa aportación de mi abuelo, lo cual me hacía respetarlo al mismo tiempo que sentir una carga de responsabilidad mayor en cuanto a mi conducta, porque él era un tanto severo y yo demasiado travieso. Al final de su vida, mi abuelo se quedó con pocos amigos, uno de ellos era Miguel González Avelar, de quien conservaba una cantidad apreciable de libros de poesía —eso que mi abuelo no era muy afecto al género— que yo leí desde la adolescencia. Visitando ahora el viejo librero, me ha gustado en especial uno, titulado: “Atletario”, a propósito de lo que el Semanario Deportivo de Poesía propone a sus lectores, donde el poeta nos plantea distintas disciplinas de manera literaria, haciendo una crítica sutil de la civilización fundada en la violencia, donde escribe:
“El box está aquí para recordarnos quiénes somos y de dónde venimos. Le da un toque de realismo a las olimpiadas. Entre tanta gimnasia artística y nado sincronizado, los violentos puñetazos nos hacen recobrar el conocimiento para observar que afuera de los estadios el mundo sigue su marcha; a mí también me emocionan los fragorosos combates. Sólo que, aceptémoslo, no es la mejor parte de nosotros la que disfruta de las palizas que ocurren en el encordado. Es más bien la que procuramos domesticar desde las primeras edades; ese violento apetito de poner fuera de combate al enemigo aniquilándolo radicalmente”.
“El argumento que esgrimen contra el boxeo olímpico las madres de todos los boxeadores vapuleados, consiste en que es la única competencia cuyo propósito esta en dañar físicamente al adversario; que en tal capacidad radica, precisamente, la superioridad del ganador. Pero podría agregarse este otro. Tan sólo en lo que recobra la conciencia quien ha sido noqueado, en diez segundos o más, alguien ha recorrido lúcidamente cien metros planos y otro se ha elevado con gracia más de dos metros sobre la dura superficie de la tierra”.
Tendríamos que ver si las madres de los poetas que participan en el Torneo de Poesía “Adversario en el Cuadrilátero” opinan lo mismo acerca de la barbarie que implica ver cómo su niño queda tendido sobre la lona con un par de versos bien colocados. El formato de confrontación del Torneo ha sacudido el medio literario, saciando el apetito de competencia que tienen los poetas entre sí, el cual antes del ring se daba debajo de la mesa, por medios extra-literarios; eso era lo que se entendía como la manera “civilizada” de resolver el conflicto; ahora que éste se ha hecho explícito, donde no hay de otra para los poetas más que enfrentarse en condiciones de igualdad frente al poema y a la mitad de la plaza pública. El Torneo me parece, por lo anterior, más cercano a la imagen de la lucha grecorromana que nos da Miguel González Avelar en su “Atletario”:
“Este diálogo carnal, aunque airado; este confuso debate corporal con tema deportivo; las luchas que tanto escandalizan por su ostentosa rudeza son, en verdad, el último residuo de la exquisita cultura del hombre primitivo. ¿Quién ha sabido, en casi un siglo de olimpiadas, de alguien que haya muerto violentamente en estas pruebas? En cambio, en el mismo lapso se puede documentar la muerte, obligatoria y atroz, de más de cien millones de personas en contiendas que no tenían que ver con ellas. Entonces ¿qué resolvemos?, ¿ya alcanzamos la civilidad o quedó atrás de nosotros? (…), estos antagonistas vapuleados que se hacen daño, en verdad, sin malas intenciones; que se saludan inclinando ceremoniosamente la cabeza, nos están explicando con sus rotundos homoglifos lo que debiera ser el límite tolerable para cualquier simposio acerca de la ira”.
En los scouts, a los nueve o diez años, lo que más me gustaba eran las luchas grecorromanas, porque justamente implicaba un espacio para medir tu fuerza frente a otro, sin que ello implicara que te ibas a ganar a un enemigo. Al contrario, generalmente después de la contienda se suscitaba el reconocimiento entre ambos, lo que no sucedía con la violencia en la escuela, donde si alguien te cantaba un tiro, tenías que aceptar y si encima ganabas, siempre venía otro abusivo a quererte desafiar. Por eso Roberto Bolaño cuando llegó a México y le cantaron un tiro en la escuela, aunque sabía que podía vencer —porque su papá era boxeador y le había enseñado—, prefirió empatar.
Alguien como González Avelar, que escribe este tipo de reflexiones deportivas; promotor del ajedrez en México y de la publicación de los clásicos de la literatura, ¿cómo pudo continuar dentro de las filas del PRI? ¿Por qué no rompió con el partido, en 1988, como lo hicieron políticos como Cárdenas y Muñoz Ledo? Porque si bien hay que entender el contexto propio de cada quien, no hay que dejar de hacer una crítica a los valores gregarios del autoritarismo, sobre todo cuando la tradición de una cultura patriarcal subyace en las inercias políticas del presente. Mi abuelo, más tradicionalista, terminó insatisfecho con el país que había construido su generación, pero me temo que si siguiera vivo, optaría por votar por el copetudo mexiquense, menos tolerante al cambio. Para él, me acuerdo, durante el periodo de contienda electoral de 2006, en todo lo malo que pasaba en México, invariablemente tenía que ver Andrés Manuel López Obrador y así me lo alcanzó a decir en el hospital.
Por otra parte, aunque se consideraba a sí mismo como un revolucionario, el poeta Octavio Paz muchas veces también fue “hijo pródigo” del “ogro filantrópico”, quizá siguiendo la tradición del grupo Contemporáneos, que aunque fueron censurados por parte del gobierno en distintas ocasiones —especialmente cuando Jorge Cuesta publicó, en la revista del grupo, algunas fotografías eróticas—, obligados a renunciar a sus cargos en las diversas secretarías de Estado, no dudaron en regresar cuando fue propicio y con el apoyo de amigos funcionarios. Sin embargo, Paz tuvo una relación primero más distante y luego más compleja y orgánica como intelectual ante el Estado. Las obsesiones y aspiraciones que siempre lo acompañaron frente al poder, se condensan en el poema “Nocturno de San Ildefonso” (Vuelta, 1976), cuando escribe acerca del muchacho que es él mismo, caminando entre el San Ildefonso —donde se ubicaba la Preparatoria 1— y el Zócalo, la plaza más pública. Es entonces cuando la retrospectiva se vuelve autocrítica:
El bien, quisimos el bien:
enderezar al mundo.
No nos faltó entereza:
nos faltó humildad
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
soberbia de teólogos:
golpear con la cruz,
fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión obligatoria.
Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
Las clientelas políticas provienen de una tradición patriarcal donde en la familia, desde los abuelos hasta los nietos, han votado por el PRI, pero esto no se ha traducido en un presente de bienestar para la sociedad. Esto pudo ser evidente durante las elecciones del PRI en el Estado de México, lo que puede ser algo representativo de lo que pueda ocurrir en el 2012. Lo peor de todo es la falta de memoria. Si la historia es un error, haría falta empezar a contar las historias de una verdad hecha de lucha y reivindicación de justicia para todos; no de enajenación a partir de la miseria para el enriquecimiento de unos cuantos. Desde luego, no estamos obligados a seguir el paso de nuestros padres y abuelos, pues muchas veces para romper de tajo con la tradición, tenemos que ser bastardos de nuestro tiempo.
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