Colectivo La Piztola
Poesía social en México y América
Latina
Disyuntivas, irrupciones y
disertaciones
Por Arturo Alvar
Hablar
sobre poesía social exige inmiscuirse en un entramado de discursos en disputa,
por lo que reflexionar sobre ella es por demás necesario no sólo en México,
sino dentro del arte contemporáneo globalizado. Alejándose de interpretaciones
unívocas, no hay tanto una definición objetiva como un dispositivo que penetra
en el campo de batalla. La noción de lo social es más compleja que un problema
nominativo, por lo que en lugar de entrecomillar a la poesía social, debido a
la ambigüedad del término o en la imprecisión del adjetivo, la pregunta que
hace implosión en primera instancia es: ¿qué sociedad está planteada en tal o
cuál poética?
La
poesía como el arte, remite a una experiencia, no sólo individual, sino
cultural: colectiva. En la soledad de la ceguera, Homero y Borges conversan,
pero lo que hace posible esto es el lenguaje que, a través de las épocas, los
pueblos y sus lenguas, hace que la humanidad sobreviva a través de la
imaginación y la memoria, con su extensión: el libro. Pero después de tantos siglos,
dice Borges, el lector, no encuentra conmovedora ―función por excelencia del
arte― la historia de un rey, Menelao, haciendo la guerra a los troyanos por una
afrenta personal. Es cuando Borges, quizá sin proponérselo advierte, como
lector latinoamericano y contemporáneo, un carácter social en aquella épica
fundacional para Occidente, cuando afirma que lo que hoy en día de aquella
historia conmueve, no es el canto de los victoriosos, sino la derrota de Troya
y sobre todo la lucha de un pueblo que resiste al asedio de un ejército ―el de
Ulises― mientras la ciudad arde en llamas.
“Posiblemente
estamos hechos para el olvido, pero algo queda y ese algo es la historia o la
poesía”, que para Borges “no son esencialmente distintas”.
Creo
que la ambigüedad de la poesía social no es tanto por la naturaleza de lo
social del lenguaje, sino porque se han diluido las fronteras entre el “arte
social” y el “arte por el arte”. Al respecto, Eric Hobsbawm dice que la
revolución de las vanguardias en el siglo XX fue un proyecto que desde un
principio estaba dirigido al fracaso “tanto por su arbitrariedad intelectual
como por la naturaleza del modo del producción que las artes creativas
representaban en una sociedad liberal burguesa”. Por ejemplo, pienso en Marcel
Duchamp y su ready made de 1917,
cuando coloca un urinario público como obra artística, rompe seguramente con un
concepto tradicional de arte, pero no con el capitalismo. Nunca se lanzó contra
el sistema de producción de objetos que configuró el régimen cultural, sino que
afirmó la realidad oculta de la explotación laboral y la enajenación
tecnológica. La obra adquirió así un plusvalor
con el trabajo de los que habían fabricado ese urinario ―aunque después,
dándose cuenta de esto, Duchamp quiso justificarlo, sin éxito―. Lo que
pretendía ser una postura vanguardista para el arte, simplemente fue un regreso
al arte por el arte.
El
posterior “silencio” de Marcel Duchamp es todavía más contradictorio. En el
abandono de sí mismo al ajedrez, hay ese gesto burgués que declarara el fin del
arte, ya que a decir de Hobsbawm: “casi todos los manifiestos mediante los
cuales los artistas de vanguardia anunciaron sus intenciones en el curso de los
últimos cien años, demuestran una falta de coherencia entre fines y medios”. Recientemente
fallecido, el historiador ubicó al surrealismo como paradigma de las
vanguardias, ya que se planteaba como “una reposición del romanticismo con
ropaje del siglo XX”. Aunque el surrealismo impugnaba el arte “tal y como se le
conocía hasta el momento”, se constituyó un movimiento que además de
revitalizar lo imaginario y colocar al subconsciente en el centro de la
creación, “se sentía atraído por la revolución social”, lo que “significó una
aportación real al repertorio de estilos artísticos vanguardistas”.
En
este sentido, hay una influencia importante del surrealismo en poetas como
César Vallejo y Pablo Neruda, donde aparecen las gestaciones contundentes de
una poesía social en América Latina. Sin embargo, a decir de Hobsbawm, “para la
mayoría de los artistas del mundo no occidental, el principal problema residía
en la modernidad y no en el vanguardismo”. Para el caso, otro de los
poetas que intentó conjuntar estos dos
caminos fue Octavio Paz, siendo que reflexionó ampliamente sobre la modernidad como
“tradición de la ruptura”, es decir, un gesto claramente vanguardista. Por lo
que estas inquietudes no estuvieron del todo separadas del contexto mexicano,
ya que había un cosmopolitismo en los intelectuales que más que cuestionar, era
cuestionado por el nacionalismo autoritario, ya que se le suele decir que en
aquéllos tiempos el gobierno apostaba por el realismo como canon literario,
antes que el medio siglo diera luz a Juan Rulfo y su Pedro Páramo.
En
la producción poética de Octavio Paz existe un diálogo directo con el
surrealismo, tanto en la propuesta estética como en lo político. En lo poético,
la influencia de Stéphane Mallarmé se encarnó en Paz a través de poemas
circulares como Blanco, mas la
sensualidad y lo erótico tienen el signo surreal de la exploración onírica, que
rompe con el simbolismo. En cuanto a las tendencias políticas de juventud, ya
desde los años treinta, cuando conoce a André Bretón en plena guerra civil
española, el poeta acude al Congreso de escritores antifascistas (junto con
Vallejo y Neruda) y se asume como un escritor revolucionario, aunque es sabido
el distanciamiento ideológico que Octavio Paz tuvo a la postre con la izquierda
y el socialismo, así como, en el terreno artístico, la afirmación suya de que
“el periodo propiamente contemporáneo es el fin de la vanguardia”, ya en la
década de los setenta. Aunque el poeta solar haya tenido lúcidas revelaciones
de poesía social, sobre todo en obras como Pasado
en claro ―de tono más reflexivo y crítico, que lo sitúa en un contexto―, actualmente creo que no es leído tanto desde
una lectura preocupada por encontrar el carácter social de su obra, sino en la
propia legitimación canónica con máscara de liberalismo, de aquéllos que buscan
por decreto divino ser sus herederos.
Con
la caída del socialismo, es cuando algunos intelectuales imperialistas como
Francis Fukuyama, ―quizá siguiendo la lógica de Duchamp para el arte―,
declararon incluso el fin de la historia. La disolución del “arte social” y el
“arte por el arte” se hacía más plausible con el arribo de las nuevas
tecnologías. Si para Walter Benjamin, con los avances técnicos el Cine se había
situado en el escenario central de las artes, mientras que la literatura había
pasado a ser un género marginal, para Eric Hobsbawm, hacía finales del siglo XX
la tecnología no sólo provocó que el arte fuera omnipresente, sino que
transformó la percepción de sí mismo y de la sociedad en su conjunto, en donde
“cualquier intento por asimilar la obra de arte en su reproductibilidad
técnica, ―esto es, de creación más cooperativa que individual, más técnica que
manual― con el viejo modelo del artista creativo individual, que sólo reconocía
su inspiración personal” se dirigía inexorablemente al equívoco, pero también a
una deshumanización progresiva.
A
decir de Walter Benjamin, citado por Hobsbawm, el París de los surrealistas era
un “pequeño mundo”, pero también lo era el mundo entero, ya que para el crítico
literario tampoco había gran cosa fuera. En la ciudad las luces encontró muchas
veces en la encrucijada de los carrefours,
donde centelleaban, espectrales, las señales de tráfico, haciéndose en todo
momento visibles “analogías inimaginables e imbricaciones de sucesos”. Este es
el espacio del que da cuenta, a decir de Walter Benjamin, la lírica del
surrealismo. Pero cuando el fascismo entró a París, izó su bandera y comenzó la
resistencia, nada tuvo qué decir la vanguardia, ya que si en el fascismo no se
podía admitir siquiera, como dice Cesare Pavese, un calor humano, “menos aún
que nos buscásemos simplemente a nosotros mismos”.
El
poeta Enrique González Rojo Arthur, en su libro Reflexiones sobre la poesía, considera que el surrealismo en
realidad debería llamarse “suprarrealismo”, debido a que “con la ilogicidad de
su mensaje no pretendía tanto hacer añicos lo real, cuanto crear una nueva
realidad, supuestamente superior a la realidad común”. Esta obsesión por lo
nuevo en las vanguardias, ha sido muy criticado por González Rojo Arthur, pero
lo que terminó por distanciarlo definitivamente del surrealismo “fue la
exclusión de la realidad en la creación”. Lo anterior lleva como propuesta, con
trasfondo filosófico, que la poesía también tiene un “carácter cognoscitivo”,
ya que “no sólo produce un placer estético, sino que nos permite conocer y conocernos”.
De
esta manera, dentro de su experiencia como poeta de más de ochenta años, es
decir, que atravesó una buena parte del siglo XX mexicano, Enrique González
Rojo Arthur, nieto del poeta Enrique González Martínez ―miembro de la Academia
de la Lengua en 1932, uno de los fundadores de El Colegio de México al
siguiente año, candidato a Premio Nobel en 1949― e hijo del poeta Enrique González Rojo ―que
perteneció a Contemporáneos, quizás
el más influyente grupo literario, pero murió joven― declara que se necesitaría
hoy en día “un arte realizado con gran respeto y exaltación por lo
intrínsecamente artístico, pero sin inmolar al contenido y sin dejar al
significante ausente de significado”, reivindicando así, en actitud
conciliatoria, que el “arte social” está incompleto sin el “arte por el arte” y
viceversa; propone así una inspiración secular, “que no es sino un producto
humano”.
El
poeticismo ―grupo al que perteneció González Rojo Arthur en su juventud, junto
con los poetas Eduardo Lizalde y Marco Antonio Montes de Oca, hacia 1949― se
acercaba al creacionismo por su “inquisición sobre el crear”, es decir, un
cuestionamiento sobre el poetizar,
más que innovar por innovar. Esto hizo que González Rojo Arthur tomara
distancia de la interpretación idealista de la inspiración como médium entre la divinidad y el poeta. En
consecuencia, la metáfora de Vicente Huidobro de que los poetas son “antenas
para captar a Dios” quedó rebasada con la franca actitud hereje de González
Rojo Arthur cuando escribe: “el único dios que hay en el mundo, se haya en las
manos del poeta”. Por eso es entendible que González Rojo Arthur también
entrara en contradicción con el surrealismo, ya que a decir de Arnold Hauser, con la escritura automática, este movimiento de vanguardia
expresaba su creencia de que “una nueva ciencia, una nueva verdad y un nuevo
arte surgirán del caos”. La propuesta de un pensamiento sin censura de tipo
racional, moral o estética, según el historiador, se suscitó “porque imaginaban
que con ello habían descubierto una receta para la instauración del viejo tipo
romántico de inspiración”.
Siguiendo
a González Rojo Arthur, en nuestro tiempo si se pudiera ubicar un momento de
distinción entre la poesía a secas y la poesía social, éste sería cuando la
expresión poética intentara salir del “arte por el arte” y hasta cierto margen
lograra incidir en los procesos colectivos. Poeta que ejercita este deporte, el
de una poesía social, es un pez fuera del agua, que no sólo ha aprendido a
nadar a contracorriente, como buen salmón, el clásico “Ulises de todos los
regresos” como escribe José Gorostiza; sino que ahora tiene que ponerse muy
buzo, abrirse las escamas y colocarse la poesía como escafandra ante la
asfixiante realidad, que en principio nada tendría que ver con ella y sin
embargo, aparente escapista, ajena a los sucesos colectivos, la poesía se
“atempera” y se sacude el ensimismamiento a la que ha sido sometida por los
custodios de la tradición.
La
ambigüedad sobre el papel del arte contemporáneo en la sociedad, empero,
continúa sin dirimirse y deja mucho que desear, cuando esas fronteras diluidas
hacen que el arte, en un momento comprometido, no sólo con él mismo sino con
algo que pretendidamente estaría más allá de él, al otro instante ya no sea
sino un dispositivo más de control que se vende como novedad incesante, ya sea
por parte de una cultura de masas en expansión, configurada por el ascenso de
una derecha que se ha vuelto hegemónica, es decir, con muy pocos contrapesos
―siguiendo a Roger Bartra― como por una recargada “alta cultura” de élites que
impulsan una cultura global de naturaleza despótica, aprovechando con creces el
consumo de los bienes culturales.
Con
lo anterior se impulsa un nuevo orden del arte dentro del capitalismo
contemporáneo, monopólico y multicultural. Un mercado que, en el caso de la
poesía, antes que volverla negocio editorial, apuesta más por una “nueva”
sacralización del canon como dispositivo de legitimación cultural. En todo
caso, tanto las interpretaciones que deshumanizan la obra poética y la
convierten en adorno, así como las visiones utilitaristas y dogmáticas que
convierten al poema en panfleto o en tesis académica, hacen constatar que lo
social en el arte es una discusión vigente y colmada de conflicto.
A
Octavio Paz le parece sospechosa la idea de un arte comprometido con una causa.
Ortega y Gasset por su parte vez dijo que las ideas más arraigadas son también
las más sospechosas. Y es que Octavio Paz arremete contra la visión de ver a la
literatura supeditada a un partido, una iglesia o un gobierno. En ese orden,
pues la identifica con una actitud doctrinaria, que tiene como fin “someter al
arte y a los artistas”. En este sentido, coincide con Borges cuando recomienda
a los lectores de la Comedia prescindir de la querella entre los güelfos y los
gibelinos, cuando las opiniones de Dante no son tan importantes como los
alcances del lenguaje que Borges considera auténticas felicidades. El
distanciamiento de Paz con la doctrina del “arte comprometido” no es en el
sentido estético, sino por una “repugnancia moral”. En el sentido que Paz
considera lo estético, el código sigue intacto y las catedrales y sacerdocios
con los que la poesía mexicana ha comulgado, se siguen erigiendo sobre las
ruinas de nuestra memoria. Habría que preguntarnos precisamente acerca de qué
iglesia, qué partido y qué gobierno está planteando cierta poesía social,
frente al estigma que ha considerado con frecuencia al arte comprometido, al menos
en el siglo XX, como una expresión del “arte oficial y una literatura de
propaganda” como la encasilla Octavio Paz y de ahí en adelante la estirpe de
sus herederos intelectuales, cuando es precisamente lo contario. Lo que sucede
es que Paz cuando problematiza esta cuestión en “El ogro filantrópico” está
pensando sobre todo en el “realismo socialista”, incluso afirma que la
literatura comprometida ha sido confesional y clerical, mientras que el arte
rebelde del siglo XX “no ha sido el arte oficialmente revolucionario, sino el
arte libre y marginal de aquellos que no han querido demostrar sino mostrar”.
Por
otra parte, si el problema del compromiso revolucionario del artista se reduce
al viejo dilema de la forma y el contenido ―al cómo y al qué de la poesía
que alude González Rojo Arthur― Walter Benjamin por su parte advierte que el
problema no va a ser solucionado, ya que el debate acerca de la relación donde
mejor coexistan la “tendencia de creación literaria” con su “calidad” es estéril si no se toma en
cuenta otro elemento: la técnica como una variación importante. El tratamiento
dialéctico dentro de una crítica materialista, le permitió a Walter Benjamin
reflexionar sobre la obra de arte dentro del “conjunto vivo de las relaciones
sociales” en la medida que considera a la técnica como punto axial. En este
sentido, la técnica con que ha sido elaborada una obra es capaz de dejar
evidencias que hagan que el arte pueda ser superado, propiciando con esto, en
el caso de la literatura, que los lectores se vuelvan futuros escritores, así
como en el caso de las demás artes: que los espectadores sean futuros
creadores, lo que a mi parecer implica una democratización del campo artístico.
Lo
anterior identifica el progreso técnico con un proceso desacralizado de los
códigos estéticos y políticos. Sería, por tanto, en lo endógeno de la obra
donde encontraríamos su sentido revolucionario y no tanto en el “compromiso”
que el escritor establezca con una causa externa ―incluso de izquierda― donde
la tendencia sería correcta en la medida que el autor acertara con la técnica.
¿Cómo hacerlo? A partir de que el autor dimensione su papel dentro del modelo
de producción capitalista. De acuerdo a lo anterior, el vanguardismo de Walter
Benjamin corresponde, desde luego, a las aspiraciones transformadoras de su
momento; a su circunstancia específica donde dos paradigmas apostaban
ideológicamente el todo por el todo, donde el arte era visto también como un
campo minado en el cual podrían avistarse cambios, pero también peligros en
estado latente.
Si
la poesía connota la dominación cultural del lenguaje, asimilando los discursos
de una lógica hegemónica, la poesía social denota la estructura autoritaria de
ese mismo lenguaje, siguiendo a Roland Barthes. Esto es: lo denuncia y confronta,
en una lógica liberadora. Se rompe entonces con el binomio, límite de lo
individual frente a lo colectivo, haciendo posible que los símbolos se vuelvan
inteligibles. ¿Inteligibles para quién? ¿Para los propios intelectuales? Con razón dice el poeta Cesare Pavese
que “proponerse ir hacia el pueblo es, en definitiva,
confesar una mala conciencia”, más cuando el pensamiento fascista parte del
populismo hacia los desposeídos.
Es
cierto que el desafío para muchos intelectuales ha sido llegar al pueblo,
transformar la sociedad desde abajo, ahí donde recae la dominación, pero es ahí
donde se incuba la trampa. Parece contradictoria la noción de pueblo asumida
por la colectividad y la de los intelectuales, sobre todo cuando Ortega y
Gasset habla de la cultura como una inteligencia del pueblo para enfrentar sus
problemas. ¿Pero cómo hacer llegar al pueblo la poesía? ¿Y sería lo mismo que
preguntarse y preguntarle a otros cómo llegar a la poesía del pueblo? En este sentido, al mismo tiempo la poesía
social además de testimonio, buscaría poner de relieve el carácter autoritario
de la realidad de todos los días, por ejemplo: la rebeldía frente al opresor,
es decir no la bestia kafkiana azotándose a sí misma para ser su propio amo,
sino la búsqueda elemental de justicia. En este sentido, el poeta Cesare Pavese
arroja más luces sobre lo anterior cuando escribe en torno su experiencia con
el fascismo italiano:
“Las señales
dispersas que en los años oscuros recogíamos de la voz de un amigo, de una
lectura, de alguna alegría o de mucho dolor, ahora componen un razonamiento
claro y una cierta promesa. Y el razonamiento es este: nosotros no iremos hacia
el pueblo. Porque ya somos pueblo, y todo el resto es inexistente. Iremos,
cuando mucho, hacia el hombre. Porque el obstáculo, la corteza que hay que
romper, es ésta: la soledad del hombre, la nuestra, la de los otros”.
Pero
al mismo tiempo, habría que tomar en cuenta a Walter Benjamin y preguntarnos
qué técnica, a través de su capacidad de producción y reproducción, puede
modificar los códigos de desigualdad cultural que lleva implícita la obra y sus
contenidos. No a partir de un yo,
pero tampoco un tú, sino desde la
construcción de un nosotros ―del que
habla Pavese y el filósofo Carlos Lenkesdorf, como abordaré más adelante― que
conlleva en sí una postura ética y una visión del mundo, tanto en el autor como
en el lector, para establecer otra relación con aquella realidad impuesta a
través del régimen de representaciones, reflejos y fantasmagorías que proyecta
el sistema capitalista.
Este
proyecto hace de la poesía social un dispositivo de lenguaje muy peligroso para
el estatus quo, en pugna por un canon
tradicional dominante, cuya poesía social se ha visto limitada al marco de
confrontación entre los nacionalismos recalcitrantes y los voluntarismos
cosmopolitas. Al hablar sobre lo que ocurre en México, no resulta tan
conveniente ―estribillo vanguardista― anunciar la muerte de la poesía, pues estaríamos dando pie incluso al imaginario
de la resurrección, tomando en cuenta que la lógica de dominación cultural
hacia el pueblo parte de la religiosidad como control político. Al pueblo se le
ha impuesto no sólo el símbolo de la cruz, sino también, al menos en nuestro
país, un control clientelar que se parece a tener fe en otra vida ―siempre y
cuando haya pan y circo―. Es mejor, pues, que la poesía sea insurrecta y se
mantenga viva. No es que sea inmortal, sino que la poesía es una dimensión
imaginaria que sobrevive y forja la memoria colectiva. Mejor que adecuarla a
una legitimación de símbolos dominantes que han configurado el discurso
literario, el campo de lo hispánico, en América Latina, a través de la
imposición de sus cánones. Así que Lázaro, no te levantes, no te conviertas en
un zombi, mejor quédate ahí donde estás.
No
parece extraño, entonces, que en nuestra literatura la noción de lo
iberoamericano sea coherente con las opiniones de los “contados” críticos de la
poesía social escrita en nuestro país, quienes ven en la península ibérica un
punto de partida para canonizar cierta poesía social que se escribe desde la
actualidad, esto es, la sociedad que está planteando el canon poético
dominante. En México, existen poetas que legitiman la sacralidad de su arte.
Reparten premios y castigos desde el poder del Estado, aún a costa de que el
espacio social de la poesía quede reducido a unas cuantas islas solitarias,
evocaciones de los carrefours que
describió Walter Benjamin. En este sentido, abrir espacios para la poesía es
detonar los mecanismos para la creación de una poesía social sin comillas, que
pueda ser útil ante la inutilidad de declaraciones que tratan de ser
definitivas, de dar el carpetazo sin interpelaciones. Hay quienes incluso
afirman la muerte de la poesía, como una variación a la idea nietzscheana de la
muerte de Dios. La relación teleológica se instaura y el canon configura una
poesía social que se apropia de la divinidad como recurso para llegar al
pueblo, otorgándole al poeta un “aura” sacerdotal. Dentro de esta lógica, no
hay necesidad de lectores, basta con el regodeo del intelecto, asociar
precisamente el arte a lo mental y al fetichismo del objeto que propugnaba
Marcel Duchamp.
En
este sentido, es necesario irrumpir con otro tipo de crítica. Sin embargo,
muestra de ese colonialismo mental que campea en las letras mexicanas desde
hace tiempo, es Iván Cruz Osorio, quien a falta de referentes teóricos sobre
poesía social en México, en un ensayo sobre el tema, publicado en la revista Alforja en 2006, comienza citando a
Leopoldo de Luis, un crítico español, quien identifica la poesía social con el
testimonio de carácter denunciante, situándola “en el aquí y el ahora”,
enunciando preceptos que luego Iván Cruz Osorio considera más un “ideal
poético” que una realidad, afirmando que tanto el testimonio como la denuncia
han caído en “largas y discursivas diatribas contra el tirano”. La perspectiva
reduccionista del crítico está engarzada más a la tradición iberoamericana que
latinoamericana; a la experiencia de los europeos y de sus filias con “lo
hispánico”. Planteando, en suma, un discurso teórico colonizado.
Tampoco
es extraño, en cuanto al particular gusto estético de Iván Cruz Osorio, que
comience su selección con un poeta que no es mexicano, precisamente para hablar
de poesía social y mostrar que no hay tal cosa en México, a no ser una simple
curiosidad, aun cuando sí retoma la tradición latinoamericana, al menos como
lector de poesía. En cuanto al aparato crítico y la selección de poetas, toma
una sola muestra y la presenta como búsqueda exhaustiva, pero más bien el
método ha sido excluyente, si tomamos en cuenta el universo de posibilidades
que nos da el panorama poético mexicano. He ahí el punto más cuestionable de su
crítica. Su referencia teórica más cercana remite a la poesía surgida en la
España de la posguerra, la del desarraigo, más que a una experiencia mexicana;
mientras que sus referentes poéticos se encuentran fijos en el contexto
latinoamericano.
Tal pareciera, entonces, que la discusión sobre poesía social
en México sólo encuentra asidero en las reflexiones sobre las poéticas de
españoles que vivieron la posguerra. El trascendentalismo de T.S Eliot es una
salida fácil del crítico cuando afirma que, sin importar los compromisos del
poeta, tarde o temprano ocurrirá lo que sucede con toda obra artística:
“sobrevivir o no al juicio del tiempo”, una visión recupera la idea de un
destino para la poesía, es decir, la instauración del paradigma teleológico,
los que implica una sacralización tanto del campo estético como del papel de la
poesía para incidir en el orden social. De manera que si se discute en México sobre
la existencia o no de una poesía social, deberíamos intentar acudir a
referentes propios. ¿O es que la crítica, que implica réplica, como se suele
advertir, es inexistente? Mas cuando vemos que los acontecimientos están
marcados con sangre, narrados por la historia de los vencedores, es donde
advertimos que el “juicio del tiempo” no es una categoría sempiterna, sino una
construcción histórica y un mecanismo de control, por lo que hay que irrumpir
en su aparentemente perpetua continuidad.
¿Cuando
surge, pues, la poesía social en México? Esta pregunta nos lleva a otras dos
esenciales: ¿Cuándo empieza México, cuándo se perdió México? La poesía social,
que nace precisamente de la sociedad, deja evidencia a partir de un documento,
siendo que también nace de la herida misma de la conquista; del fin de una
época y el comienzo de otra; del desamparo y la agonía. En aquellos días donde
los últimos poetas nahuas, los Cuicapique,
cantaban el fin del mundo. No deja de resultar interesante que haya un común denominador, un telón de fondo de realidad, en donde
la poesía social puede aparecer: la catástrofe, como fue la guerra civil que
llenó a España de cadáveres entre 1936 y 1939, calculando medio millón de víctimas,
donde a decir del historiador Antony Beevor: “los republicanos intentaron poner
orden en sus filas y evitar la barbarie. Los militares rebeldes, en cambio,
alentaron el horror. Fueron inmisericordes y la guerra la ganaron los que no
tuvieron piedad”. La deshumanización del otro es el colapso, las ruinas que se
amontonan y se superponen, donde el progreso no nos deja ver más que a un ángel
horrorizado y caído, el ángel de la humanidad de Walter Benjamin.
En este sentido, los Cuicapique fueron testigos del ocaso de una cultura: nuestro
holocausto mexicano. “Los últimos días del sitio de Tenochtitlán” traducido por
Ángel María Garibay, es un poema del siglo XVI, el cual parece ser escrito en
el momento de que los indígenas sometidos estaban siendo obligados a erigir una
nueva ciudad (1523-1524), con los escombros de la antigua. Quien lo escribió,
probablemente cargaba con su piedra y al pie de la pirámide que estaba siendo
derruida, hizo llegar un testimonio de sobrevivencia, el canto en medio de las sombras,
cuando el imperio del sol acaece:
“Y
todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos. Con esta
lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados. En los caminos yacen dardos
rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos
tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están
salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las
bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre”.
Hasta aquí el poema describe la escena:
los vencidos sienten una mezcla de admiración y angustia. Es un mundo trágico
del que da cuenta el nosotros
actuante, una invocación inicial que seguramente formaba parte de la retórica
indígena. Si el autor era un poeta indígena, tuvo que aprender la escritura
alfabética en esos años, en medio del horror y de la muerte. El asombro por una
técnica que modificaba completamente la manera de escribir poesía, se mezclaba
con la angustia de lo inexorable y el olor putrefacto de los cadáveres. No era
simplemente una cuestión de asimilar una técnica distinta de escritura, la
alfabética, abandonando los ideogramas, pues como señala Martin Lienhard, la
"irrupción de la cultura gráfica europea fue acompañada por la violenta
destrucción de los sistemas antiguos”. De esta manera, los europeos “se
encontraban convencidos, por su propia práctica, de la existencia de un vínculo
orgánico entre la escritura y un sistema ideológico-religioso”.
El poema precisamente sobrevive hasta
hoy porque fue escrito alfabéticamente y no en ideogramas, quizás sabiendo el
autor que la única manera en que lograría trasmitir su mensaje era de esta
forma aprendida, extraña, lo que no deja de ser un logro de técnica, pues ya se
advierten las figuras de un tropos sincrético. Sin duda el poema náhuatl fue
escrito en circunstancias dramáticas. Lo que empezó por ser una descripción
angustiante, termina siendo una metáfora que sintetiza, con toda su belleza, un
mensaje desolador: nuestra única herencia, la herencia mexicana, es la soledad.
La de cada uno y la de una colectividad que, abandonada por los dioses, se
busca incesantemente, como en una noria, pues como dijo Walter Benjamin, un
documento de cultura también es un documento de barbarie.
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo, pero
ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
Golpear los muros es entrar en la
hecatombe, a una épica de la derrota. Ese nosotros
no tiene el carácter bélico y triunfalista de los cantos solares, sino que se
siente profundamente abandonado; tiene hambre y se conmueve por lo que pasa
alrededor. Ha sido sometido, pero sobre todo, en este poema aparece la “red de
agujeros” como una revelación de que los mismos dioses, cimientos de las
creencias del antiguo pueblo mexicano, eran tan falsos como lo era que aquellos
hombres de armaduras resplandecientes fuesen seres divinos. No: también eran
bárbaros. Ese descubrimiento asombra al mexica que estaba siendo conquistado y
otorga una imagen desencantada del mundo religioso. Sobreviene el embargo y el
oprobio, la historia como lucha pero también como condena, irrumpiendo en la
continuidad de universo. El español le ha puesto precio al indígena, lo ha
arrojado a la miseria; lo ha despojado de sus tierras y ha enfermado a sus
hijos. Son momentos donde el discurso histórico se rompe y adquiere una
dimensión crítica: el otro se ha vuelto un objeto, una mercancía.
Hemos comido palos de colorín, hemos masticado grama
salitrosa, piedras de adobe, lagartijas, ratones, tierra en polvo, gusanos.
Comimos la carne apenas sobre el fuego estaba puesta. Cuando estaba cocida, de
allí la arrebataban, en el fuego mismo la comían. Se nos puso precio. Precio
del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella. Basta: de un pobre era el
precio/ sólo dos puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco; sólo era nuestro
precio veinte tortas de grama salitrosa. Oro, jades, mantas ricas, plumajes de
quetzal, todo eso que es precioso, en nada fue estimado…
De esta manera los Cuicapique, contemplando el final de una época, fueron capaces de
no renunciar al silencio y dar testimonio de su tiempo. A pesar de tanta
destrucción, queda la palabra como encuentro con el otro, ya sin dioses; sólo humanos
en demasía, cuyo tema fue el despojo, así como la falta de
aprecio del conquistador por aquellas cosas que para el indígena son preciosas,
como la poesía. Esta visión contrasta con la de Octavio Paz, para quien si bien
es cierto que “la heterodoxia frente a la tradición castiza española es nuestra
única tradición”, esto no precisamente es por los Cuicapique, sino porque “apenas el español pisa tierras americanas,
trasplanta el arte y la poesía del renacimiento”. Para Octavio Paz, “al otro
día de la conquista, los criollos imitan a los poetas más desprendidos de su
suelo, hijos no sólo de España sino de su tiempo”, puesto que la conquista
había sucedido en un momento de seducción o apertura en España, aun cuando la
experiencia de los peninsulares era la expulsión definitiva de los árabes como
la afirmación de una nación, con la Santa Inquisición como la primera
institución moderna, a decir de Enrique Dussell.
Sin embargo, ese “al otro día” que plantea Octavio
Paz, es como si omitiéramos ciertas páginas de la historia, en una continuidad
temporal sin rupturas ni sobresaltos, donde “la forma abstracta y límpida de
los primeros poetas novohispanos no toleraba la intrusión de la realidad
americana”, esto sin tomar en cuenta, por desprecio o desconocimiento, a los
indígenas sometidos, que durante aquellos años no sólo levantaron las iglesias
y los palacios coloniales, sino que lograron trasplantar ciertos modelos
estéticos que los criollos después asumieron para elaborar un posicionamiento
más claro, así como también un pensamiento independiente. El pasado
sale a relucir desde el fondo y Octavio Paz termina aceptando que el barroco no
pudo desdeñar los efectos estéticos que ofrecía, casi en bruto, todos esos
materiales”, refiriéndose a la imponente naturaleza y “aún al indio mismo”.
Únicamente cuando los europeos atestiguaron su
propio holocausto, los campos de concentración y genocidio nazis, fue que un
pensador alemán como Teodoro Adorno alzó la voz desde el exilio y declaró que
después de Auschwitz ya no era posible hacer más poesía. Fue un pensador de lo
social y no un artista de vanguardia (como Marcel Duchamp), quien puso el
acento sobre la denuncia de un hecho histórico para declarar el fin del arte ―y
no a partir de la devoción por el objeto―, con la intensión de que atrocidades
como ésta nunca más volvieran a repetirse.
Pero hay que decirlo, no fue sino hasta que la
matanza sistemática de un pueblo y los intentos para su aniquilación, se dieron
en el corazón mismo de Europa, que se empezó a reflexionar sobre la importante
relación ética que hay entre el arte y la vida. Desde luego, el carácter
testimonial de nuestra poesía es diferente y antecede a la tradición poética
española del siglo XX, si bien nuestra
experiencia como latinoamericanos se encuentra atravesada por el colonialismo.
En un gesto completamente distinto, el poema náhuatl sobrevive al genocidio de
manera anónima, pues dentro de la tradición indígena no tenía sentido preservar
al autor individual, sino la obra, siendo que la palabra Cuicapique designa a los poetas, es plural; sobrevive no por el
dictado de un punto final, sino haciendo visibles los puntos suspensivos de la
historia.
La poesía social en México, por contraste, tendría
que hacer visibles no sólo los puntos de la historia, sino también nuestras
propias palabras. Disparar no sólo al futuro, como propugnaron las vanguardias,
sino desdoblarnos en el pasado que es, parafraseando a Octavio Paz, la
presencia de los símbolos, los cuales (en principio inaudibles) terminan por
hacerse transparentes. En este sentido, Octavio Paz creía encontrar algo
rescatable incluso en Duchamp, puesto que, independientemente de su inflexión
burguesa y arrogante: “nos ha mostrado que todas las artes, sin excluir a la de los ojos, nacen y
terminan en una zona invisible. A la lucidez del instinto opuso el instinto de
la lucidez: lo invisible no es oscuro ni misterioso, es transparente”.
Siguiendo
esta línea, la poesía social deja más presente que porvenir. Como toda poesía,
abre las heridas que pensábamos cicatrizadas. Eso incluye los sucesos
colectivos. En este sentido, quizá estoy siendo injusto con los europeos, pues
un alemán como Oswald Spengler, mediante la aplicación de una “morfología
comparativa de las culturas”, en su libro La
decadencia de Occidente ―publicado en 1918, un año después de la exposición
de Duchamp― hizo mención de la catástrofe mexica aún antes de ser testigo del
arribo de Hitler al poder. Pero en general, nuestro “holocausto mexicano”
ocurrido a partir de 1521 ―cuatro siglos antes de que Europa se viera
conmocionada por los crímenes de lesa humanidad y la destrucción que dejó la
Segunda Guerra Mundial―, permanece ignorado por Occidente y no se piensa sino
como un periodo “precortesiano” o “prehispánico” como si el colonialismo fuese
cosa del pasado. Desde un discurso impostor de la historia, se señala sólo la
imposición, pero no su modus operandi,
es decir, la apuesta por el olvido como instrumento de hegemonía.
Es
en este punto donde surge con mayor claridad, es decir, en evidente afrenta,
una poesía social desde el contexto mexicano. Definitivamente sería un error
remitirse en principio a lo que se llamó “poesía social” en España después de
los cincuentas del siglo XX. En todo caso, si nos atenemos a la influencia de
España, nos podríamos remontar a la discusión que estableció Octavio Paz cuando
afirma que hay un barroco “guadalupano” en la figura visible de Luis de
Sandoval y Zapata que se convierte en el estilo por antonomasia de la Nueva
España, hasta que Sor Juana “cierra el sueño dorado del virreinato”. Es así que
por medio de la subversión de los discursos, el poema “Los últimos días de
Tenochtitlan” rescatado por Miguel León Portilla, puede retomarse como punto de
partida para discutir en torno a la poesía social de México y trazar de esta
forma su genealogía, ya que nos arroja indicios importantes, donde el
poeta social en principio no se siente tan apasionadamente comprometido con lo
social, esto es, no hay una convicción explícita del poeta, sino que se
encuentra rebasado por las circunstancia de la realidad y no le queda de otra
mas que cantar dentro de la ignominia.
Sin
embargo, cuando todo parece inútil y perdido, cuando se han declarado el fin
del arte y la historia, hay un encuentro que se vuelve necesario. Cesare Pavese
lo dice así: “Estos años de angustia y de sangre nos han señalado que la
angustia y la sangre no son el final de todo. Una cosa se salva del horror y es
la disposición del hombre hacia el hombre”. La
afirmación de que la poesía social “se ha llevado a cabo sólo en pocas obras y
con pocos escritores”, como dice Iván Cruz Osorio, no sólo tiene que ver con
una visión estrecha del desarrollo poético en México, aún más con el intento de
legitimación, por demás autoritario, de poetas alrededor del canon (aquéllos a
los cuales inserta en su línea), sino sobre todo con la negación de la otredad
―donde el hombre es el lobo del hombre, leitmotiv
del Leviatán, “mi única pasión ha sido el miedo”, diría Hobbes―. Es negar a una
colectividad de poetas mexicanos que desde su propio contexto han remontado la
adversidad de vivir en un sistema represivo en exceso, conformando una poesía
que bien puede ser calificada de social, más en el oficio que en el artificio.
Argumenta Iván Osorio Cruz que en México ni siquiera puede
considerarse la poesía social como “tendencia” sino como simple “curiosidad”,
aún cuando a lo largo de su historia han prevalecido varios problemas de
estabilidad. Sin embargo, aunque se instala en el discurso histórico, no
atiende en absoluto a la historia de las prohibiciones para intentar hallar en
ella la respuesta de qué es la poesía social, cuáles son sus motivaciones y
propósitos. Su propuesta no alcanzaría a explicar por qué y cómo obras como la
de Sor Juana Inés de la Cruz se mantuvieran censuradas de manera tan efectiva a
través del tiempo, que no es sino hasta principios de siglo pasado que su obra
comienza a ser publicada y reconocida. Sólo el tamaño de este silenciamiento
explicaría la grandeza de su obra. En todo caso, siguiendo a Octavio Paz, lo
único que podría reprochársele a Sor Juana en el sentido social, es que haya
preferido “la tiranía del claustro a la del mundo”, para “acaso escapar de una
sociedad que la condenaba como hija ilegítima”, es decir, que haya abandonado
sus libros, así como sus instrumentos de música por presiones en apariencia
ajenas a su vocación literaria, sin embargo, “religiosa por vocación
intelectual”, se entregó finalmente a un suicidio disfrazado de caridad.
Como
movimiento literario de mitad del siglo XX, cercano o identificado con el
marxismo, el movimiento español denominado “poesía social”, a decir de José
Ángel Ascunce, tiene que ver más con una conciencia crítica de los escritores
que con la implicación de la literatura en la realidad social contemporánea, en
cuanto a su capacidad de movilización y concientización social, donde lo
literario del mensaje queda supeditado a su finalidad. Cabe decir que la dualidad entre lo propiamente literario, el mensaje y su
finalidad, estaba plenamente expresado en el movimiento surrealista; el
principio: “La revolución ante todo y siempre” tenía que ver con la
supeditación del mensaje a su finalidad, lo que entrañó a la postre una
discusión por la cual los poetas Louis Aragón y André Bretón tuvieron
distanciamientos. En este sentido, la poesía social del movimiento español, a decir
de José Ángel Ascunce, sobre todo es doctrinaria, puesto que su objetivo es
llegar a un “receptor colectivo” utilizando sustratos populares. En ello funda
su comunicación y voluntad de estilo. Si quiere llegar a su destinatario, “la
expresión del mensaje doctrinal tiene que responder a presupuestos gramaticales
y significativos lo más objetivos posibles para propiciar la claridad de las
ideas expuestas y, así, facilitar su comprensión”.
Esto tuvo como resultado que los poetas del desarraigo
acudieran al dogma, símbolo que a decir de González Rojo Arthur, va en
contraposición con el cambio, con la inconformidad intrínseca que mueve al
poeta a escribir siendo un hereje, situándose en cambio en la inmovilidad.
Aunque aquí la idea de dogma varía, puesto que Ascunce se refiere no tanto al
dogmatismo religioso o político, sino a que el poeta como emisor tiene que
marginar su subjetividad, la cual denomina como función emotiva, por una
supuesta objetividad para “precisar el contexto referencial”, el cual responda
a las “exigencias de comprensión directa”.
Desde esta perspectiva, el problema de la poesía social,
estribaría en encontrar “los medios poéticos apropiados e idóneos para
garantizar a un mismo tiempo la poeticidad de lo expresado y la finalidad del
mensaje”. Noción que roza con la de Enrique González Rojo Arthur cuando éste
aborda el tema de la complementariedad necesaria entre el arte y lo social,
donde los “medios poéticos” serían los instrumentos (retóricos, lingüísticos,
etc) para formular una lógica poética. Sin embargo, Ascunce se basa en
fundamentos epistémicos de objetividad, cuando la filosofía ha reconocido la
existencia de la intersubjetividad, sobre todo en las humanidades y artes. En
todo caso, tanto uno como el otro, están formulando los contornos de una poética canónica, de ahí la terminología
clerical del crítico (canon, dogma, etc.) frente al cuestionamiento
materialista del poeta-filósofo.
El dilema entre poeticidad y finalidad, a decir de José
Ángel Ascunce, admirador de León Felipe y su poesía herética, radica en que “la
experiencia parece enseñarnos que en tanto los contenidos son más populares,
éstos poseen una menor entidad literaria, y, viceversa, cuando dichas
expresiones se caracterizan por su grado de poeticidad y se convierten en
incomprensibles para ese destinatario popular”. Es ahí donde “se crea una
disyuntiva aparentemente excluyente”. Por tanto, develar el código del mensaje,
a través de los mecanismos que hacen del poema un contenido popular, al mismo
tiempo que una forma poética ejemplar, sería la tarea por antonomasia del
crítico literario. Sin embargo, habría que someter estos postulados al contexto
latinoamericano y ver entonces si se sostiene esta exclusión, incluyendo a la
poesía social de México, ya que el código utilizado por la generación del
desarraigo es abiertamente un adoctrinamiento, más de carácter religioso, que
apuesta por la sacralización del canon, por encima de las reivindicaciones sociales
o posturas políticas (que incluso Ascunce llama “simples consignas”) de
carácter cívico, secularizado, donde tanto la “poesía de testimonio” como la
“poesía política” quedarían en un segundo plano, mientras que la poesía social
del movimiento español, se da “a través del bombardeo sistemático de
imágenes-comparaciones”, teniendo la intensión que el lector relacione, incluso
de manera inconsciente, “el referente con lo evocado”. De esta manera, palabras
como luz, paz, libertad, justicia, indica el crítico vasco, son
utilizadas en un contexto simbólico (pone de ejemplo a poetas como Gabriel
Celaya y Blas de Otero), de tal manera que “tanto el plano evocado de la imagen
poética como el símbolo son propuestos a través de arquetipos, que el poeta
social utiliza de manera sistemática”. De esta manera, tanto los arquetipos
como las alegorías, llegan a tener una correspondencia efectiva de
representación.
Jaime Gil de Biedma
―quizá junto con Ángel González el poeta más influyente de todos los de
su generación― que asumió la poesía social a partir de los años cincuenta,
señala que los personajes que aparecen en un libro de esa época, titulado Moralidades (de su autoría), son también
alegorías que hacen alusión a los dramas que se presentaban en los atrios de
las iglesias, en la edad media, cuyo motivo central “era la confrontación entre
el Bien y el Mal en el alma de los hombres”. En este sentido, el poeta escribe
moralejas sobre la hipocresía y la opresión, pero también sobre la amistad en
“esos años de torvo franquismo”. Por medio del uso simbólico de los principios
doctrinales, lo poético no sólo aparece objetivado, sino también
“personificado” a manera de una “alegoría de la historia sagrada” que funciona
como representación de lo social, de tal manera que para Ascunce, la poesía
social a la cual se aboca, es decir, la creada después de la guerra civil que
devastó a España, encuentra su síntesis en una parábola: “la divinización del
hombre colectivo en su definitivo paraíso terrenal”. En esto coincide con
Benedetto Croce, que concibe lo alegórico como “la unión intrínseca, el
acoplamiento convencional y arbitrario, de dos hechos espirituales”, lo cual
tiene por efecto que “la idea se disuelve completamente en la representación”.
Podemos dilucidar si en América Latina la poesía social
propone una relación más heterodoxa con el lector, es decir, en un plano más
intersubjetivo que realista, planteando una expresión que no necesariamente
estuviera determinada por la receptiva, sino por las convicciones de cambio
social y por el registro más amplio en tendencias y estrategias; sobre si toda
la poesía social del continente necesariamente tendría por asumidos los
presupuestos literarios del canon hispánico o existe una reconfiguración. Lo
cierto es que el triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, así como la irrupción
de los jóvenes en el escenario político durante la década de los sesentas, sin
duda representaron motivaciones libertarias para la expresión poética. Lo mismo
en el carácter épico que se hace en México antes y después de 1968; la poesía
cívica de América del Sur antes y después de las dictaduras; así como la
desarrollada en América Central en un contexto de levantamientos populares y
guerrillas. En este sentido, no podríamos negar la posibilidad de que un
movimiento literario futuro ponga en crisis todo lo establecido por el canon y
que pueda enarbolar una poesía social relevante. En ello estriba una apuesta
por parte de las editoriales independientes y por la poesía de reciente
manufactura.
Respecto a la coherencia entre medio y fines, a decir de
Jorge Fernández Granados, escritor de Letras
Libres, la poesía en general (y en México en particular) actualmente se ha
ganado una mala fama: “para nadie es un secreto que la poesía, entendida como
género literario, se hunde en su propio lastre de contradicciones”, supongo que
inherentes al capitalismo. Sin embargo, para Enrique González Rojo Arthur, para
cambiar las cosas de fondo, estructuralmente, hay que establecer un
“contrapoder”; ser contradictorio con lo cultural establecido hasta sus últimas
consecuencias, porque el plano cultural subyace a la estructura. En este
sentido, no puede haber un poeta conformista. Lo anterior sin dejar de lado que
el traducido dilema de la forma y el contenido se vuelve una dialéctica entre técnica y tendencia, que son nociones que tomamos de referencia para para
explicar de manera más efectiva tanto el fenómeno poético así como su recepción
y reproducción.
El lugar que ocupa la poesía en la sociedad, creo que es una
cuestión que sobrepasa ese mismo dilema de los desarraigados en torno al
individuo versus colectividad y al conocimiento versus comunicación ―a quienes León Felipe, muchos años después,
antes de morir, precisamente en septiembre de 1968, un mes después de la
masacre de estudiantes en Tlatelolco, les devolviera la voz, metafóricamente
hablando por supuesto, haciendo referencia a su poema “Mía es la voz antigua de
la tierra/ y me dejas desnudo y errante por el mundo./ Más yo te dejo mudo… si
yo me llevo la canción”―; también más allá del diálogo contra sí mismo que propugnaba
Jaime Gil de Biedma en su momento como poeta social, siendo que años más tarde,
el mismo poeta señaló que en la madurez ya no le asombraba aquéllo que lo
hacía distinto de los demás, sino lo que encontraba en común con los otros.
Entonces el problema tiene que ver más con las siguientes preguntas: ¿Con qué función se
ocupa la poesía en la sociedad? ¿Desde qué lugar y cómo se establece lo que es
válido para la poesía, lo que se difunde o se silencia? Si bien la
contradicción podría ser un lastre en cuanto a su determinación extra
literaria, sabemos que, en cuanto a lo que llamamos técnica y sus mecanismos de
reproducción y representación, lo anterior no cancela la posibilidad de lograr
una calidad de la obra, quedando hasta aquí mostrado, en todo caso, que en diferentes
contextos la poesía sigue ocupándose en incidir de manera directa en la
configuración simbólica de la realidad, vista no desde el objetivismo o el
subjetivismo, sino desde la intersubjetividad; queda como sustrato de
existencia ante la permanente fugacidad del tiempo vivido; elabora metáforas
profundas que humanizan el yo y su circunstancia, el arte con la vida. Lo social
de la poesía coincide así con el proyecto de alcanzar la emancipación de
libertad y de justicia a través de la palabra, pues como dice Saúl Ibargoyen en
la antología Poesía rebelde en
Latinoamérica, parece claro que a muchos autores ya no les basta la poesía,
“pero esto no quiere decir que las palabras sean insuficientes”, sino que al
menos hay algo de la realidad que les atañe a los poetas y que no pueden dejar
a un lado aún si quisieran.
Para Ibargoyen, en el contexto latinoamericano no es la
poesía como comunicación vs conocimiento el centro del conflicto,
sino que lo ubica más en la poesía social
vs poesía pura, dando énfasis al compromiso del poeta, puesto que “toda
producción artística está condicionada, y difícilmente un poeta podrá
des-socializar su texto, extraerlo como objeto puro de arte para su examen”, un
rasgo por claramente intersubjetivo. En 1979, junto con Jorge Alejandro
Boccanera, señala que al menos en América Latina este último conflicto quedó
resuelto en la década de los sesentas, “época en que numerosos poetas
comprenden la coexistencia dialéctica de la vanguardia con el compromiso”. De
acuerdo con la antología mencionada, la poesía latinoamericana se inscribe
dentro de diversas líneas, pero una muy importante es la testimonial, no sólo
porque se desarrolla en una época definitoria en su historia, sino porque
responde tanto una “comprobada tradición de fondo popular” como a una
“coherencia general junto a las tendencias democráticas, progresistas y de
avanzada” de su tiempo. Es ahí donde podemos ubicar el carácter social de esta
poesía, aunque los antologadores advierten cierta desacreditación de la misma
dado el reduccionismo donde lo estético “se sacrifica”, identificando más a la
poesía social en un conflicto de carácter político. Por otro lado, si existe
una cuestión referente a la poesía y conocimiento, se advierte en esta misma
concepción un énfasis en la poesía ya no como objeto, sino como creación
intersubjetiva. No en un hermetismo disfrazado de vanguardia, sino una poesía
enfrentada consigo misma, “con el único afán que ella admite: el oficio”.
La anulación de las fronteras entre la “alta cultura” y la
“cultura popular” ―como un “conjunto heterogéneo de manifestaciones de carácter
marginal”, a decir de Carlos Gómez Carro― se vuelve uno de los aspectos más
significativos del siglo XX. Tal redefinición de fronteras terminó por
modificar el concepto mismo de cultura “de expresión última del espíritu a
construcción de imaginarios colectivos íntimamente ligados entre sí”, donde la
popularización de la cultura significó en gran medida que ésta estuviera “al
servicio de la calle y no sólo de las élites”. A este respecto, la vanguardia
europea era elitista por definición. Con aires de colonizador, para Marcel
Duchamp los artistas eran por antonomasia “seres excepcionales”. En la misma
línea, pues toda negación es una afirmación diría Octavio Paz, Joseph Beuys
afirmó después que “todo ser humano es un artista”. En 1974, Beuys convive con
un coyote, encerrado con éste en una galería de Nueva York, pero no se quiso
contaminar de la porción civilizada de Norteamérica (donde el artista es
envuelto y trasladado del aeropuerto a la galería, sin contacto visual alguno),
ya que el pensamiento europeo parte de la distinción, de la negación de la
otredad como sustento del progreso.
Carlos Marx dijo que la barbarie es
engendrada “en el propio seno de la civilización”, esto en 1847, pero es en la
dialéctica desarrollada por Walter Benjamin donde se comprende que el progreso
puede llegar a ser el germen de lo catastrófico: la civilización como barbarie
sin contradicciones, como observa Michaell Löwy. En América Latina, Carlos Monsiváis nos recuerda que con Facundo,
esto en 1845, Sarmiento publica un ensayo donde “las realidades primitivas
desafían al mundo ilustrado”. De esta forma, la axiología cultural se traslada
a lo político, donde lo indígena “se opone a lo industrial” mientras que lo
hispánico sería “el lastre que retarda la iluminación de lo europeo”. A decir
de Carlos Gómez Carro,
empero se
“constituyó un proceso de eliminación paulatina de la oposición entre
civilización y barbarie como el dilema central y político latinoamericano”
debido a que “la cultura alterna ya no sólo resultó
el ejercicio de sobrevivencia de una identidad puesta entre entredicho, sino el
manantial más pródigo de nuestros imaginarios”.
De acuerdo a lo anterior, la posición crítica de una poesía
social actual, se situaría en su capacidad de transgresión frente a un orden establecido, que no es otro sino el
de la continuidad de este sistema de prohibiciones impuestas en América Latina.
“En muchos momentos de su historia se ha pretendido hacer de América Latina una
cárcel de la imaginación”, apunta Carlos Gómez Carro, especialmente en lo que
respecta a la cultura popular. La catástrofe social no sólo sobreviene como un
salto en la continuidad histórica, sino en una prohibición sistemática de la
humanización del otro, la prohibición que “ha sido el incentivo fundamental
para gestar una cultura distintiva en América Latina y ha sido fuente de
nuestras identidades”.
El carácter transgresor de la poesía no sólo sería una
resistencia y “denunciarlo todo” en el sentido que Gonzalo Rojas lo entendió,
como se apunta en la antología Poesía
rebelde en Latinoamérica, “desde la sensibilidad farisaica hasta el
fascismo más atroz”, sino también en reconfigurar el canon poético, en el
sentido de que esa “cultura alterna” ―lo que actualmente denominamos también
como independencia cultural― en el caso de México, se ha vuelto un paradigma
que anula las distinciones que impone el código dominante , siguiendo a Carlos
Gómez Carro. Es decir, construye conscientemente la “inclusión del otro” ya que
el ser en la otredad ha sido la mayor
prohibición, la cual tiene como montaje ideológico el conflicto dialéctico
entre civilización y barbarie, que a decir de Carlos Monsiváis, en literatura
se advierte, por ejemplo, con el nacionalismo frente al cosmopolitismo, en un
repertorio donde se esconde un adoctrinamiento del pueblo a través de
alegorías, ya que en la alegoría es donde al pueblo “se le capta mejor”, ya que
existe un condicionamiento histórico que identifica lo popular con la
asimilación del dogma, ya sea político o religioso.
Podemos encontrar, entonces, en América Latina, poéticas que
se desmarcan del canon dominante, incluso dentro de lo que llamamos poesía
social, tanto nombres canónicos como sus respectivas otredades. En la antología
mencionada, Pablo Neruda y Pablo de Rokha, son ejemplos dentro de la poesía
chilena. Ambos telúricos, quienes cultivaron una poesía del compromiso, en
búsqueda de igualdad, libertad y justicia social, pero que también, a decir de
Roberto Bolaño, con unas “debilidades bestiales”, ya que, refiriéndose al
dogmatismo político, “en aquella época era una epidemia”. En una entrevista,
Bolaño afirma que Pablo de Rokha tiene incluso por ahí un canto a Stalin, si
bien en la antología Poesía rebelde
latinoamericana, Ibargoyen y Boccanera
incluyen un poema de Rokha titulado “Marx”; mientras que con respecto al
poeta latinoamericano quizá más representativo del siglo XX, declara que: “se
podría hacer una antología infame de Neruda”. En 1955, el mismo Rokha había
dicho: “Neruda no actúa, resbala, no es la voluntad que estalla como palanca y
da lo heroico civil”. De esta manera, junto a otros “poetastros de Chile y
abrómicos de Europa” hace preso a Neruda de la sátira, género popular por
excelencia, lo que hace de Pablo de Rokha no sólo un provocador, sino un
transgresor del lenguaje “para aquellos que tienen la luz puesta en sí mismos”.
En su poema Canto de macho anciano
Pablo de Rokha parece confesar que “el autorretrato de todo lo heroico de la
sociedad y la naturaleza me abruman”. Por eso se dice que quizá el poeta
desaforado, tremendista, terminó su encono con Neruda mediante el suicidio, en
1968: “Ha llegado la hora vestida de pánico/ en la cual las vidas carecen de
sentido, carecen de destino, carecen de estilo y de espada”, en la cual tanto
las epopeyas como las “vivencias ecuménicas” ya no tienen lugar.
En estas condiciones es que aparece en
el panorama latinoamericano la poesía de Gonzalo Millán, quien pertenece a la
generación de los sesenta, un poeta no contemplado en la antología Poesía rebelde en Latinoamérica. Recuerdo que leí por primera vez a
este poeta en noviembre de 2005, un año antes de su muerte. Para Roberto
Bolaño, en Millán encontramos una poesía que “se erige durante algunos años
como la única poesía civil frente al alud de poesía sacerdotal”, que no busca
la consagración sino el movimiento, en el entendido de que toda poesía cívica
es social, pero no toda la poesía social es cívica, como ya vimos con respecto a
la poesía social con función doctrinaria, inmóvil en la eterna alegoría
teleológica, por lo que es necesario establecer un rasgo que la identifique.
Como otros poetas de su generación, tras el golpe de 1973, Gonzalo Millán tiene
que salir rumbo al exilio por muchos años en Canadá. Esto trajo consigo ya no
la desmesura de los Pablos, sino un ejercicio de contención poética, como él
mismo explica sobre la intensión de su escritura, ya que aprendió a comunicarse
desde “un idioma muy básico, casi desde lo redundante”, pero descubrió una veta
de experimentación poética despojada al mismo tiempo de toda verbalización
desbordada. En este sentido, otra característica de Millán como poeta cívico,
como dice Bolaño, es que “no se propone a sí mismo como poeta nacional ni como
la voz de los oprimidos”.
De
esta manera, empero el culto a la personalidad y la obra monumental, Gonzalo
Millán resuelve otorgar al tiempo y a la memoria, mediante el lenguaje, un
deseo libertario de la clase trabajadora, en una memoria perdurable. Las
imágenes ruinosas de su poema “La Ciudad” (1979), cuyo tema es el de una ciudad
latinoamericana que sufre la ocupación y represión de una despiadada dictadura
militar, en cierto momento van en retroceso, como si fueran las inercias
retrógradas de la realidad, mientras que las fuerzas revolucionarias van hacia
adelante, hasta llegar a un Salvador Allende que dispara. Como si el poema
fuese el cinematógrafo que pudiera recomponer las cosas. Como apunta Carlos
Monsiváis, el cine es el fenómeno que más afecta la vida cultural de América
Latina, ya que “determina un sentido de la realidad por así decirlo más real,
por encima de la mezquindad y circularidad de sus vidas”, la de los
espectadores. Como observa el propio Millán, “los medios de masas también
nutren la imagen y ahí nacen las referencias intertextuales” y esto está
presente en su poesía. Hay más que un gesto esperanzador en el poema, una
utopía en estado amniótico, así como una apuesta donde la poesía es
revolucionaria en tanto cobra fuerza una imagen que nos arroja al principio de
la historia: “los obreros desfilan cantando”, así como en una palabra lanzada a
la posteridad: “venceremos”.
De esta manera, dentro de una diversidad plausible, mientras
unos cultivan una poesía social del compromiso, anclada en la solidaridad, una
metáfora de la luz hermanada, como la que emite el propio Saúl Ibargoyen; otros
se han asomado a ver el “dolor entero” del mundo, como el nicaragüense José
Joaquín Pasos (1914-1947) no en un realismo doctrinal, sino en una metáfora de
la desolación: “No pueden haber lágrimas ni duelo,/ ni palabras ni recuerdos,/
pues nada cabe ya dentro del pecho./Todos los ruidos del mundo forman un gran
silencio./ Todos los hombres del mundo forman un solo espectro./ Asómate a este
boquete, a éste que tengo en el pecho,/ para ver cielo e infiernos”. Los poetas
centroamericanos cultivaron también una poesía social, usando la sátira en contra
de regímenes dictatoriales, como la llevada a cabo por el propio Joaquín Pasos
contra Anastasio Somoza, motivo por el cual fue encarcelado. Por otra parte, un
poeta como Ernesto Cardenal, si bien retoma la doctrina, siendo sacerdote
católico, a diferencia de una paz fascista donde nace la poesía social de los
españoles de la posguerra, es una voz que llama a la batalla dentro y fuera del
poema, a la lucha popular que se está llevando a cabo por la vía armada y que
encontraba en la teología de la liberación un asidero ideológico.
El poeta Roque Dalton, por su parte, quien llegó a la
revolución por el camino de la poesía y no al revés, combatiente asesinado en
1975 por la dirección del Ejército Popular Revolucionario de El Salvador,
cultivó el sarcasmo y la ironía, a decir de Alberto Híjar, “como estrategia de
combate, aclaración, denuncia, referencia popular”, lo que trae consigo la
destrucción del dogma mediante una subversión de la escritura tal que encuentra
en el testimonio un abrevadero para lo revolucionario, pueta del lado del pueblo, remata Dalton, porque de no ser así,
estaría “fumando su margarita emocionante, bebiendo sus dosis de palabras
ajenas, volando con sus pinceles de rocío”, lo cual constituye, a decir de
Alberto Híjar, una “declarada aversión al nerudismo y su sentido telúrico”.
En términos políticos, como observa Carlos Gómez Carro,
México se había creado a partir de la negación de la Nueva España, que a su vez se erigió sobre la negación del mundo indígena. Por lo
que hay que tomar en cuenta la dialéctica de Octavio Paz entre lo cerrado y lo
abierto, donde lo primero implicaría preservar la negación del otro, mientras
que lo segundo, en términos culturales, implicaría “abrirse al diálogo
intersubjetivo entre civilización y barbarie” y no su negación. Entonces, si
las fuerzas retrógradas de la historia mexicana se basaron y se continúan
basando en el etnocidio como política, mediante la anulación de la fuerza de
trabajo como sostén de la sociedad ―para muestra, los feminicidios en Ciudad
Juárez, así como la “guerra contra el narco” desatada en todo el país―, la
Revolución de 1910 es el acontecimiento histórico que afirmó la identidad del
país a partir del reconocimiento entre los actores productivos de la sociedad:
campesinos y obreros, es decir, la cultura del pueblo, donde la poesía no fue
una excepción, aunque la oficialidad diga que la Revolución no trajo un cambio
de sensibilidad o de consciencia política.
Para entender la configuración estructural del sistema, a
decir de Enrique González Rojo Arthur, hace falta un estudio, aún no escrito,
que explique la historia de la cultura en México, al menos desde el siglo XX,
con relación al poder. Estamos de acuerdo que también está pendiente no tanto
un panorama como un mapeo que nos dé una mejor noción de cómo se han ido
configurando los grupos intelectuales frente al poder. Un mapeo de las mafias
―como seguimiento a sus Prolegómenos para
una sociología de las mafias literarias, artículo publicado en 1975― a
través de periodos, mismo que tendrá que construirse con relación a coyunturas
y mapeos de las resistencias (identificando a los escritores que sólo buscaban
competir por el poder y terminaron repitiendo sus pautas y los que buscaban la
autogestión), estableciendo una iconografía explícita y las listas de nombres,
cruces con instauración de políticas de Estado para la cultura. Este estudio
puede partir de la revista Azul
(1894-1896), que funda Manuel Gutiérrez Nájera, referente del modernismo
mexicano, identificando a varios grupos, pero además también a muchos
intelectuales, artistas y escritores que se mueven en distintos planos, a veces
de manera ambigua, pero que tienen vasos comunicantes con intereses específicos
que los ligan con otros grupos y espacios, porque en sí comparten, en términos
estructurales, una misma pulsión hacia el poder, que Enrique González Rojo
Arthur denomina como “pulsión apropiativa de los otros”, la dimensión
antropófaga del capitalismo. Para identificar a éstos últimos, habría que
rastrearlos y ubicar coyunturas donde tuvieron que cerrar filas con sus grupos
o adoptaron posturas políticas que evidencian, más allá, incluso de los dichos,
su tendencia. Así, descubriríamos que muchas de sus “diferencias” en realidad
son sofismas de una misma lógica.
Un ejemplo actual muy conocido es Círculo de Poesía, una
mafia literaria establecida en Puebla, (pero con oficina en Conaculta, la de
Mijail Lamas, uno de sus miembros) con ambición de prestigio y poder. Buscan
allegarse a poetas distinguibles del entorno poético nacional, para ser
reconocidos como legítimos herederos, con los correspondientes premios y
canonjías del medio oficial; alguien que comparta con ellos la desilusión por
la protesta, la resistencia y la consecuencia. De esta manera, hallaron acomodo
en la figura de Eduardo Lizalde, que en Autobiografía
de un fracaso, publicado en 1981, hace un despropósito del poeticismo,
corriente de la que formó parte, hacia 1948, junto con Enrique González Rojo
Arthur y Marco Antonio Montes de Oca (quien se sumó al grupo en 1951), época en
la que a decir del Tigre Lizalde: “navegábamos con natural petulancia por el kindergarten del mundo literario bajo la
mirada paternal de Enrique González Martínez”, abuelo de Rojo Arthur,
despotricando de su pasado cuando dice que “el poeticismo era, más que un
proyecto ignorante y estúpido, un proyecto equivocado que se salió de madre a
destiempo”, por lo que considera su experiencia como un desastre artístico con
serios estragos, donde “la arrogancia irresponsable del poeticismo se mezcló pronto
con la indefectible prepotencia marxista”.
Pero más que los excesos y la enfermedad de un poeticismo
mal asimilado, es evidente que Eduardo Lizalde trata de deslindarse de una
postura incómoda para su proyección literaria, siendo que declara haber ofrecido,
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, “una conferencia presuntuosa,
agresiva y trasnochada contra Octavio Paz” y le pide disculpas públicas a
través de este libro que sirve de declaratoria confesional. “Mal le ha
resultado con frecuencia a nuestro mayor poeta su generoso entusiasmo por la
obra de los jóvenes”. Lo cierto es que Octavio Paz ejercía un creciente poder
como intelectual, cuya obra, a decir del propio Lizalde “ya era extensa y
magnífica en esos años juveniles suyos”. En definitiva, para publicar y ser
publicado era conveniente no tener a Octavio Paz como enemigo. Su generoso
entusiasmo hacia los jóvenes tuvo que ver más con asegurar una tradición “en
riesgo mortal de perderse” y porque la influencia del poeta pesaba más en la institución
que en la poesía de los jóvenes que lo cuestionaban. Eduardo Lizalde entonces
se arrepiente de su ingreso al Partido Comunista Mexicano, en 1955, año en el
que también incursiona con una poesía social de la que reniega después, por
considerarla “intransigente desde el punto de vista estético”, engendro de poemas
híbridos y monstruosos, deplorables a su ver, por un “tormentoso proceso
maligno” de sus años poeticistas, con lo que asegura que se ganó, a los escasos
veinticinco años, la mala fama (¿entre quiénes?) de ser un “poeta ineficaz”,
siendo que a mi consideración el gran poeta que es ahora Eduardo Lizalde se
debe en gran medida a su origen poeticista.
Como hecho social, la Revolución Mexicana hizo que los
poetas terminaran por completar la diáspora obligada hacia capital del país
durante la última década del siglo XIX y la primera del XX, cambiando del
contexto rural al urbano. Esto si querían que su obra fuese avalada y
difundida, aunque no lo supieran en ese momento. Así llegaron con sus poemas en
la mano, esperando tener una oportunidad para ser publicados en los periódicos
y suplementos capitalinos, pero se dieron cuenta de que la ciudad era hostil.
Por esta razón, se vieron en la necesidad de encontrar a otros escritores que
estuvieran en la misma situación y para abrirse camino se agruparon en torno a
esa condición de trashumancia y adaptación al medio. Amado Nervo, Enrique
González Martínez y Ramón López Velarde, entre los más influyentes poetas
mexicanos del siglo XX, al principio no tenían muchos intereses, pero el poder
y en especial su recurrencia, los generan, lo mismo antes que después de la
Revolución Mexicana. Pero esta condición de cambio rural a urbano es
determinante para ver cómo los escritores se agruparon, donde habría que explicar
también cómo aquella realidad del México que dejaba lo rural condicionó la
formación de los intelectuales y los modos que interactuaron frente al poder,
frente a los otros, esto es: sus procesos de legitimación a través del tiempo.
En esta geometría del poder, el autor para lograr la
legitimación de su obra, necesita tanto de la calidad como de la estrategia que
la haga visible. Por ejemplo, Enrique González Rojo Arthur, en lo particular,
ha sido muy obsesivo por mantenerse al margen del poder y esto incluye el
ámbito cultural, por lo que su estrategia ha sido mala desde el punto de vista
de la legitimación tradicional, pero la autocrítica que el poeta y filósofo
ejerce hasta el último día de su vida le permite llegar a los ochenta y cinco
con planteamientos lúcidos, pero sobre todo consecuentes, con relación al
poder, algo tan escaso, pues muy pocos son los escritores realmente
independientes, es decir, que pueden reflexionar por ellos mismos, puesto que
la estrategia muchas veces ha orillado a la mayoría de los escritores a
negociar con el ámbito político. En el caso mexicano, porque el Estado
históricamente ha tratado, si no de modificar la literatura, sí encausarla como
instrumento ideológico. No hay una historia de la cultura con relación al poder
en México, afirma Enrique González Rojo Arthur. Lo que se ha escrito es en todo
caso una historia de las ideas, como si la historia intelectual del país se
quedara en el campo de los planteamientos y no tuviera anclajes con la
estructura social y la acción colectiva. Se deja todo en el ámbito de la
estética y buen gusto, donde no caben distinciones como ser independientes. Así
se trata de dar un sesgo al panorama actual poético, mucho más diverso de lo
que conviene al poder, donde la poesía puede en ocasiones distanciarse de la
historia, mitificando al poeta. En este sentido, el “poeta nacional” es el mito
que el Estado ha configurado para realizar en él su proyecto político, haciendo
de su literatura, por muy liberal que sea, una preservación del canon más conservador.
Nos recuerda Octavio Paz en su “Introducción a la historia
de la poesía mexicana”, que el siglo XIX es “un periodo de luchas intestinas y
guerras exteriores”. La intervención francesa en 1862, cuando Francia era una
de las mayores potencias militares, trae consigo una resistencia interna que
fue posible, en gran medida, por la solidez intelectual de los liberales
mexicanos, quienes tenían una visión más clara de la nación y de lo que debía
ser su futuro, además de que la guerra con Estados Unidos les había enseñado la
necesidad de enfrentar juntos al enemigo. La ideología liberal, sin embargo,
aunque suscita la admiración unánime en la crítica contemporánea, partía de la
asimilación de ideas resultantes de procesos históricos muy distintos al nuestro,
a las cuales se intentó adecuar la realidad histórica nacional. En este
contexto, Octavio Paz señala que inteligencias como Ignacio Ramírez, Ignacio
Manuel Altamirano y Guillermo Prieto, entre muchos otros, escriben bajo la
influencia romántica, pero también y sobre todo combaten sin descanso, en los
terrenos militar y político, aunque ninguno de ellos, a decir de Octavio Paz,
tiene consciencia del significado del romanticismo, por lo que “la grandeza de
estos escritores reside en sus vidas y en su defensa de la libertad” y no tanto
en su propuesta estética.
El Porfiriato como expresión europeizante, buscaba que el
país saliera del atraso primitivo y entrara en el proceso civilizatorio de la
modernidad occidental. Pero se instaló en la autocomplacencia de varias décadas
en el poder. Pero la intelectualidad consideró el movimiento revolucionario
como una amenaza. Los intelectuales se sentían inseguros con el poder de las
masas, ya que algunos eran pequeños propietarios o al menos tenían su oficio de
escritores, lo que los hacía pensar que podían aspirar a más dentro del
sistema, distanciándose de la clase trabajadora, pues consideraban que estaban
mejor con la burguesía.
Los intelectuales se formaron con el ideal de que México
fuera un pueblo ilustrado, ya que si el pueblo olvidaba su cultura, estaba
condenado a regresar vertiginosamente a la barbarie, como dijo Alfonso Reyes, a
quien la Revolución le había quitado a su padre, pero éste siendo general
participó en el golpe militar que asesinó al Presidente electo Francisco I.
Madero, tras del derrocamiento de Porfirio Díaz, imponiendo a Victoriano Huerta
y con él un cómplice silencio por parte de los intelectuales. El compromiso
social de los poetas de esta época es escaso, en la medida que muchos rehuyeron
del conflicto, pues a decir de Miguel Capistrán, “el colonialismo, el amor por
el esplendor del Virreinato, es la curiosa manifestación literaria en tiempos
de la Revolución”.
En este sentido, Enrique González Martínez, a decir del
investigador, emprende lo mejor de su obra durante este tiempo; Ramón López
Velarde, miembro del Partido Católico Nacional, llega al principio a la capital
del país con Madero, pero ataca públicamente a Zapata después, junto con otros
colaboradores del régimen, a través de los periódicos La Nación o El Independiente,
quienes tenían terror de que Emiliano Zapata y Francisco Villa vinieran a
imponer la anarquía, al menos eso era lo que se declaraba en la prensa. En ese
sistema de prohibiciones, Amado Nervo publica en 1910 el ensayo Juana de Asbaje y a decir de Antonio
Alatorre, rompe con un tabú, ya que uno de las motivaciones para mantener en el
olvido a Sor Juana, al menos durante el siglo XIX, era que la mayoría de los
críticos condenaban su culteranismo y “se dejaban guiar siempre por lo que
decían los españoles”. En esto último hay una espantosa actualidad por parte de
la crítica oficial, que parece resucitar tendencias del intelectualismo
decimonónico.
Los poemas que se escribieron en torno a la Revolución
Mexicana, de acuerdo con Miguel Capistrán, no son testimoniales: “No dicen así
fue. Dicen algo más aventurado: así pudo ser, incluso así debió haber sido”. Es
decir, estarían desprovistos de ese carácter social que buscamos en la poesía.
Sin embargo, podemos ver que siempre hay una excepción a la norma, pues
encontramos poemas como el “Romance de José Conde” de Enrique González Rojo,
miembro del grupo Contemporáneos, escrito en octosílabos, que nos cuenta las
andanzas de su profesor de primaria que se va precisamente con Zapata y termina
heroicamente sus días arrojándose al abismo, cuando ya los federales lo tienen
acorralado, venciendo la voluntad de su caballo. ¿O eso no es un testimonio,
acaso no se afirma que así fue como murió?
Si lo poemas están más movidos por el deseo que por los
hechos, eso no quiere decir que la poesía no pueda estar comprometida con la
historia, aunque la mitificación le sea inherente. Que hasta tres décadas
después de los acontecimientos se escriban poemas sobre la Revolución (¿quién
ahora escribe sobre la Revolución?), no se puede explicar sin el régimen de
censura, el cual comienza desde el autor mismo, pero existe históricamente como
instancia normativa para perpetuar el canon poético dominante. Si hay alguna
alusión a la Revolución Mexicana, se dio entonces de manera implícita, dando
lugar con esto otra dicotomía para la poesía social, entre lo implícito y lo
explícito.
Una verdadera democratización del campo poético, con sus
autores, tendencias, corrientes, grupos, generaciones y movimientos, exigiría
un estudio más detallado y serio sobre la poesía social en México, en tanto
creación pero también desde la perspectiva de su recepción, es decir, de los
lectores y no sólo de los críticos, tomando en cuenta que las circunstancias
sociales actuales también imponen una reflexión rigurosa por parte de aquéllos
que toman la palabra y empuñan la espada de la inteligencia que es la pluma.
Para eso, no sólo hacen falta investigaciones exhaustivas, sino del consenso
general de los poetas para establecer un panorama plural, fundado en el
reconocimiento y no en la distinción, en el mejor de los casos ―el ninguneo
falaz es un lamentable lugar común del silencio― tomando en cuenta las voces
vivas de la poesía mexicana, así como del pensamiento latinoamericano; en una
socialización más intensa y renovada que cuestionen la realidad que sirve de
pretexto a los que quieren evadirse, que reivindique la intersubjetividad como
método de certeza, utilizando los instrumentos que la reproductibilidad técnica
ha desarrollado, pero sobre todo hallazgos como el nosotros poético, para hacer de la poesía social un arte asequible.
No
está de más subrayar que hablamos de poesía social y no de poesía “social”, es
decir, no lo social entre comillas. Lo que implica ponerla entre comillas es
añadirle a la ya supuesta ambigüedad un dejo jerárquico. Pero sirve la
distinción como síntoma de cómo se está leyendo la realidad literaria, por lo
que habría, pues, una poesía social sin comillas, revolucionaria y otra más
relativa, reformista, con comillas. La poesía social de Óscar de Pablo caería
en este último caso, lo menciono puesto que Iván Cruz Osorio sólo avista en el
panorama más reciente, esto es, de los últimos treinta años, a escasos dos
poetas a los que, eso sí, podríamos ponerles comillas.
Más
allá del adjetivo o las ideologías, la poesía social se inserta en la tensión de varias
concepciones en disputa, en un umbral, es decir, no estamos hablando sólo de la
poesía social tal como la calificó Henríquez Ureña en sus escritos mexicanos,
donde la poesía social tiene ya una carga ideológica: el socialismo, ni como
reconocida como tal por cierta tradición como la de los españoles de la
posguerra, es decir, ubicada en una categoría histórica. Creo que es más
fructífero, o al menos otra aportación, reflexionar sobre poesía social en
términos teórico-literarios, sin dejar a un lado los aspectos socio-históricos.
¿Por qué tendría que dejarse de lado la teoría de los géneros?
Podríamos decir incluso que
podemos empezar desde una discusión sobre los géneros cuando hablamos de poesía
social. En tanto estructura, el lenguaje no puede escapar de las categorías, de
moverse en el terreno de las abstracciones, la poesía empero, genera discursos
transgresores, que se legitiman más allá de la verosimilitud, por poner un
ejemplo; que confrontan la estructura para un tipo de continuidad. La poesía
social podría contravenir a esta lógica, pero incluso para la transgresión, se
necesita de una norma sensible, dice Tzvetan Todorov, no en el sentido de la
sensibilidad cursilera, buena onda o moral ―digo yo―, sino que la norma no
puede permanecer impasible ante la puesta en crisis que es el lenguaje mismo,
contra su propia condición tautológica, donde el terreno propio de la
confrontación es la literatura y donde la poesía es la materia que subyace a la
imaginación creadora.
La poesía social que proponemos
aquí, no sería pues una poesía absoluta, que tiene fija la tradición como
ímpetu de eternidad, sino una poesía que se estructura en los umbrales e
intersticios del lenguaje poético, esto es, genérico. En este sentido, no se
puede hablar de que los géneros han sido sobrepasados, a menos que se niegue el
lenguaje como una convención, ya que el mismo lenguaje acontece a partir de
construcciones genéricas, donde el género también es una forma de leer los
textos.
En este caso, existiría una mirada
social de la poesía. Por eso Todorov decía que la crítica finalmente se vuelve
literatura. Estaríamos leyendo poesía social en obras del pasado, tanto
poéticas, que no se hacían conscientes como tal de hacer esto, es decir, que no
enuncian de manera explícita el tema o el término, sino que aparece en ciertos
momentos, como la noción misma de género, que se integra y desintegra a lo
largo del poema; una noción en principio más teórica que histórica ―aunque
después se advierte que lo histórico forma parte de una teoría quizás más
compleja―.
Lo anterior tendría el propósito
de aportar elementos que mejoren lo ya alcanzado hasta ahora por el arte, en la
corriente de Walter Benjamin. La poesía social como un género no en su
totalidad abarcadora, sino limítrofe; distinguible y por tanto, sujeta de confrontación
cuando se topa de frente con otras construcciones genéricas. Es decir, se
estaría elaborando a su vez, ya no en el pasado sino en el presente, una poesía
social consciente de ser tal en su sentido legítimo, es decir, explícito; desde
su manifestación donde pueda agregar algo a la literatura; cuya crítica es
interna y puede expresarse tanto en la forma como en el contenido: en su reproducción técnica. A
partir de esto, se podría elaborar no sólo una descripción sobre lo que es,
sino una prescriptiva, es decir, lo que debería ser o qué características posee
la poesía social del futuro, pero esto a partir de identificar poéticas
actuales, que sean los cimientos de una teorización y una crítica fundamentada,
para apuntalar más fecundamente este género.
Regresando
al sentido gregario y colectivo, la poesía social de nuestro tiempo debería
retomar la lectura en voz alta, ya que el verso siempre recuerda que la poesía
fue ante todo un arte oral, anterior del arte escrito, "recuerda que fue
un canto”, dice Borges, en una de sus Siete
noches. En este sentido, hay dos frases que lo confirman. Una es la de
Homero o la de los griegos que llaman Homero, que dice en la Odisea: “los dioses tejen desventuras
para los hombres para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”.
No hay que olvidar que, en este sentido, que “la poesía empezó siendo narrativa
y que en las raíces de la poesía está la épica". La épica como el género
poético primordial, que es narrativo. Y como los seres humanos estamos hechos
de tiempo, para Borges la épica también está en el tiempo, es decir, hay un
antes y un después, pero también un "mientras" hecho de intersticios,
muy importante.
"Todo
eso está en la poesía”, afirma Jorge Luis Borges, luego cita a Mallarmé,
inaugurando el discurso de las vanguardias: tout
abouit en un livre, “todo pára en un libro”, donde el poeta argentino encuentra
dos diferencias fundamentales, ya que mientras “los griegos hablan de generaciones
que cantan, Mallarmé habla de un objeto, "cosa entre las cosas, un libro”.
La idea de lo social en el arte ya estaba incubada desde antes en la cultura
occidental, pero cambió vertiginosamente con los avances técnicos y la irrupción
de una nueva subjetividad, mientras que las vanguardias vinieron a renovar el
arte, aunque esa misma renovación no impidió su objetivación en un producto
mercantil, incluido el “arte comprometido”. Todo arte es comprometido, porque
es inherente al ser humano: “nosotros estamos hechos para el arte, estamos
hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos
hechos para el olvido”, escribe Borges. Sin embargo, algo de todo lo que se ha
perdido, aparentemente de forma irremediable, permanece en el mundo. Si la
poesía y la historia no son esencialmente distintas, la poesía tiene una
capacidad de irrupción, pero también de continuidad, sobre la memoria colectiva.
Esa sería la voluntad de la poesía social de nuestro tiempo, irrumpir en las
continuidades y rupturas de la historia, para hacer visibles, mediante la
creación, contextos, visiones del mundo e intersubjetividades que no estaban
nombradas, que no se habían hecho canto.
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